Cuentos Ciudadanos: «Longotoma» de Alexis Figueroa

Alexis Figueroa  (Concepción, 1956) es un poeta y narrador chileno de culto

Por Francisco Ide

22/08/2017

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Alexis Figueroa  (Concepción, 1956) es un poeta y narrador chileno de culto. Con su primer libro de poesía Vírgenes del sol Inn cabaret (1986) obtuvo el premio “Casa de las Américas”. La cuarta edición de este libro fue publicada en Arica, en 2014. Ha publicado también El laberinto circular y otros poemas (1996), Folclórica.doc (2003) y Finis Térrea (2014). Junto al artista visual Claudio Romo, publicó las novelas gráficas Fragmentos de una biblioteca transparente (2008), Informe Tunguska (2009) y Lota 1960: la huelga larga del carbón (2014). Ha publicado traducciones ilustradas de poemas de Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft y maneja el proyecto Libros de Nébula.

Esta vez, para Cuentos Ciudadanos, el autor ha cedido el relato inédito «Longotoma».

(Imagen: Huey Crowley)

Longotoma

El hombre dice que  sí, que tiene unas parcelas en Longotoma alto para vender y  que claro, son las que  anuncia en el diario. Si nos ponemos  de acuerdo  el fin de semana las puede mostrar.  No es tanta la distancia desde el mismo Santiago, dice, y usted puede ir y volver en el día. Yo digo que sí, por supuesto, aunque debo preguntar y pregunto.  Dejo el fono un momento: Laura dice que sí, que podemos. Laura y yo nos conocemos desde cabros chico, de cuando nuestras abuelas se reunían en el Codepu de Independencia, allá por los tempranos 80’s. Éramos niños entonces. Niños sin padres,  porque los padres de Laura desaparecieron a fines de los 70 cuando ella tenía cuatro años y, los míos, apenas unos días después. Le llevo tan solo un año y  ambos somos lo que se dice huérfanos de la dictadura. Pero en fin, da lo mismo, con Laura aprendimos por nuestra cuenta la vida. Pregunto. El hombre dice que sí, que desde la loma se ve el mar. Por el teléfono me describe el paisaje. Tiene dos terrenos en venta, y desde uno ellos se avista el océano en pleno, y hay camino para llegar a la arena. ¿Arboles? También tiene árboles. Imagino el lugar. El plano de una loma alta, manchones de arbustos algo achaparrados, boldos, arrayanes, robles nudosos, vegetación nativa instalada como pequeñas islas verde oscuro, dispersas entre los pastizales del borde costero central. Y el mar, el amplio Pacífico,  azul,  festoneado por resplandores dorados  reverberado en los días de sol. Y el pasto, verde amarillento, gramíneas de media altura, que al caminar te esconden los pies, pequeños tallos y hierbas agitadas por el viento constante, un viento salado, que acaricia la piel suavemente, haciendo sentir que estás vivo. Imagino la casa. Nuestra casa ya levantada. Con una terraza de barandas blancas en donde nos  sentamos a ver la puesta de sol. Le explico: queremos un buen lugar, nuestro propio lugar  para el veraneo. Nos gustan las fotos que publica acompañando el anuncio y pensamos que, a primera vista, parece lo que buscamos. El ríe, y la risa suena con el eco metálico de alta frecuencia del celular. Asegura que con solo mirar el terreno, nos enamoraremos de él.  Entonces acordamos la cita. Iremos el fin de semana como el mismo sugiere. Antes, intercambiamos los nombres y datos.  “Luis Cifuentes Millar” escucho en el fono; tiene voz gruesa, cansada, voz de un hombre  más bien mayor.  Yo, Juan Fuentes, iré con mi esposa, le digo, aunque no es realmente mi nombre y ella, en verdad tampoco es mi esposa, un asunto que en verdad, no interesa: lo que es importante es lo que él no imagina: nosotros sabemos quién es. Pasan dos días y en la mañana nos vamos por los caminos del interior, evitando los portales de Tag de las autopistas, avanzando entre lomajes y cerros. Atrás nuestro, los contrafuertes de la cordillera ocultan bruscamente el valle de Santiago, aislándolo en un socavón caliente, asfixiante, mientras hacia la costa, las suaves colinas invadidas por las oquedades de quebradas en sombra,  transportan el camino en un sube y baja, revelando a veces el mar desde las alturas, un mar apareciendo, ocultándose, como el cebo de un  cazador, o una promesa  ofrecida y velada una y otra vez con su azul. A mediodía, con el sol alto, cruzamos el portillo de Cuesta Barriga, y entonces ambos sonreímos, sin hablar. Pienso mientras conduzco. “¿Habrá sangre o no? Qué pregunta, me digo. La miro, y pienso en el Sr Cuchillo que reposa en la maletera y digo ¿Qué crees? El Sr. Cuchillo reposa al lado de la  Sra. Cuerda. Y del Sr. Cadena.  A veces jugamos. Laura y yo. Yo soy el Sr Cuchillo y ella la Sra. Cuerda.  Yo digo “Señora Cuerda, está lista para su papel”. La Señora Cuerda sonríe, ella “muerde las carnes” afirma y pregunta por el Sr. Cuchillo. “Soy la Señora Cuerda” me dice, “me gusta el Sr. Cuchillo”. La miro: delgada, blanca, con facciones duras y melena negra a lo Juana de Arco, casi una virgen guerrera. Tiene las pupilas de un negro profundo en que a veces brilla una luz. Como un chispazo de fuego. La escucho. “Cuchillo, cuchilla rima con chilla” dice. Y se ríe. Con ese sonido que es como una campana. Oh. Cuando te escucho, siento en mi alma tocando, una campana. Ambos nos reímos mientras en el auto ruge el pequeño motor. Bajamos la última cuesta, y enfrentamos la entrada del rancho del “Sr. Longotoma” como le decimos, desde donde se observa, coronado de espuma, el Mar Austral. Allí, acodado en las trancas, el hombre espera. Nos bajamos. El cielo brilla abierto, el sol, cae a plomo  en el medio día. Caluroso. Ráfagas de aire caliente y salado nos azotan la cara. Entrecierro los ojos y veo al costado del tipo, su truca cherokee. Usa botas de cuero, terminadas en punta, estilo cowboy. Aunque viste formalmente, salvo este pequeño detalle. Pantalones de tela y camisa blanca, y grandes espejuelos ahumados con lentes en forma de gota, modelo aviador. Algo entrando en carnes, se nota que  antes su cuerpo fue atlético y fuerte. Tendrá unos 70 años. Tiene buenos dientes que exhibe en su gran sonrisa. Dientes blancos, refulgentes, brillos de mármol en un cementerio. Laura lo saluda, empinando su cuerpo como un mirlo blanco. Enfundada en su breve vestido, reluce su piel contra el cielo. El tipo la observa, le pasa los ojos de arriba abajo, deteniendo la vista en sus piernas. Camina, canchero. Y aquí estamos. La casa de madera, prefabricada, grande, de bloques de madera y levantada sobre sus gruesos  pilotes, proyecta su piso en  un gran balcón de tablas entramadas; una plataforma en que hay un gran  quitasol de lona blanca abierto, hace sombra a una mesa y sillas de ratán. Yo, sospecho que el sujeto se ha encaprichado con Laura. ¿Luis, no tienes algo pal calor que nos des? dice ella, agregando “¿puedo llamarte Luis solo, no? El hombre ríe y se esponja. Ahora estamos bajo el gran quitasol, bebiendo un Jack Daniels helado.  Lentamente, Laura se acurruca en la silla. Luego resbala y el vestido se trepa en sus muslos hasta casi acabarlos. Laura mueve circularmente el vaso que sostiene en su mano derecha y  los hielos tintinean con un tono argentino al rebotar contra el vidrio. El aire se congela y arde un momento. Yo, lo miro de reojo. Estamos de acuerdo. No queremos parcelas. O más bien queremos ésta, con casa. Apreciamos la soledad del lugar. No hay vecinos a la vista y la casa es la única que puedes ver por aquí. Al fondo, el océano, salpicado de pelusa blanca. Espuma elevada por el soplo que baja desde las laderas, aventando las olas. ¿El pueblo? Está cerca, pero en realidad ningún pueblerino viene hasta aquí. Aunque sí, está bien abastecido, el Jack Daniels mismo lo compra donde el Negro Pepe, botillería, minimercado y ferretería, todo en el mismo lugar. Es justo lo que necesitamos, decimos. Y Laura agrega, sonriente… “Necesitamos la soledad… a nosotros nos gusta hacer cosas”.  Lo mira. Hay un mundo en el “cosas” de Laura. Un mundo húmedo. Ardiente. Laura se alza desde la silla y se para delante de él, con la piernas abiertas y sus manos, blancas, delgadas, sobre las caderas. Los dedos, largos, delicados, de tonos marmóreos, apuntan hacia afuera, rodeando suavemente  la curva del vientre. Un mechón de su corta melena le cae sobre la cara, dejándole visible tan solo un ojo, en que brilla un iris de espejo. Lo miro. Hay formas inquietas agitándose en su superficie. Rostros velados y formas fantasmales, siluetas delineadas de confuso humo, manchones y sombras contra la pupila. Algo hay en él. Un cascajo, un trocito de tierra, una pequeñísima piedra. Una lágrima y calcio. La piedra de la locura. Y el ojo se abre como el de una bruja. Un ojo nublado,  revelando un espacio gris. Una caverna de piedra labrada en la oscuridad. Iluminada por rojizas chispas, sobre sus paredes deformes figuras estampan siluetas con ramalazos de fuego.Y ante un altar de roca bailan perfiles atroces: rodean un cuerpo gimiente que atado, retuerce sus miembros sobre la piedra húmeda. El gimiente balbucea extraños sonidos. Gotea saliva de su lengua viscosa. Humúnculos empuñan lanzas festoneadas de piel humana, tridentes violáceos y espadas que  pinchan las carnes sangrantes. Otros hacen girar una manivela y el bulto agita sus miembros lanzando filamentos eléctricos que encienden el aire en encajes de candentes plumas. Y entonces, la caverna se abre, desgarrando sus paredes pétreas. Es una boca que grita, abierta atrozmente, extrayendo un cuerpo de adentro hacia afuera. Un cuerpo vuelto del revés, una fruta de sangre, que cuelga del ojo de Laura. Pero él, no la ve. El. Que ahora, en verdad no ve nada. Amarrado a la silla, con la capucha cubriéndole el rostro, despertando recién tras el golpe. Ya no estamos en la hermosa terraza pintada de blanco, bajo el quitasol. Pregunto ¿Teacordai Cifuentes como te decían allá en los ochenta?Brotan gruñidos desde la capucha. Ruidos babosos, lubricando con espesa saliva los rabiosos sonidos. ¿Te acordai del papacho Cifuentes? Bufidos de toro que se quedan mudos, detenidos en el trozo de tela sangrante en su boca. ¿Te acordai del guatón, tu compare? Bramidos de ira encendiendo la carne vedada por las ataduras. ¿Te acordai de los muertos Cifuentes? Nuestros muertos, infame. El tipo, amarrado a la silla  asemeja una mezcla de miembros y acero. Se prolongan sus brazos y piernas amarradas a  patas y  marco  metálico, figurando un insecto brutal que entre violentos accesos de fiebre palúdica sacude la silla. Un insecto amarillo. Es la furia.  Los conozco, no es  miedo. No por el momento. Pasan los años, se amontonan los días,  la piel se les pliega en dobleces de barro y de sal, se pega a los huesos, los huesos se ablandan y los ojos se hunden en la calavera. Envejecen con calma,  de pecho ahuecado, apergaminados, seguros. Porque nadie pide cuentas, ni les cobra nada.Y sonríen, felices de su autoridad. Señora cuerda salta a mi lado. Dando botes en un pie y el otro, impaciente. Me pide los ojos. “Así como está parece un escarabajo ciego” me dice. Será por el negro de la capucha; Sr. cuchillo ofrece ayudar. Y ahora, sí es el tiempo del miedo. Les cuesta enterarse que ya no son los papachos guardianes. Que la Virgen del Carmen ya los abandonó. Y se viene el momento de lloro y de las penitencias, de las ruedas de carreta atadas al cuello. Repite conmigo le digo: “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Ah, cierra los ojos, musita este rezo en estado de gracia. Ah pero no. No se oye. Sra. Cuerda  me dice que tienes la boca rellena con un paño con sangre. Qué lástima. Si  hablaras más claro, acaso, podrías pedirnos perdón. Es broma. ¿Sabías que a los toros vencidos les cortan orejas y rabos? Y tú fuiste el padrote, se sabe. ¿Escuchas? Dice “no”, mueve la cabeza. Es un testarudo. Entonces le saco el capuchón. Tiene los ojos grandes y rojizos de piure hervido. Veo venas azuladas palpitando furiosas bajo la piel tensa. Veo entrar por las ventanas un chorro de luz teñida por los celajes del atardecer. Veo los negros gladiolos que brotan del surco de Sra. cuerda. Veo las llamas oscuras ardiendo en su alma, brotando desde su nariz. Veo el momento, claro y hermoso, brillante. Y en él, a Laura, entrando con la caja de juegos. La aprieta con fuerza, no, más bien con rabia contra su pecho agitado. Respira. Veo agitarse febriles las suaves aletas de su nariz. Tienes un calamar en el rostro, amada, que te ayuda a navegar por el mar. Te veo abrir la gran caja adornada como una caja sorpresa de un payaso asesino. Te veo sacando y pegando los cuernos de toro  -echas epoxi instantáneo en cada base del cacho y luego secas bien la piel- sobre la frente del tipo. Te ríes. Tienes ahora tu propio Hellboy. Te veo tajearle las carnes – no mucho, tan solo para obtener sangre- y empaparte las manos. Luego, le entintas la cara.  Pienso en el tipo en la silla, no le he preguntado si le gusta el rodeo. Ahora, Laura vacía el bidón rojo sobre el bulto amarrado. Sra. Cuerda hace bien su trabajo pues ningún ruido se escucha en la pieza. Me refiero a ningún ruido de él. Aunque, si te acercas al rostro, y colocas delicadamente  la oreja podrías sentir el furioso aliento, y un gemido difuso, tal eco de gentes arreadas a látigo por distantes bosques, o  el estertor velado de un pozo profundo, de miedo. No me asusta mirarme en tus ojos de piure mientras cae el líquido empapándote entero. Estás quieto. No te mueves. Tan solo respiras, envuelto en tu suave estupefacción. Vendrá el dolor, no te creas. Y los gritos. Te removerá con su mano de espinas. A veces el Sr. Cuchillo y la Sra. Cuerda, se abrazan. Y besan. No es poco común entre gente que uno al otro se quiere. Entrelazados los brazos apoyan  entre sí sus cabezas, sentados en la oscuridad. Si miras bien, puedes ver en sus ojos un brillo de fuego. Es el reflejo de la pira monstruosa que es ahora la casa de Longotoma, subiendo en un río de chispas, al cielo.

El Ciudadano

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