Cuentos Ciudadanos: «La Fiera» de Luis López-Aliaga

Luis López-Aliaga es un narrador de culto, editor guionista y formador de nuevas generaciones de escritores, que ha publicado los libros: Cuestión de astronomía (cuentos, 1995), Fiesta de disfraces (novela, 1997), El verano del ángel (novela, 1999), Bazar Imperio (nouvelles, 2005),  El bulto (cuentos, 2010), Primos (novela, 2011), La imaginación del padre (crónicas, 2014) y Geografía de las nubes

Por Francisco Ide

21/06/2017

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Luis López-Aliaga es un narrador de culto, editor guionista y formador de nuevas generaciones de escritores, que ha publicado los libros: Cuestión de astronomía (cuentos, 1995), Fiesta de disfraces (novela, 1997), El verano del ángel (novela, 1999), Bazar Imperio (nouvelles, 2005),  El bulto (cuentos, 2010), Primos (novela, 2011), La imaginación del padre (crónicas, 2014) y Geografía de las nubes.

Ha escrito crónicas y crítica literaria en Revista de Libros de El Mercurio, el diario El Sur, La Nación y  revistas digitales como Réplica, 60 Watts, DeCabeza y PenultiMa. Es guionista de televisión, director de talleres de narrativa y socio fundador de la editorial Montacerdos.

Esta vez, el autor del reciente libro de cuentos Mundo salvaje (Planeta, 2017), cedió para Cuentos Ciudadanos el relato inédito «La fiera».

Imagen: Francisco Morales

 

La fiera

 

Ahí se grabó “La fiera”, dice el botero.

Al lado de la iglesia de madera hay un escarabajo verde, la llanta trasera desinflada o hundida en la arena, desde el bote que se tambalea es imposible saberlo con certeza. Atrás los cerros, no muy altos, tupidos de árboles nativos, sin caminos a la vista.

Yo era muy chica, dice Sofía, no la vi.

A la izquierda, separado por una calle de tierra que sube, se curva y desaparece casi de inmediato, hay un cementerio. Cruces de madera casi todas, aunque una tumba de cemento se impone en el centro: la lápida blanca y una virgen que llora con un cuerpo inerte sobre las piernas.

Acá se revolucionó todo, cuenta el botero. Hubo harto trabajo, pero duró poco.

El botero, sentado en el borde trasero de la embarcación, apaga el motor y la lancha flota sin resistencia a los embates del agua. Los movimientos se vuelven profundos, el mar golpea fuerte sobre el casco de la lancha. Hay sol, pero detrás de la playa, detrás de la iglesia, detrás de la colina verde que según el mapa es una isla, otra isla entre muchas islas, aparece una nube voluminosa, casi negra.

¿Tú la viste?, pregunta Sofía, y con la punta de la zapatilla golpea los dedos desnudos de Darío.

Están frente a frente, Sofía y Darío, uno a cada lado de la lancha, de espaldas al agua.

Él no responde. Se afirma a la borda con las dos manos, como un crucificado, y mira en dirección contraria a la que señala el botero. Ahí está la iglesia grande, el embarcadero,  el mercado. Suelta una mano y se acomoda la visera del jockey hacia abajo, cubriéndose los ojos; en la frente del jockey se lee “Zoo de Buenos Aires”.

¿Qué año fue eso? Insiste Sofía y se tira hacia abajo el borde inferior del chaleco salvavidas.

Hartazo tiempo, dice el botero, a fines del 98 y comienzos del 99.  Pero acá está todo igual.

Yo tenía cinco años, dice Sofía.

Luego se estira y choca con su rodilla la rodilla de Darío.

¿Y tú?, pregunta. ¿Treinta, treintaicinco?

Darío la mira. Ella le sonríe y levanta las cejas en una curva amplia que casi se le junta con los primeros brotes del cabello.

Darío niega ligeramente con la cabeza. Un poco de agua le salpica en la cara y pasa la lengua por el labio superior. Cierra los ojos.

Bajémonos, dice Sofía. ¿Nos puede dejar en la orilla?, le pregunta al botero.

El botero levanta los hombros y mira hacia el cielo.

Va a llover, dice. Yo doy una vuelta más y me guardo.

¿Cuánto tiempo tenemos? Pregunta Sofía.

Dos horas. Después ya no vuelvo hasta mañana.

 

* *

 

El jockey y las hawaianas han rodado algunos metros por la ladera. Darío, sentado, carga la espalda desnuda en el árbol y aprieta bajo el vestido los muslos blancos de Sofía. Sacude la lengua dentro de ella, la punta de la nariz entre sus pelos. Un pedazo desprendido de corteza se le clava en la espalda.

Sofía, de pie, se apoya con las dos manos en el tronco del árbol.  Cierra los ojos, el calzón a la altura de las pantorrillas, las zapatillas rojas hundidas en un colchón de hojas secas. Gime apenas y el gemido se diluye entre las hojas que crujen arriba con el viento.

Darío se baja los pantalones y en el gesto pierde a Sofía por algunos segundos, la lengua se mueve en el aire como la cola cortada de una lagartija. Luego se impulsa con los dos brazos en la hojarasca y retoma la posición adecuada.

A Sofía se le doblan las piernas.

La luz es escasa en esa brecha del bosque, los árboles se juntan arriba como en un techo de ramas entrelazadas. Se escucha el crepitar de las hojas, el mar, los pájaros, el gemido, y ahora también las primeras gotas de la lluvia.

Sofía se deja caer sobre Darío. Pegados tienden a bajar por la ladera, pero ella apuntala las rodillas en la tierra.

Afírmate, dice  Sofía y sonríe.

Se mueven con cautela, mirándose a los ojos. Darío la sostiene con las dos manos entrelazadas en la cintura. Sin dejar de mirarlo, Sofía forma con los dedos una pinza y le tira con fuerza un mechón de los pelos del pecho. Pelos blancos, algo amarillos. Darío no se queja.

 

* *

 

La trocha es angosta y la tierra está mojada ya por la lluvia. El agua llega, de todos modos, filtrada por las ramas, y un golpeteo constante se escucha sobre la copa de los árboles. Darío se detiene a esperar a Sofía. Sus pies se han cubierto por completo de una gruesa capa de barro que se mezcla con algo de sangre a la altura de las uñas. Sólo una pequeña porción de las hawaianas, la horquilla verde que separa los dedos, permanece a la vista. Darío le da la espalda al barranco, no demasiado abrupto pero extenso, seis o siete metros que terminan en un riachuelo pedregoso. Cubre con su cuerpo aquel vértice que, a diferencia del resto del trazado, no tiene arbustos que lo contengan.

Mantiene el pie izquierdo fuera del camino, hundido por completo en el barro, y espera a que Sofía aparezca por la otra curva. Lo primero en asomarse es la punta de una rama deforme que ella hunde en el suelo a modo de bastón. El pelo le estila y lleva las zapatillas desabrochadas, el cordón como una serpiente blanca que se escurre entre las hojas y la tierra.

Sobre la pantorrilla izquierda de Darío, la que tiene fuera del camino, el agua le cae con violencia. Justo ahí  comienza el barranco, esa porción de ladera erosionada que termina en el riachuelo. Sofía se acerca y sus pasos crujen sobre las hojas y las ramas rotas.

Ya perdimos el bote, dice.

A contraluz, Sofía es para Darío una sombra que avanza, los bordes del cuerpo marcados, el vestido que se le adhiere a la cadera, un mechón de pelo que le crece como un cototo en la cabeza, el bastón que parece la prolongación de su mano.

Tranquila, le dice Darío, tiene que ser por aquí. Abajo vemos.

Le estira la mano para ayudarla a cruzar el vértice del sendero. Pero no alcanzan a ensamblarse, apenas se rozan con las yemas de los dedos, un mínimo contacto que se diluye al instante: en el gesto Darío resbala y pierde el equilibrio.

Darío, dice Sofía.

Al frente, el cielo oscurecido que, en un punto, se junta con una porción lejana de mar. Abajo, una pequeña loma de barro húmedo, apenas el comienzo del barranco,el resto es un túnel negro que no se sabe bien dónde termina. Desde allí viene la queja ahogada de Darío y el rumor de riachuelo, el caudal crecido por la lluvia.

Sofía respira agitada.

Darío, repite, y se agacha a recoger el  jockey que ha quedado tirado ahí cerca, en el barro.

 

* *

 

Ya no llueve, pero los árboles detrás de la capilla aún gotean. Los árboles y las cercas de madera, las cercas y el tapabarros del escarabajo. Gotas gordas que reflectan el sol que recién aparece detrás de la colina.

También el pelo de Sofía escurre sobre sus hombros, le moja la espalda y los brazos que, apretados por las manos, aún le tiemblan. Está sentada en el mismo tronco donde el día anterior se sacó una espina, luego de bajarse del bote y caminar con las zapatillas en la mano. A sus espaldas el cementerio, la tumba grande con la virgen en el centro y, más arriba, una casa de dos pisos, con tejuelas grises, enmohecidas. Adelante la arena es, en realidad, un montón de piedras ovaladas, con manchas de colores, como ojos humedecidos por las lágrimas.

Una gaviota cruza chillando frente a Sofía, un gritito agudo que flota en el aire y se extingue luego tragado por otros ruidos menos estridentes: el mar que golpea en la orilla, un perro que ladra, lejano, una vaca.

Entonces, a lo lejos, aparece la lancha. No se escucha el motor, pero se ve que aumenta de tamaño. El botero de pie en la parte trasera, girando el motor hacia un lado y otro.

 

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