Recién salió a la luz la historia de un hombre japonés que pasó siete años de su vida dibujando un intrincado laberinto con la ayuda de una computadora. Al parecer, después de acabarlo, el hombre simplemente lo dobló y lo guardó en una caja, y nadie que no fuera él pudo ver su obra. Revisando los papeles de su padre, su hija encontró el laberinto.

Si observamos el modelo, su laberinto sugiere el engranaje interior de una máquina cósmica, como si el universo fuera un ser orgánico, compuesto por una compleja red de comunicación y transporte de energía. Un mapa multidimensional, también, que muestra una interconexión entre múltiples capas; o un tejido donde las células son jardines.

Pero más allá de las metáforas e interpretaciones posibles frente a la fértil pieza, lo que resulta indudable es que se trata de una obra faraónica, artesanal, delirante, absurda y genial.

En un universo infinito es posible que el laberinto dibujado por un bedel japonés sea la estructura de una ciudad o de una entidad viva en otra línea de tiempo, al igual que el laberinto de Ts’ui Pen, en algún otro lugar, será seguramente un jardín infinito.