Cuentos Ciudadanos: «La Amenaza» de Gonzalo León

Gonzalo León (1968, Valparaíso, Chile) es un escritor y periodista que ha colaborado en distintos medios chilenos y argentinos

Por Francisco Ide

18/10/2017

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Gonzalo León (1968, Valparaíso, Chile) es un escritor y periodista que ha colaborado en distintos medios chilenos y argentinos. Ha publicado novelas, libros de cuentos y de crónicas. Su última novela hasta el momento es Manual para tartamudos (Narrativa Punto Aparte, 2016), pero pronto Editorial Mansalva publicará la novela Serrano. Desde 2011 vive y trabaja en Buenos Aires.

Esta vez para Cuentos Ciudadanos, el autor nos ha cedido el relato inédito «La Amenaza».

La Amenaza

 

YAKUZA ME DIJO que lo hiciera. El problema de hacerlo es que previamente tenía que escribirlo y antes de escribirlo tenía que inventar una trama o un argumento y antes de eso pensar lo que quería escribir, pero antes de todo sentir y aquella tarde me era imposible sentir; estaba ocupado en preocupaciones triviales, como contar, sí, me gustaba contar en esa época del mes, pero no historias, sino dinero; no se trataba de dinero físico, sino de cuánto dinero dispondría de allí a fin de mes: mil, dos mil, tres mil trescientos cuarenta y ocho. Contaba en la calculadora del celular, sentado en uno de los cuatro o cinco bares a los que acostumbraba a ir, contaba los pesos pero no los centavos; sentarme en un bar y no en otro podía definir la exhaustividad de la cuenta, pese a los centavos. Si me acomodaba en el bar más pequeño, donde las mesas estaban pegadas una a la otra, por lo general, y debido a mi inseguridad de que creyeran de que en vez de miles contaba millones de pesos, disimulaba y usaba decimales: 1 era mil y así sucesivamente. Pero como no era recomendable en esta ciudad contar dinero ni físico ni virtual, interrumpía la cuenta en un punto y luego la seguía mentalmente. De ahí que éstas sólo fueran aproximaciones, aun así se acercaban bastante a la cifra exacta, porque eso era lo que a mí me interesaba: una cifra exacta, no una aproximación, porque la plata con la que uno cuenta para el mes o, como en mi caso, para lo que quedaba del mes es fija, como un bloque de cemento,inamovible, a no ser que llegue maquinaria pesada a mi vida, cosa que podía suceder, y que de hecho sucedía algunas ocasiones, ahogando mi precaria economía doméstica. Si el bar, por el contrario, era grande, no sólo podía hacer una cuenta exacta, sino además podía estar más tiempo, que lo ocupaba para leer. Leía novelas, ensayos, libros de cuentos, libros de poesía, noticias, correos electrónicos, chats, tuits, anuncios publicitarios, banners; era divertido leer, al menos en esa época del mes. Luego cuando las cosas se me complicaban, ya sea porque no disponía del tiempo suficiente o porque las trivialidades pasaban a ser cosas serias, como ver de dónde iba a sacar la plata que ese mes no me iba a llegar, en definitiva cuando ya no era divertido contar cifras, me ponía a escribir.

En suma cuando las trivialidades perdían su levedad y me abrumaban sólo ahí podía escribir, pero ese día, pese a que estaba sumergido en toda esa pesadez y amargura, me era imposible concentrarme en lo que me había pedido Yakuza, que no era un cuento, una crónica o una carta; en verdad me escribió un chat, donde me pedía si podría escribir una novela en una tarde, y yo que en ese momento estaba divirtiéndome en un bar, me lo tomé a la broma y le dije que por supuesto, que cualquier tarde podría escribir una novela, que era lo más fácil y divertido del mundo. Pasaron los días y las noches, los meses, e incluso un par de años, dos para ser más precisos, y una tarde en la que estaba sumergido en la levedad de mis trivialidades aparecieron dos japoneses en el bar grande al que solía ir y que llevaba el sugestivo nombre de La Amenaza; sin dudar enfilaron hacia mi mesa, me quitaron el celular donde estaba haciendo mis cuentas y empezaron a hablarme; eran cosas bastante feas las que decían, altisonantes además, porque a decir verdad gritaban y luego bajaban la voz y me hablaban al oído como en un murmullo, y un viento entraba por ahí y recorría todo mi cuerpo haciéndome temblar. Lo único que les entendí fue Yakuza y La Amenaza, porque lo repitieron dos o tres veces. Después que los japoneses se marcharon, me quedé aún más sumergido en mis trivialidades, aunque esta vez ya no eran las cuentas de mi economía doméstica, sino las cuentas de los días que me quedaban de vida si no terminaba la novela que le había prometido a Yakuza. Al menos eso fue lo que entendí (Yakuza y La Amenaza) y al día siguiente traté de escribir algo pero curiosamente no pude, porque me di cuenta de que contar los días que me quedaban de vida no era una trivialidad leve ni amarga, sino algo de vida o muerte, una amenaza, sí, ésa era la palabra, como el nombre del bar, y las amenazas –recién lo recordaba– me paralizaban: paralizaban todas mis cuentas: la historia para un cuento o una novela o qué cantidad de plata necesitaría para llegar a fin de mes se me hacían imposible de imaginar; era como si mi mente se pusiera en blanco en un tiltshift perpetuo, para ser más exactos, en un ocho invertido que simbolizaba el error en cálculo. No obstante, no tenía tiempo que malgastar: si no lograba entregar dentro del plazo, moriría, y no quería morir, no por el momento. No era que amara mi vida especialmente, nada de eso; era –por decirlo así– bastante predecible, con ritos programados por años y años de rutina, diseñada por el temor a vivir, porque hasta ese día no vivía, contaba los días, los años que me quedaban de vida (para lo cual sacaba un promedio de lo que habían vivido mi madre y mi abuelo: 71 + 89= 160:2 = 80, 80 años). Así como contaba los años en mis ratos de ocio contaba el dinero que me quedaba para el mes. Era, pensaba, una consecuencia lógica de los cálculos a los que me había sometido desde mi infancia, cuando amaba la matemática y en especial la aritmética: dividir, sumar, restar. Recuerdo que cuando llegué a la universidad un profesor de aritmética nos enseñó que en realidad la resta y la división eran extensiones de la suma con números negativos y de la multiplicación con fracciones, y que por tanto sólo existían la suma y la multiplicación: suma & multiplicación. A la clase siguiente agregó que en visto de que la multiplicación era una adición, sólo existía la suma: suma, en ese momento, me sonó como la palabra Buda. Cuando abandoné la carrera de ingeniería lamenté alejarme de este tipo de razonamientos, y creo que ahí empecé con mi rutina de contar años y luego dinero; era una especie de ajuste de cuentas con lo que pude haber sido: ingeniero matemático. Entonces pasaron los años y, como es común cuando uno envejece, me diagnosticaron cálculos en la vesícula. Ahí, pese a que me dijeron que, por el momento, era innecesaria la intervención quirúrgica, se intensificaron mis cuentas. Gracias a ellas me puse a escribir; sin la ayuda de la matemática nunca habría podido escribir ni un solo cuento, ni una novela, ni un libro de crónicas, nada, pero mi amor por el cálculo y mi fracaso en esa materia (porque no había logrado aprobar cálculo iv), me había hecho contar historias, me hacía –en definitiva– querer contar la (mí) realidad. Pero aquella tarde era distinto, estaba obligado a no sólo a contar una historia, sino a escribir una novela, y todo por haber aceptado el ridículo y absurdo encargo de Yakuza, a quien sólo conocía por internet. ¿Pero quién era en verdad este Yakuza? Lo de mafioso fue lo primero que descarté, pese a que había mandado a esos dos japoneses al bar La Amenaza. ¿Qué fue exactamente lo que me habían dicho esos japoneses? No lo sabía, porque entre otras cosas no sé japonés, ni tampoco si eso que gritaron era japonés. De pronto se habrán confundido de persona o tal vez escuché mal y nunca pronunciaron esos dos nombres, que para mí eran un mensaje: Una amenaza de Yakuza. Pero si escuché bien y Yakuza efectivamente los había mandado, ¿quién era él? Tomé nuevamente mi celular, fui hasta su perfil de Facebook, lo miré y no pude creerlo: Yakuza era yo, o una versión más joven de mí, más precisamente cuando empezaba a escribir, o intentaba escribir mi primera novela. No sé por qué esto me relajó y pensé: Bueno, ya que Yakuza soy yo, pero en el pasado, perfectamente puedo negociar conmigo, además la ventaja que tengo es que conozco a la contraparte. Así que me puse a chatear con Yakuza. Hablamos de nuestros años mozos, de lo intensos que fueron los años 2000, de la caída de las Torres Gemelas, del excesivo dinero que hubo en el mundo y que parecía brotar debajo de cada piedra, del fútbol sudamericano, del cine chileno, del porno argentino, de la oleada de Presidentes “progres” en el continente, hablamos de todo y por varias horas, hasta que llegó el momento y le dije que ya no quería escribir la novela, que me parecía una estupidez, y que él lo iba a entender, porque él era yo. Hubo un silencio, que se fue alargando hasta la incomodidad. No, dijo de pronto (aunque lo que sigue es una interpretación de lo que me dijo, ya que lo que escribió a decir verdad no lo entendí, estaba escrito en un lenguaje que parecía chino), sólo puedo decirte que los compromisos hay que cumplirlos. Angustiado, me salí de la sesión, abrí un documento Word y comencé a teclear: KKJDJDLÑJXKB,BJWDXBslskllklklKN  JJLSJSL3833737777777añlñlñdlñdluejdddw+wpd+p+eff´f´´dwddod. Cuando miré la pantalla me di cuenta de que no entendía nada de lo que había escrito; era ilegible, pero menos ilegible de lo que me había escrito Yakuza, esto ni siquiera ameritaba interpretación; eran simples garabatos. Borré lo que tenía escrito y volví a intentarlo y esta vez el resultado no fue distinto, aunque se podía entrever que algo había, no sé, un mensaje encriptado, tal vez. Seguí intentándolo, de hecho pasé la noche sin dormir, pero todo fue inútil, no pude pasar del mensaje encriptado o de la clave secreta. Al amanecer, momento en que se me vino a la mente lo de “clave secreta” pensé que quizá todo podía estar ahí, en ese gesto: en que lo escrito, si bien no se entendiera, funcionara como una clave secreta que pudiéramos entender Yakuza y yo. Visto así el objetivo estaba cumplido, más allá de que hubiera escrito o no la novela que me había comprometido a escribir. Después de todo uno escribe textos, si son cuentos o novelas es otro cuento; de hecho puedo escribir un cuento de dos páginas y decir que es una novela y escribir una novela de doscientas páginas y decir que es un cuento. Mi problema es que, como dije, no había historia, no había ni siquiera lenguaje, nada, ni siquiera yo me entendía. Con dos páginas escritas con algo podía disimular, pero diez páginas como de algoritmo no podía; era evidente que no había cumplido mi objetivo. Y si no cumplía mi objetivo, la amenaza se convertía en realidad (y la realidad mata), y en ese instante todo se me iluminó: ¿Cuál era la amenaza que había proferido realmente Yakuza? Lo ignoraba, o ya no lo tenía claro. Inquieto, confundido y cansado, me venció el sueño. Desperté a la hora de la entrega. Pasaron los minutos y no recibí noticias de Yakuza ni de sus matones. Pasó una hora y me metí a su muro para descubrir que se había inscrito en una carrera de larga distancia, la maratón de Nueva York o Nueva Orleans, y que estaba muy entusiasmado con la idea de mejorar su tiempo. Volví a ver más detenidamente su foto de perfil y no me reconocí, ¡claramente no era yo!, sino alguien a quien nunca había visto en mi vida. ¿Pero cómo era posible que un desconocido me pidiera una novela y yo accediera? Siguió pasando el tiempo y, como estaba inmerso en mis trivialidades domésticas (seguía contando el dinero que me faltaba), no me di cuenta de que había pasado un día entero y luego una semana, y así, hasta que transcurrió un año e incluso dos. De pronto me encontré con una novela entre manos, aunque podía ser un poema y yo creyera que era una novela y que empezaba así: “Dentro de la caja de madera blanca, el mensaje: un dedo meñique, amputado”. ¿Cómo la había escrito? No lo recordaba. En cualquier caso no era la novela encriptada ni en modo clave secreta que había prometido, era una novela policial que transcurría dentro de un dedo: el dedo era el mundo y ese dedo estaba dividido en países, precisamente la historia transcurría en la parte amputada, allí sucedía el crimen, en realidad se trataba de un magnicidio, del que sólo se sabía que estaba involucrada la temible organización terrorista La Uña Loca. Me pregunté entonces si a Yakuza le interesaría leerla y sin pensarlo se la mandé. Hasta hoy no recibo respuesta, y no tengo muchas esperanzas porque me eliminó de su lista de amigos. Sí, me eliminó de su vida sin recurrir a los japoneses que mandó a ese bar, pero cumplió con su amenaza; era un hombre de palabra, y a los hombres de palabra siempre he dicho que hay que tenerles respeto y miedo. Sin embargo, no sentí respeto ni miedo, sino desprecio por no haberme matado físicamente, ése habría sido un buen final para su amenaza. Cuando le conté esta larga peripecia a una amiga en ese bar pequeñito donde las mesas estaban pegadas una a la otra, me dijo lacónicamente y con cierta desidia: Bueno, al menos sigues vivo. A lo que le contesté: Eso es lo que tú crees. Y ella dijo que si eso me molestaba podía solucionarse y pegó un chiflido, y aparecieron los dos japoneses y, tal como la vez anterior, me quitaron el celular y me quedé helado hasta este punto.

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