Ensayo | «Las nuevas generaciones idolatran a quien más y mejor se muestra, pero no siguen a quien más y mejor se conoce y se manifiesta».

«Los seres más sensibles se tornarían peligrosos para ciertos intereses del establishment»

María Laura Pérez Gras es Doctora en Letras e investigadora del CONICET, además de docente. Luego de un un paseo y una charla con uno de sus hijos, escribió el ensayo que copiamos a continuación.

Por Lucio V. Pinedo

27/10/2015

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mati-piano

El cultivo de la sensibilidad

La sensibilidad desaparece y la razón comienza a embotarse
hasta cuando se pierde la noción del tiempo y del espacio
Gabriel García Márquez, Relato de un náufrago

 

En estos tiempos de otro género de cólera, en que el amor ya no es el que hilvana la trama, sino la violencia, siento la necesidad de reflexionar sobre un aspecto de nuestra especie humana que estamos descuidando: la sensibilidad.

El fin de semana pasado, acompañé a mi hijo de siete años a ver el documental de Mariano Nante, La calle de los pianistas, que se está exhibiendo en el MALBA. Juan Sebastián iba motivado por la conexión natural que siempre ha sentido con la música y yo, por mi deseo de conocer esa calle mágica de Bruselas, habitada por Martha Argerich y una de las más talentosas familias de músicos argentinos: los Tiempo-Lechner.

Ya durante el trayecto de ida, Juanse me preguntó qué nos separaba de otros animales inteligentes como los delfines. Y tras pensarlo un poco, porque nada de eso ocupaba mi mente mientras conducía, le respondí: la cultura. Pero él no se conformó. Quiso saber qué era eso tan misterioso que llamábamos «cultura» y que no tenía una forma clara para él. Y entonces, le hablé del arte en todas sus formas, de los edificios, los autos, los cohetes que se lanzan al espacio, las partituras. Y él fue agregando: «Los números, las letras». ¡Exacto! ¿Cuándo viste a una jota cruzar la calle o tomarse un helado? ¿Dónde encontrás un veinticuatro jugando a la pelota? Los números y las letras son cultura, porque son inventos del hombre, no existen si primero no los imagina nuestra mente, y con ellos transformamos el mundo que nos rodea para hacerlo… «¿más fácil?”», preguntó él. No, creo que lo hacemos más complicado, pero infinitamente más interesante.

El silencio fue largo.

«¿Y cómo sabemos si algo es interesante? ¿Cómo nos damos cuenta?», me increpó. Eso depende de la sensibilidad, de la sensibilidad de cada uno. Hasta el sentido del humor depende de la sensibilidad de cada persona.

Y llegamos al MALBA.

Justo a tiempo. Pagamos por dos de las últimas entradas y nos metimos en la sala. Pudimos ver cada una de las hileras de asientos, repletas y completamente iluminadas, al descender por la rampa. La gente se volteaba para mirar a Juanse. Era el único niño en la sala.

Un tanto aprehensivos, nos sentamos en la primera fila, donde Juanse podría moverse con cierta libertad e incluso hablarme bajito sin que nadie «resoplase» en torno nuestro. Me daba cuenta de que yo temía que se notase que era un chico, como si se tratase de alguna forma de enfermedad.

La película no presentó ninguna escena de violencia. De ningún tipo. Tampoco hubo contenido erótico. Y los sentimientos en los ojos de Karin y Natasha, mujer y niña prodigiosas, frente a los nuestros, fueron muy simples de descifrar, porque nos hablaron, desde primeros planos magistrales, acerca del vínculo más primordial: el de un/a hijo/a con su madre. Nuestro vínculo.

Entonces, me pregunto porqué ninguno de los adultos en esa sala consideró que ese documental podría ser un evento cultural adecuado para un niño; por qué ninguno de ellos llevó a sus hijos, nietos o sobrinos. Por cierto, su clasificación era: apto para todo público.

Exponemos a nuestros niños, sin grandes miramientos, a horas y horas de juegos virtuales donde la violencia es premiada. Y si analizamos los contenidos artísticos de obras de teatro, programas de televisión y películas «infantiles», observamos que hay mucho más ruido y acción de lo que se precisa para mantenerlos atentos, entretenidos y motivados. Hay una sobreabundancia de estímulos innecesarios. En definitiva, en la actualidad, el ocio accesible durante la infancia tiende a la alienación, por lo tanto, se encuentra en las antípodas de la idea de contemplación y silencio que encerraba el concepto de otium en los orígenes de la cultura occidental y que era el comienzo de todo conocimiento sensible y profundo del entorno en relación con uno mismo.

Me pregunto si no cultivamos la sensibilidad de nuestros hijos porque no hemos cultivado la propia, porque las banalidades cotidianas nos han corrido el eje de nuestra propia existencia, porque nos olvidamos de que quien no llega al conocimiento de sí mismo no consigue la tolerancia hacia el prójimo. Quizá confundimos sensibilidad con debilidad de carácter, con las connotaciones que esto puede tener entre los estereotipos acerca de lo masculino.

Las nuevas generaciones idolatran a quien más y mejor se muestra, pero no siguen a quien más y mejor se conoce y se manifiesta. Y la espiral no deja de girar en las redes sociales de la virtualidad.

Por otra parte, podemos preguntarnos qué clase de educación formal el sistema nos permite ofrecerles a nuestros hijos. A propósito, me parece oportuno citar al psicólogo social y arteterapeuta argentino Alejandro Reisin:

En una época en la que se pretende educar principalmente, o solamente, a la razón, que se halla sobrevaluada, la sensibilidad está devaluada. Para una política de puro capital, de pura cápita, cabeza, los seres más sensibles se tornarían «peligrosos» para ciertos intereses del establishment; peligro de que sujetos no adormecidos, de seres cuestionadores, de seres en contacto y relacionados con su mundo, pudiesen ser modificadores de tales intereses. Ser sensible es opuesto a ser dormido, dominado por los medios de masas, seres éstos no pensantes, seres que no hacen cuestión ni se cuestionan sobre sus condiciones de vida o sobre los otros.

Necesitamos más jardines de infantes que enseñen yoga, más música en las escuelas, más cuentos antes de ir a dormir, más caminatas sin un destino fijo, más niños yendo a un museo y preguntándose por la cultura.

Si volvemos sobre el epígrafe de este breve texto, podemos leer las palabras del náufrago que García Márquez entrevistó tras padecer durante días todas las carencias posibles, hasta llegar a la pérdida de la sensibilidad, luego, de la razón, y así confundirse en tiempo y espacio. Me pregunto de qué carecemos nosotros, en la abundancia y la exuberancia propias de los albores del siglo XXI, para encontrarnos en el mismo estado de cosas que un hombre solo a la deriva.

El náufrago de la historia sobrevive gracias a una voluntad férrea.

Me pregunto si los adultos de esta era somos portadores y transmisores, vivos ejemplos, de una voluntad férrea en nuestros roles parentales. Me pregunto, en fin, si tenemos la voluntad de mantener a las nuevas generaciones a bordo de un barco sin toboganes ni piscinas, una embarcación modesta donde poder contemplar el cielo inmenso del mar y volver a aprender a leer sus estrellas, sus coordenadas, y a cifrar nuestra propia medida en el misterio del silencio y de la noche, de lo que no se ve ni se oye, pero se siente.

En estos tiempos de cólera en que el amor cede ante la violencia, en especial, la violencia de género, preguntarse por la educación de los niños, por el cultivo de su sensibilidad, no es una cuestión menor.

María Laura Pérez Gras

 

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