Chile…

Si hubiese un concurso –ridículo e inservible– para elegir una frase sempiterna, que en pocas palabras definiera de manera clara e indesmentible a Chile como nación, desde la Colonia hasta ayer en la tarde, sin duda ya habría una ganadora: ‘Chile actual, anatomía de un mito’

Por Wari

08/05/2015

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Columnas

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Patricio Araya G.Si hubiese un concurso –ridículo e inservible– para elegir una frase sempiterna, que en pocas palabras definiera de manera clara e indesmentible a Chile como nación, desde la Colonia hasta ayer en la tarde, sin duda ya habría una ganadora: ‘Chile actual, anatomía de un mito’. La frase, que pertenece a Tomás Moulian, es perfecta de principio a fin. Chile es un país que omite su pasado y no piensa en su futuro, las cosas son las de hoy, y nada más; y es un mito de sí mismo.

Chile es un país impredecible, un escenario siempre apto para lo inconcebible, donde la realidad y la ficción conviven como amigas inseparables; un lugar en constante modificación estructural y social, donde reinan lo efímero y la deconstrucción. Antes que algo funcione, ya se encuentra en marcha el respectivo mecanismo desarticulador que convierte en chatarra todo aquello que prometía. Sin más, se le da luz verde a lo aberrante y se frena lo útil. Ocurre desde la construcción individual y colectiva de la subjetividad, como los recuerdos y las esperanzas, hasta la formulación objetiva de las leyes. Cada nueva Navidad los niños olvidan con prontitud los regalos de la anterior. En tanto, los adultos olvidan lo que dijeron hace un año. Con la misma premura y desapego, los políticos derogan las leyes en la medida que ellas les resultan incómodas o inservibles. Hay, en todo ello, una excesiva brevedad, una práctica abusiva de la funcionalidad, y a la vez, una carencia profunda de sentido del presente y del futuro.

Eric Hobsbawn introduce el concepto del ‘presente permanente’, como una forma de significar la poca vocación del hombre occidental por atesorar su pasado, como si éste no hubiere existido, ni tuviese valor intrínseco; y también como advertencia frente a la nimia preocupación que produce el futuro. La palabra “actual”, referida al Chile del pos autoritarismo, da cuenta de un país más interesado en resolver el presente –desde una perspectiva consumista y exitista–, que en proyectarse al mañana con sólidas bases, lo que implica relativizar el pasado y ver el futuro como una posibilidad demasiado remota e inimaginable, y por tanto, inalcanzable, de la cual no cabe preocuparse.

Desde ‘el retorno a la democracia’ –como se denomina el período pos autoritario– hay palabras clave que le han dado forma a este Chile ‘actual’, impidiendo que el país adquiera densidad. La primera de ellas es la palabra ‘consenso’, utilizada para contener y administrar las diferencias entre el bien y el mal; otros términos son ‘gatopardismo’ y ‘statu quo’, empleados para soterrar la inacción endémica y para darle relato a la mantención de privilegios elitistas, y dotar de piedad a la postergación de los marginados, con el fin de alimentar la sensación de que el país progresa, cuando en verdad es momio. Pero, lejos, la que más sirve al proceso de deconstrucción diaria –entendido como inmovilismo inconfeso– es la infantil idea que tienen todas las autoridades sobre la participación ciudadana.

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En Chile, la ‘participación ciudadana’ perdió –si es que alguna vez lo tuvo– todo ese sentido revolucionario del PT brasileño, de validarse en la sociedad civil como un medio eficaz para subvertir la realidad estrecha y silente que frena la incumbencia social en su devenir, y no como un mero fin acumulativo de almas. Cada vez que la ‘participación ciudadana’ ha sido anunciada como panacea dialógica e inclusiva, se lo hace desde una perspectiva errada y obtusa, al entenderla como un acopio o acarreo de personas a una sede vecinal, o en alguna esquina barrial; es decir, se la considera exitosa en la medida de su ‘masiva’ convocatoria, soslayando de paso el fin ulterior de ella, que no es otro que la toma de decisiones. En suma, la ‘participación ciudadana’ chilena es un mito alimentado por el poder político, dirigido a sectores vulnerables y poco ilustrados, y por tanto, manipulables; al cabo, ella es un eufemismo para encubrir el proselitismo de turno hecho con fondos públicos (por lo general, dineros municipales o regionales).

Conforme a la costumbre de resolverlo todo en el menor tiempo posible (como la reciente autoproclamación presidencial de Ignacio Walker, antes que su propio gobierno alcance la mitad del período), la Presidenta Michelle Bachelet ha anunciado el inicio de un ‘proceso constituyente’ –en clave de cortina de humo para algunos; ‘ahora sí que sí, para otros–, con la sola idea de que éste sirva para enmendar la marcha de su cuestionado gobierno, y en respuesta a la crisis provocada por la hegemonía de la corrupción. No obstante su recurrente invocación a la ‘participación ciudadana’, el exordio de Bachelet desoye el clamor popular frente a una iniciativa de mayor envergadura y alcance, como es una Asamblea Constituyente que dé paso a una Constitución democrática. “Un proceso –ha dicho Bachelet en cadena nacional– abierto a la ciudadanía que a través de diálogos y debates, consultas y cabildos, se realizarán aportes para una nueva Carta Fundamental, plenamente democrática y ciudadana, que todos nos merecemos”.

A partir de esas palabras, cabe preguntarse entonces qué orden legal y moral regía al país hasta el presente, pues, si lo que la Presidenta espera y promete es crear un manual de buenas prácticas cívicas respetado por todos –hasta ahora, al parecer, inexistente–, no queda sino sostener que los pilares que sustentaban al país eran el salvajismo, la corrupción y la anarquía, y que, ¡oh, coincidente descubrimiento!, los ciudadanos ahora son inteligentes, y por tanto, convocados a resolver el descalabro político. Es decir, la ciudadanía era un rebaño de ignorantes y aprovechadores, y desde mañana será una academia de expertos y observantes incorruptibles.

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Con todo, un ‘proceso constituyente’ a la usanza de la manida ‘participación ciudadana’, siembra la legítima duda de que, tal como en ésta, todo vendrá cortado desde la cocina, sin la legitimidad social de una auténtica Asamblea Constituyente. En tal caso, ¿qué posibilidad tendrá el ciudadano común de incidir en el sabor y el aspecto de esa torta que ya viene porcionada desde la cocina? Desde ya surge la desconfianza ante la imposibilidad de cambiar un trozo de ese pastel por una tajada de una tortilla de acelgas preparada en otro lado (sociedad civil); tampoco los trozos se pueden cambiar de lugar ni de tamaño (alteración de las prioridades); por el contrario, todo debe ser devuelto a la cocina de la misma forma y en el mismo orden con que salió de ahí (poder político). ¿Dónde está la incidencia ciudadana, dónde los convocados pueden decidir, tarjar, proponer?, ¿aceptará el cocinero que la torta cambie de sabor y de aspecto? Tampoco hay que suponer de antemano que el ‘proceso constituyente’ prometido para la primavera tendría que ser inclusivo y democrático; diáfano y futurista, si él será liderado por funcionarios y propagandistas fanáticos.

“El discurso televisado de la Presidenta en el que anunció con tono duro y decidido un paquete de medidas que reformulan las reglas del juego político, marca un punto de inflexión: es el retorno del mejor presidencialismo”, escribe Alfredo Joignant en La Segunda. Nada de eso. El Nuevo Testamento de Bachelet no es duro ni decisivo, ni mucho menos, da para golpe de timón, ni para una recuperación de su liderazgo por decreto, toda vez que su credibilidad se ha reducido a su mínima expresión; aquél sólo debe entenderse en el marco de la cultura de la inmediatez, que obliga a la Mandataria a tener un plato que ofrecer al final día, sin importar a qué sabe. Y en ese propósito, los propagandistas y fundamentalistas del bacheletismo recalcitrante, tienen harto trabajo por delante, pues, deberán convencer a la población de una nueva falsedad: que la crisis ya pasó. Eso no es cierto. Todo el mundo sabe que las crisis políticas no se derogan por decreto.

La anatomía mítica del Chile arqueológico, actual y transformista, vuelve a mostrar su rigidez cínica para imponer una vez más los términos de su crianza binaria: el miedo como control social y el mesianismo de las elites. ‘Esto es malo, nosotros somos la salvación’. No hay futuro sin memoria, ni presente sin discusión efectiva; la ‘participación ciudadana’ cocinada no es el camino. Sabe mal. Lo demás, es comprarse la idea de que el Gobierno impávido supera las crisis a base de meros anuncios vociferados por fanáticos con tribuna. O por la sola inercia de una sonrisa nerviosa y desencantada.

Por Patricio Araya G.

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