William Faulkner

Me niego a aceptar el fin del hombre

Un hombre que administró majestuosamente bien la ficción, un día de 1949, dejó el terreno de la fantasía y asumió la palabra pública para hablar sobre este otro mundo, en el que vivimos nosotros. Esto fue lo que dijo.

Por Lucio V. Pinedo

11/02/2016

Publicado en

Artes / Cultura / Literatura

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La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada
William Shakespeare

Una de las principales obligaciones del escriba es la honestidad y su primera bandera, no aburrir al lector. Así que solo tomo unas líneas más antes de dejarle la palabra a quien puede sostenerla infinitamente mejor que yo.

Una vez, s Ernest Hemingway se le preguntó quién era el novelista norteamericano más importante de su época. El entrevistado se rió unos segundos y mezcló el contenido de las cantimploras que cargaba en el cinturón:

«No puede discutirse, no puede preguntarse. Lejos, muy adelante de todos nosotros, está Faulkner. Yo dejaría gustoso de escribir si me dieran, en cambio, la tarea de administrarlo, de decirle basta y ser obedecido. Porque Faulkner no es perfecto, precisamente por eso. Por continuar trabajando cuando está cansado y borracho, cuando el mundo ha desaparecido y ya no puede saberse si la noche se mantiene protectora —para él— o la mañana llegó para todos los hombres, para el trabajo inquerido, para las preocupaciones no buscadas. Pero si yo pudiera dirigirlo…».

Captura

Manuscrito original del discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, de William Faulkner (1949).

En 1949, el mismo Faulkner que admiró Hemingway ganó el Premio Nóbel de Literatura. En el discurso de aceptación del mismo, dijo lo siguiente:

Considero que este premio, más que conferírseme a mí, como hombre, se otorga en honor a mi trabajo; a la obra de una vida transcurrida entre la zozobra y la extenuación del espíritu humano, sin aspiraciones de gloria y mucho menos pensando en el enriquecimiento económico, pero sí pugnando por crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que antes no existía. De ahí que con relación a este premio no sea yo más que un mero depositario. Y en cuanto a su aspecto monetario, no será difícil dar con un destino equiparable con el propósito y trascendencia de su origen. Sin embargo, me gustaría hacer lo mismo en relación con el presente homenaje, aprovechando la ocasión como pináculo desde el cual me podrían escuchar los jóvenes, tanto hombres como mujeres, que en este momento se entregan a las mismas angustias y luchas, y entre quienes ya figura aquel que algún día habrá de ocupar el sitio en el que ahora me encuentro.
Actualmente nuestra tragedia es el haber experimentado por tanto tiempo un miedo físico, universal y generalizado que apenas nos es dable soportar. Ahora ya no existen problemas del espíritu y la única pregunta que se plantea es: ¿en qué momento voy a desaparecer? Es por esto que los jóvenes que ahora escriben se han olvidado de los problemas del alma humana en conflicto consigo misma, problemas que por sí solos pueden generar la buena literatura, pues solo de esto es de lo que vale la pena escribir; lo que justifica la zozobra y la extenuación.
El escritor debe ponerse en contacto nuevamente con estos conflictos: darse cuenta por sí mismo de que lo esencial de todas las cosas es experimentar temor; y una vez que haya asimilado esto, borrarlo de su mente para siempre, sin dar cabida a nada en su taller, salvo a las antiguas verdades del corazón, las verdades universales de otros tiempos, que cuando ausentes hacen de cualquier historia algo efímero y vano: el amor y el honor; la piedad y el orgullo; la compasión y el sacrificio. En tanto el autor no proceda de esta manera, trabajará como bajo un anatema; escribirá no acerca del amor, sino de la lujuria, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias desesperanzadas, y lo peor de todo, sin misericordia y compasión. Sus congojas no se abatirán sobre osamentas universales, ni dejarán cicatrices tras de sí. No será a partir del corazón que él escriba, sino de las glándulas.
En tanto no aprenda de nuevo esto, escribirá como si estuviese perdido en la multitud, observando el fin del género humano. Y esto es algo que me niego a aceptar: que incluso en el último sangrante y moribundo de los atardeceres —tras resonar el postrero tañido del destino sobre la última y fatua roca, ahí ya posada sin marea— prevalezca todavía un sonido más: el de su insignificante e infatigable voz, viva aún. Esto es algo que no puedo admitir. Considero que el hombre no sólo habrá de resistir, sino también de prevalecer. Y es inmortal no por ser el único entre los animales que está dotado de una voz inextinguible, sino por el hecho de poseer un alma, un espíritu capaz de compasión, sacrificio y resistencia. Escribir acerca de estas cosas es el deber del poeta, del escritor. Y es su privilegio ayudar al hombre a aguantar, inyectándole ánimos, haciéndole recordar el valor y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, piedad y sacrificio, que han constituido la gloria de su pasado. La voz del poeta no necesita ser simplemente un testimonio del hombre, bien puede ser uno de sus puntales, de los pilares que le ayuden a subsistir y predominar.

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