El esperable camino del neoliberalismo hacia la tanatopolítica: Chile como laboratorio fuera de control

Fernando Sagredo Aguayo* Si la pandemia posee por definición los rasgos de una realidad que nos excede (componente inevitable y ominoso de una naturaleza desatada) su consecuencia más evidente, es mostrarnos nuestro verdadero lugar en el mundo

Por Francisco Marín

07/07/2020

Publicado en

Chile / Cultura / Política / Portada

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Fernando Sagredo Aguayo*

Si la pandemia posee por definición los rasgos de una realidad que nos excede (componente inevitable y ominoso de una naturaleza desatada) su consecuencia más evidente, es mostrarnos nuestro verdadero lugar en el mundo. No es casual entonces, que desde una métrica y una escala que nos devuelve a cierta edad de la inocencia, el análisis del fenómeno deba partir por el “buen gobierno” de la contingencia, y por lo tanto, que sean justamente las sociedades gobernadas por príncipes timoratos o tiranos (si se nos permite la osadía de volver a la figura maquiaveliana)  aquellas que labran en su trayecto, un porvenir poblado de desgracias. La pregunta, fuera del dominio de la técnica sanitaria cae así: ¿Puede un virus contener la potencia más radical de “lo político”? Evidentemente.

Ya se cumplen aproximadamente tres meses desde la aparición del polémico texto titulado “Sopa de Wuhan” y lo que todas las voces proponen (desde el optimismo paradójico de Zizek hasta el pesimismo neoliberal de Byung Chul-Han) es que éste, es el escenario perfecto para el despliegue de un nuevo mundo (lo que varía por supuesto, en cada uno de los autores, es si éste mundo será peor o mejor). El virus con su corona, cartografía y modulación pictográfica de la monarquía, ha asolado al capitalismo como sólo lo hiciera el fantasma que acechaba a Europa al comienzo del Manifiesto Comunista. Un virus que es capaz de paralizar aquello que está en el corazón de la plusvalía absoluta, no es sino, un demonio para el sueño del liberalismo económico. No obstante, y como podríamos leer con el pensador italiano Andrea Fumagalli, éste demonio puede acelerar el paso soñado hacia una nueva etapa del Capital, después de todo ¿no es éste el escenario perfecto para desmaterialización del trabajo?

Como sea, y entendiendo que el anterior es un debate que debe darse, la pandemia ha transparentado las contradicciones de un modelo de desarrollo y de una ideología, que en el único lugar donde ha puesto a la libertad, es en una figura trascendental que vive permanentemente atada a la capacidad productiva de un individuo, sin más arreglo que la de su propia iniciativa privada.

Y Chile, génesis, laboratorio y probeta del más salvaje de los experimentos, ha puesto al desnudo ésta realidad. No hay realidad apolítica en el mundo de los hombres y lejos de representarnos al virus como un error de cierta zoología ingenua, es tremendamente necesario, mirarlo desde el paradigma político de la población. Hoy las herramientas teóricas que constituyen el fulcro de un pensamiento posible sobre la relación entre política y enfermedad, las encontramos en la biopolítica foucaltiana, pero también en el pensamiento de Agamben, Esposito y Cavalletti. Todos ellos entienden que sobre la población y las naciones, se registran cuidados y técnicas que tras su apariencia neutral y transparente, pervive el germen de cierta razón de Estado, soberanía perfecta del hacer vivir y dejar morir.

Si asumimos lo anterior y miramos el comportamiento de nuestras autoridades desde la visión del acontecimiento como síntoma, Chile parece ser una caricatura, una profecía autocumplida del destino del neoliberalismo ante el giro terrible de la fortuna. El catálogo que se despliega como prontuario, nos señala que no sólo hubo una reacción tardía;  ocultamiento de información, mala articulación con gobiernos locales, desatinos estelares de los mismos de siempre (un gobierno que desconoce abiertamente las desigualdades sociales, un presidente que hace lo que quiere como el peor de los monarcas, un ex ministro altanero y tozudo que va formando parte del nutrido bestiario de una derecha mitómana e irresponsable) y una agenda corta que propone lo esperable: desprotección a los trabajadores y a las madres trabajadoras, represión y un estado de emergencia, que por el pasado fúnebre de Chile, se asemeja más a la concreción de cierta nostalgia marcial que a una medida contundente con sentido sanitario.

Cada uno de los pasajes que han marcado los más de cien días de pandemia en nuestro país, han develado que el virus, cosa de la naturaleza (o cosa del desprolijo antropoceno contemporáneo), utiliza los encuentros y desencuentros de la política (o impolítica) neoliberal. A pesar de enfrentar al virus con dos meses de distancia respecto a las primeras experiencias mundiales, el terreno que ha cultivado nuestro modelo de desarrollo es tan profundo que los desaciertos del actual gobierno no pueden ser otra cosa, que un corolario evidente y necesario respecto a la lógica que mueve la política nacional. Pese a ello, y como es de esperar, el discurso oficial apuntó a los rigores de la buena gestión, y también, al carácter inédito de la pandemia. De un exitismo inicial donde el argumento redunda en una previsión que nos comparaba triunfalmente con Italia, el gobierno pasó a dar explicaciones, donde al tiempo que culpabilizaba a la ciudadanía (figura cultural que nunca falta), aludía a fracasos mayores en el plano internacional, todo para moderar retóricamente la tragedia chilena. Es en este sentido, que se ha invocado a la ley como garante de un control trascendental. Los decretos destinados a controlar la movilidad en el país, las leyes que buscan endurecer las penas a los infractores (“venga de donde venga”), o las ayudas económicas de último momento, dan cuenta de un manotazo al aire, un grito desesperado que, en el fértil terreno de la inequidad y la injusticia social, parece otra broma más. Una bufonada que, en el hambre de Julio, alimenta la hoguera de una nueva insurrección popular.

En general, sabemos que el discurso de la igualdad ante la ley es permanentemente invocado cuando ocurre precisamente lo contrario. La verdad se muestra ocultándose. No hay nada nuevo bajo el sol en una autoridad nacional rompiendo un protocolo tan caro al resto de la población (nuestro presidente, por supuesto, señala el camino). Entonces ¿Qué es lo novedoso en esta tragedia que, al decir de Marx, de tanto repetirla se ha vuelto comedia? Básicamente, que el discurso inmunitario se devela incoherente. El gesto de un presidente, y, hasta hace poco, de un ex ministro que desconocía las honduras de las desigualdades sociales en Chile, han expresado desde el reverso, es decir, desde la negatividad de la consigna biopolítica del autocuidado, una democracia que vive únicamente en el gran relato.

Por descontado, debemos admitir que esto lo sabíamos. Chile, desde el experimento neoliberal y la puja constituyente del 80, vive en una democracia light, una democracia de mercado y de mall a cielo abierto. Esto no es sorpresa. Lo inaudito es el modo en que se revela, pues lo hace con la altanería de un gobierno que desde octubre del 2019 pareciera que sueña con algún pasaje del séptimo de línea, invocando una retórica militar que escombra claramente un autoritarismo burlón.

“El virus es democrático, nos afecta a todos más allá de nuestras diferencias”, nos cuentan en medio de curiosas ruedas de prensas hechas a la medida del poder burocrático y de aquello que Sartori denomina videopolítica. No obstante, la gubernamentalidad neoliberal, acude al relato pluralista, cuando en realidad las cifras son probadamente contrarias a esa farsa de una naturaleza desplegándose igualitariamente en su trayecto mortuorio.

Los números nos remiten nuevamente a un hecho indesmentible: nada puede ser democrático en el capitalismo. Una sociedad construída a partir de la desigualdad, o como diría Adam Smith, una sociedad que levanta a un rico a través la existencia de quinientos pobres, no puede diseminar absolutamente nada de manera igualitaria. La brutalidad del capitalismo es tal, que ni siquiera la naturaleza se desplaza por los cauces de lo necesario. El trabajador informal, el inmigrante, el pobre, debe seguir afuera tomando transporte público, cubriendo turnos en supermercados, limpiando e higienizando, intentando que el día a día no sea un fragmento contemporáneo del Decamerón. No es casual que las comunas con mayor mortalidad en el contexto de pandemia, sean precisamente aquellas con mayores índices de vulnerabilidad y pobreza multidimensional: Recoleta, Puente Alto, Conchalí, San Bernardo, entre otras.

 ¿Y la ley? Piñera y compañía han demostrado el carácter puramente trascendental, cuasi poético, de una invocación ridícula ese virtual igualitarismo de la ley. Si la naturaleza está ceñida a la inmanencia radical de un neoliberalismo que toma unas vidas y escupe otras, entonces la ley no es otra cosa que la clarificación, la creación a modo de pie de página, de una fuerza insuficiente que se supone virtuosa y correctiva, un desliz pedagógico que es invocado hoy más que nunca para decirnos entre líneas, que su problema es que coexiste con una democracia imposible, y que por lo tanto, allí donde la igualdad ha sido siempre un tropo de enciclopedia o manual de derecho, la única espera posible, es  nuevamente, la de la vida desnuda.

La teleología neoliberal es clara: devenir en tanatopolítica. Lo paradójico es que el verdadero campo de concentración, al menos ahora, no está en el encierro o en el confinamiento del trabajo a distancia, sino en ese afuera forzado donde la apuesta es el hambre o la enfermedad. Sin duda, un momento de gloria para el neoliberalismo, al fin, el individuo es el único responsable de su existencia. El laboratorio chileno demuestra lo que muchos sospechamos y era sólo cuestión de tiempo, como Cronos, el experimento nacional termina por devorar a sus hijos.

* Prof. de Historia y Geografía / Mag. en Filosofía Política / Mag. en Curriculum y Evaluación / USACH

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