«Queda el recuerdo / no lo destruyáis»

El presente del pasado

La ficción es un recurso más para que el individuo y la comunidad constituyan sus identidades. Sebald, el escritor alemán clave de la generación de los «no partícipes», siempre escribió bajo esta consigna.

Por Lucio V. Pinedo

17/12/2015

Publicado en

Artes / Cultura / Literatura

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«un muerto que grita con boca viviente»
(Teognis)

Nostalgia. El navegante escribe su diario viendo la tierra que se aleja. Inventaría lo que pierde. De este modo, escribe el narrador de Los emigrados, que también es un viajero. Sin embargo, ¿qué utilidad reporta registrar lo perdido?

Los emigrados (Die Ausgewanderten) es una obra de Winfried Georg Maximilian Sebald (conocido como W. G. Sebald), del año 1992. Consta de cuatro narraciones distintas, sobre las experiencias de sujetos que debieron abandonar su patria y padecen el desarraigo.

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Se trata de cuatro exiliados, pero, como ya es habitual, la crítica señala que también pueden ser cinco, si contamos al narrador, que muchos —con acierto o no— asimilan, temerariamente, al autor. Aquí no discutiremos al respecto, puesto que nos centraremos en la ficción.

La ficción, sabemos, es un recurso más para que el individuo y la comunidad constituyan sus identidades (Ricoeur, 2011), incluso es un recurso que utiliza la Historia, como disciplina científica (Ricoeur, 2013). Así que, con prescindencia del autor empírico, podemos pensar que Los emigrados, en su totalidad, tiene una función pragmática, que luego determinaremos. Cuando menos, este texto se vale de mecanismos y recursos propios de la memoria imaginativa (Ricoeur, 2013), es decir, la apelación creativa al pasado.

Aquí nos ocuparemos del primer relato del conjunto, el titulado «Doctor Henry Selwyn». Por sinécdoque, tal vez, las conclusiones se apliquen a la totalidad de Los emigrados y, acaso, a los demás escritos de Sebald.

Lo primero que tenemos es un epígrafe: «Queda el recuerdo, / no lo destruyáis» (Sebald, 2006, p. 7). Es decir, si el epígrafe configura el enfoque del texto, nos planteamos ante una narración que abordará los vestigios del pasado. Por un lado, se afirma que algo perdura, a pesar del tiempo y sus consecuencias; por el otro, al pedir que se conserve ese recuerdo, se subraya su fragilidad implícita. Entonces es, a la vez que un pedido, una advertencia y un llamado de atención sobre lo que vendrá.

Le sigue una foto. En ella, se ve un tejo enorme rodeado de lápidas, mutatis mutandis, la vida que hunde sus raíces en la muerte. Justamente, el tejo es un árbol que crece de forma muy lenta y puede vivir durante siglos. En la cultura celta, lo consideraban el árbol de la vida y la muerte. Más tarde, durante la cristianización, se los colocaba en torno a las iglesias.

Más allá de su valor simbólico, la foto del árbol manifiesta algo más. Si la sumamos al epígrafe, no quedan dudas de que se va a tematizar la memoria. ¿Pero cómo? La imagen, como recurso narrativo, señala la imposibilidad de la literatura de llegar a nombrar todo cuanto se quisiera nombrar. La foto, además de una ilustración, es una mostración de los límites representacionales de la literatura. Este es el uso singular que Sebald hace de las fotografías: mostrar modos elusivos de señalar aquello que la palabra escrita no puede poner en claro o, en caso extremo, parece evadirse, porque no se reconoce en el registro escrito. Cuando, por ejemplo, más adelante, Sebald introduce una fotografía de una cancha de tenis vetusta, por caso, lo que está haciendo, más que ilustrar el texto (que describe dicha cancha), es cuestionar la representación: la idea de realidad, y no la realidad propiamente dicha, ha ingresado en este texto bajo la forma de advertencia crítica. Así, pues, volvemos de nuevo al epígrafe.

Por lo demás, aquel árbol, que puede sobrevivir a varias generaciones de hombres, permite cuestionar el valor de la existencia humana y su lugar en la historia cósmica, por decirlo de algún modo. De hecho, en este relato, como en otros textos del escritor, se describe profusamente la naturaleza y los paisajes naturales vastos. El protagonista, por ejemplo, realiza viajes movido por el interés de contemplar la grandeza natural. Dicho de forma sencilla, la naturaleza es duradera, pero la vida del hombre es breve.

En esta actitud, se podría rastrear (y algunos críticos lo han hecho; en este caso, sobre todo a partir de las tres historias restantes) una crítica a la Modernidad. Es como si, implícitamente, se dijera ¿cuál es el lugar del hombre en el mundo?, ¿qué hemos hecho?

Más allá del césped, en dirección oeste, el paisaje se abría: un parque salpicado de tilos, olmos y encinas de hoja perenne. Detrás, la suave ondulación de los sembrados y la blanca cordillera de nubes en el horizonte. Atónitos, contemplamos largo rato aquel panorama, que descendía de forma escalonada y luego volvía a ascender atrayendo la mirada hacia lo lejos; creíamos estar completamente solos hasta que vimos, en la penumbra proyectada por un alto cedro en el rincón sudoeste del jardín, una figura inmóvil tendida sobra la hierba. Era un anciano que tenía la cabeza apoyada sobre el brazo justo delante de sus ojos (Sebald, 2006, p. 11)

De esta forma, se presenta a Henry Selwyn, quien, cuando los forasteros se acercan, se para turbado y admite «I was counting the blades of grass» (Sebald, 2006, p. 11 [en inglés en el original]). Estaba ¡contando! las hojas de hierba.

Antes de continuar, resumiremos la historia. La línea argumental es la siguiente: el narrador (¿un docente?) se trasladó de no sabemos dónde hacia Hingham, en el condado de Norfolk, ubicado al noreste de Inglaterra. Corría entonces el año 1970. Alquiló, junto a su esposa Clara, una casa, durante una temporada. Allí conoció a Selwyn, un morador del jardín, «a kind of ornamental hermit» (Sebald, 2006, p. 12), un sujeto monomaníaco y nostálgico, que luego se suicidará. Antes, durante una comida, él narró fragmentos de su historia de vida, que luego transcribirá el narrador. En 1986, este viaja a Suiza (donde transcurrió parte de la historia de Selwyn) y, por azar, encontró una nota periodística que es lo que activará el proceso de rememoración que representa el relato, que está enmarcado, pues, entre dos viajes y que, en el interior, contiene los desplazamientos espaciales de Selwyn. De modo tal que narración y viaje aquí se presuponen mutuamente.

El viaje libera la mente para el juego de las asociaciones, para los sufrimientos (y erosiones) de la memoria. Susan Sontag (2015, s/r) dice que los temas principales de Sebald son «los viajes; las vidas de escritores que son también viajeros; el estar obsesionado y el estar libre de lastres». Por su parte, Ernesto Priego, dice que Sebald busca «transmitir la experiencia irrecuperable y que sin embargo sigue allí» (2003, p. 177), mediante el viaje.

Para Sebald, el desplazamiento espacial es también un desplazamiento temporal. Así cobra sentido la oposición del hombre y la naturaleza: la naturaleza es eterna y el hombre, que pretende dominarla, no. Además, se comprende parte de la poética sebaldiana: la búsqueda de materialización del tiempo y el cuestionamiento de los modos de funcionar de la memoria (los objetos, por ejemplo, pueden retener fracciones de pasado).

En dicha dirección, con respecto a este narrador en particular, señalamos algunas técnicas y recursos consecuentes con la pretensión de escenificar la memoria: el estilo descriptivo y analítico, cuyas características parecen venir del tratado, del diario confesional, del ensayo y, por supuesto, de la literatura de viaje. La voz es exacta y confiada, directa al expresar el sentimiento y devota del registro de lo real. Como señala el escritor argentino Sergio Chejfec, lector de Sebald, el estilo de este se resume en una palabra: «elusivo» (2005). Logra una unidad, que no es estructural, sino semántica, y que podríamos llamarla tono saturnino, como han dicho algunos críticos.

En términos estrictamente gramaticales, son elocuentes las oraciones extensas y los párrafos que se alargan sobre hojas enteras, la fusión de voces mediante el discurso indirecto libre y el uso de distintos idiomas, las oraciones parentéticas y explicativas. El fluir de la conciencia, por un lado, y la fechación obstinada, como pretensión de enraizamiento temporal, por el otro.

También es significativa la noción de biografía que pareciera manejar Sebald. Los relatos de vida son condensaciones de la historia, con su pasado político y cultural; son una evidencia dormida que es preciso despertar. De esta manera, «la experiencia del personaje recupera atributos de verdad, y por lo tanto es capaz de arrancar una identificación perdurable» (Chejfec, 2005). Por eso, la novelística sebaldiana es un trabajo de duelo, de lamentación, un trabajo por disipar el vacío.

Los objetos cumplen un rol fundamental. El narrador los describe con una distancia regulada. Hay algo que él nunca entiende, mientras otras cosas las entiende muy bien, como si se tratara de una conciencia hiperselectiva, aunque impredecible, flotante y concentrada a la vez. Siempre se comporta como un observador y su relato es un dispositivo de observación que recorta el mundo. Este funcionamiento obliga al lector a preguntarse, tras descripciones insólitas, cuál es la intención. Entonces, dentro del relato, se entabla un duelo entre lo decisivo y lo accesorio, que debe resolver, en cierto modo, el lector. Esto remite a la ontología de la memoria, que también opera por desacoplamientos de fragmentos del contexto en los que se indaga, y, a su vez, tiene también esa cuota de accidentalidad e imprevisibilidad.

Asimismo, los personajes no se describen de forma precisa; el narrador siempre da perfiles inacabados. Todos padecen aislamiento, cierto desfasaje espacio-temporal, adoptan una postura extraña, como de hipoacúsicos (de hecho, no se describen sonidos, en contraposición a la abundancia de referencias visuales e incluso olfativas). Esos personajes, individuos del pasado, son reconstruidos y cobran entidad por medio de la voz que los nombra. El narrador, en tanto se busca a sí mismo, va rehaciendo la memoria de los personajes, en un proceso de superposición de voces múltiples. El resultado de esta maquinaria narrativa no es solo el restablecimiento parcial de la figura de los muertos, sino también la asunción de entidad del narrador, que se construye vicariamente, en dependencia de la vida de los otros. Como indica Sontag, «la conciencia del narrador solitario es el verdadero protagonista de los libros de Sebald, inclusive cuando hace una de las cosas que mejor sabe hacer: contar y resumir las vidas de otros» (2015, s/r).

No podemos dejar de lado el uso de las digresiones y los saltos temporales. El narrador se mueve entre el momento de la enunciación y la vida de sus personajes; y una vez posicionado allí, va hacia adelante y hacia atrás, y busca densidad por medio de la multiplicación de recuerdos, propios, de segundos y de terceros. Para los personajes, por su parte, el tiempo se quiebra en su linealidad, puesto que el terruño que los conectaba al antes y el después apenas pervive, lejano, en la memoria. A este respecto, cumplen una función primordial los soportes materiales, como álbunes de fotos, diarios o notas periodísticas, entre otros.

Ricoeur formuló la idea de que narrar implica narrarse y, de esta forma, otorgarse entidad. La ficción ofrece un modelo, al que apela este narrador, que tiene la virtud de poner de manifiesto algo, en la medida en que tiene poder transfigurador. En este nivel de análisis, manifestar y transfigurar se comprueban inseparables. La apropiación, si no asegura el éxito, por lo menos otorga la certeza de una significación.

Por estos motivos, afirmamos al principio de nuestra comunicación que Los emigrados tiene una función pragmática: Sebald rescata restos de pasado. Y al hacerlo, sus narradores, que son subjetividades casi abolidas, realizan una tarea emblemática, como único gesto de vindicación: comprobar, antes de desaparecer, el vacío de lo que se ha perdido.

El rastro del paso de los emigrados por el mundo corre el peligro de desaparecer y el narrador intenta reunir los fragmentos de sus existencias erráticas. La memoria de la vida de estos seres está en riesgo y la escritura aparece como herramienta de lucha contra el olvido; pero quien escribe es un tercero, el narrador. Para los protagonistas, la dicotomía «la escritura o la vida» se resuelve en el último de los términos. En este sentido, Los emigrados desarrolla una escritura performativa: va hacia el encuentro de los desaparecidos, para procurar fijar su memoria.

La historia que queremos representar es a veces una excusa para intervenir sobre la realidad de un modo específico. El pasado se nos escapa, aunque haya sido terrible; y a las sociedades les pasa igual; solamente queda la ficción para tratar de insinuarlo hacia el futuro.


Referencias bibliográficas

Chejfec, S. (2008). El aire. Buenos Aires: Alfaguara.

Chejfec, S. (2005). «Breves opiniones sobre relatos con imágenes» y «La historia como representación y condena». El punto vacilante. Literatura, ideas y mundo privado. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma.

Priego, E. (2003, otoño). De velos y niebla: Los emigrantes de W. G. Sebald. Acta poética 24-2 [UNAM].

Ricoeur, P. (2011). Sí mismo como otro. México, DF: Siglo veintiuno.

Ricoeur, P. (2013). La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: FCE.

Sontag, S. (2015). «W. G. Sebald: El viajero y su sombra». Consultado el 16 de nov. de 2015, en: http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrsontags1.html


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