18 de Octubre

Tres años después dicha decisión pesa, no sólo por los resultados del Plebiscito Nacional, sino porque es cierto objetivamente que las familias de nuestro país están mayoritariamente en una situación peor a la que tenían antes del 18 de octubre.

Por Ciudadano

18/10/2022

Publicado en

Editorial / Política

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Estallido social

Por Javier Pineda Olcay

Dirán que pasó de moda la locura
Dirán que la gente es mala y no merece
Mas, yo partiré soñando travesuras
Acaso multiplicar panes y peces.
El Necio, Silvio Rodríguez.

Al primer día, Santiago paralizado. Por la tarde no había metro funcionando. Cientos de miles de personas caminando desde los lugares de trabajo hasta sus casas. Un tránsito del centro a la periferia. Micros atiborradas que pronto dejaron de pasar. Las primeras barricadas se desplegaron por la Alameda, pero pronto recorrerían también las estaciones de metro. ¿Quiénes fueron? Aún no sabemos. Lo que sí sabemos, son aquellos que injustamente acusados, se pasaron meses y hasta más de un año presos, para luego ser declarados inocentes.

A la media noche ya se anunciaban que los militares asumirían la “defensa” de la capital. Lejos de apagarse, la chispa se extendería desde Magallanes hasta Arica. El 19 de octubre la pradera estaba incendiada y a dos días de iniciada la Rebelión Popular, todas las regiones del país estaban militarizadas. Desde el año 87 no se declaraba un estado de excepción constitucional de emergencia, pero la excepción ya se volvió regla general entre pandemia, Wallmapu y fronteras. Los militares, peligrosamente, se transforman en el parche curita para tapar el desangrado de la corrupción de las fuerzas policiales y de la incompetencia gubernamental.

Al tercer día no hubo resurrección del gobierno, pero el Presidente de la República le declaraba la guerra a su propio pueblo. Y no fue metafórica. Más de 30 personas asesinadas, más de 400 personas con trauma ocular y miles de violaciones a los DDHH registradas. Y ahora se exige pedir perdón a quienes cegaron al pueblo. Varias querellas en curso, incluso algunas en tribunales nacionales e internacionales por crímenes de lesa humanidad. Pero el criminal sigue impune, incluso, atreviéndose a dar cátedras sobre cómo debiese redactarse la Nueva Constitución y ofreciéndose para integrar la comisión de expertos.  

Al sexto día, 23 de octubre, se convocó por Unidad Social y por los principales gremios del país a un paro nacional. Muchas empresas ya se encontraban paralizadas y otras tanto funcionando a media máquina. Al menos 200 mil personas en la calle, al medio día de un miércoles. Aunque pensaran que fuéramos alienígenas, simplemente éramos “el otro Chile”, ese que no sale en los comerciales de TV.

Al séptimo día, se convocaron a realizar cabildos y asambleas territoriales, con un par de preguntas bien simples: ¿Cómo habíamos llegado hasta acá? ¿Qué viene ahora? Análisis de coyuntura y definición del qué hacer. Más de mil cabildos se registraron en todas las regiones del país. Desde ahí saldrían los elementos centrales de un petitorio: salario mínimo de $500.000; aumento de las pensiones; fin al alza del costo de la vida, congelando cuentas de luz, agua y – por cierto – transporte; fin al estado de emergencia constitucional y redacción de una nueva Constitución vía Asamblea Constituyente.

Al octavo día, más de un millón de personas nos concentrábamos en la Alameda, desbordando todas sus proximidades. No hubo marcha, sólo un fluir de personas hacia un lado y el otro. “Tengo tantas weas que escribir que no sé que poner”, dirían algunos letreros, reflejando la síntesis programática a la que había arribado el movimiento popular en esa semana de Rebelión. El hastío acumulado exteriorizado sin un propósito claro. Fue un 25 de octubre: la marcha más grande de la historia de Chile. Convocada con un afiche hecho en Paint y difundido por las redes de WhatsApp. Estas marchas de miles de personas se repetirían a lo largo de todo el país, incluso en aquellos pueblos que no sabemos qué existen ni menos en qué lugar quedan. La masividad fue tal que hasta el gobierno tuvo que reconocerlo, tratando de diferenciar entre aquellos que “marchaban pacíficamente” versus los “violentistas”.

Al décimo día, cientos de miles de personas cantamos y nos arengamos en el Parque O’Higgins. La potencia de la Revuelta no descendía. ¿Cuándo termina esto? “Cuando el pueblo lo decida”, rezaban las consignas. Ese mismo domingo se ponía fin al estado de excepción constitucional en todo el país: los milicos a sus cuarteles.

Mientras el gobierno anunciaba la “nueva normalidad” las principales plazas del país se transformaban en el epicentro de la resistencia, mientras subterráneamente se preparaba la Huelga General del 12 de noviembre. Una combinación de paralización productiva y protesta popular se tomaba las grandes ciudades como no se había visto desde las jornadas de protesta de la dictadura.

Y las élites temblaron de miedo. Corrieron en búsqueda de acuerdo para “salvar” la democracia. La derecha se siente orgullosa de no haber respondido con un auto-golpe de estado, mientras la “izquierda” del parlamento se dividía entre aquellos que acusaron que lo hicieron para que los militares no se tomaran el poder y otros bajo la convicción de que hacían lo correcto. Estos últimos son quienes encabezan el gobierno.

El 15 de noviembre, entre gallos y media noche, y con miedo a la conmemoración del asesinato del weichafe Camilo Catrillanca, le pusieron la lápida al “octubrismo”. Desde el Frente Amplio hasta la UDI firmaron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, mediante el cual fijaron un itinerario constitucional de cambio a la Constitución del dictador. A pesar de las caras largas de la derecha, este Acuerdo no sólo venía con amarres (como los dos tercios), sino que significó un salvataje al gobierno de Sebastián Piñera y una negación de las demandas prioritarias que se exigían, como la mejora de las pensiones, el aumento del sueldo mínimo por el cual hasta Luksic estaba de acuerdo y el fin al alza del costo de la vida.

Tres años después dicha decisión pesa, no sólo por los resultados del Plebiscito Nacional, sino porque es cierto objetivamente que las familias de nuestro país están mayoritariamente en una situación peor a la que tenían antes del 18 de octubre. Esto no es atribuible a la revuelta, pues pasado una pandemia y un gobierno criminal de por medio y ahora se desarrolla una crisis geopolítica y económica a nivel mundial, pero es un hecho de la causa. No vivimos mejor.

En el mismo día del Acuerdo de Paz, Abel Acuña era asesinado en Plaza de la Dignidad. El movimiento popular era golpeado y a pesar de los intentos por boicotear dicho acuerdo, se terminó instalando. Sólo continuaría la procesión de viernes a viernes en Plaza de la Dignidad.

Pero un lunes 25 de noviembre, sin previo aviso como había sido el ritmo de la Revuelta, las compañeras gritan al mundo el himno “Un violador en tu camino”, que sería replicado en cada rincón del planeta. La potencia feminista mantuvo viva la movilización popular en ese interregnum que se extendió hasta el 8 de marzo del 2020.

En la previa a la Navidad se aprobó por el Congreso el Acuerdo, cristalizado en la Ley 21.200, mientras que la resistencia se convocaba para el Año Nuevo en Plaza de la Dignidad. Si bien no fue posible boicotear el acuerdo, se logró ampliar sus márgenes, estableciendo en marzo de 2020 la paridad del órgano constituyente y la participación de listas de independientes. En octubre de 2020 se aprobaría la participación de escaños reservados para los pueblos indígenas.

Luego de que miles de centenares de compañeras marcharan el 8M, la discusión pasó de la Revuelta a la Pandemia. Excusa esencial para volver a militarizar el país. Incluso los sectores progresistas lo pedían. De las demandas por transformar el país se pasó a sobrevivir. Pronto comenzarían las primeras huelgas por el hambre en los sectores populares de Santiago. Las ollas populares, recordando los tiempos de la dictadura, volvieron a florecer en las poblaciones y el primer retiro de los fondos de pensiones se transformó en un analgésico frente a la crisis.

Al año, el 25 de octubre de 2020 se celebró el Plebiscito Nacional de entrada, en el cual más del 78% de los votantes se manifestaron a favor del cambio constitucional y a favor de un órgano constituyente cuyo 100% de sus integrantes fueran electos por sufragio universal. Sólo la mitad de las personas del padrón electoral votaron.

A un año y medio, en mayo de 2021, después de una prórroga de un mes producto de la pandemia, se celebraron las elecciones de convencionales constituyentes, una elección inédita en nuestra historia institucional. Más del 60% de las y los constituyentes electos serían independientes y la derecha no alcanzaría el tercio de bloqueo. Esta ha sido la elección más representativa de la historia del país, a pesar de que a algunos no les guste el resultado.

Desde su instalación se apreció que se trataba de personas “como nosotros”, aunque parece que a una parte importante de los sectores populares no les gusta que otros iguales a ellos sean quienes tengan el poder político. Si bien hubo extravagancias y verborrea, el resultado del trabajo de la Convención Constitucional se cristalizó en una Propuesta de Constitución Política de la República de Chile.

A dos años de la Revuelta, se iniciaba el debate constitucional que tendría por resultado un proyecto cuya columna vertebral fue la construcción de un Estado Social y Democrático de Derecho, Plurinacional e Intercultural, Ecológico y con enfoque de DDHH. Este elemento que estaba presente en los programas de todas las listas de constituyentes, con excepción de la derecha, luego se transformaría en una barbaridad, en un exceso de identitarismo, en un proyecto que atentaba contra las grandes mayorías y que simplemente eran “gustitos” de quienes siempre habían sido excluidos de los espacios de poder.

Si bien hubo errores no forzados al interior de la Convención, el resultado de esta estuvo integrado por artículos que contaron con amplias mayorías, incluyendo hasta a sectores de derecha en el 80% de sus normas. No obstante, la campaña de desinformación y de mentiras se desplegó con todo su esplendor desde un comienzo. El #RechazoDeSalida fue instalado desde el primer día de funcionamiento de la Convención Constitucional. Independiente de las cesiones que podrían haberse realizado, la derecha no iba a cambiar de opinión y boicotear con todas sus energías el proceso, salvo que se hubiera tratado de una Propuesta Constitucional cuyos únicos cambios hubiesen sido las firmas de quienes la crearon, manteniendo sustancialmente el proyecto de la dictadura institucionalmente.

De todas formas, la derrota fue apabullante. La propuesta de Nueva Constitución no permeó en los sectores populares: el 62% de la población, esta vez con voto obligatorio, rechazó el proyecto constitucional. Para votar rechazo bastaba con encender la TV, mientras que para votar apruebo el proyecto de nueva Constitución era necesario que existiera un militante político o social capaz de explicar y desmentir lo que se decía sobre la Nueva Constitución.

Y así, nos encontramos a tres años y un día desde iniciada la Revuelta Popular. Las élites económicas y políticas, luego de los resultados del plebiscito, consideran que ya cumplieron su pena, sin pagar con ningún día de cárcel. Más aun, exigen que paguen por difamación todas aquellas voces que defendieron la revuelta popular, que criticaron a la transición de los últimos 30 años y que osaron denunciar las criminalidades y violaciones a los DDHH ejecutadas por Carabineros de Chile. La historia la escriben los vencedores, nos señala el adagio popular.

Sin embargo, en democracia, las derrotas electorales no son definitivas. Más aun, en tiempos de incertidumbre y de profundos cambios a nivel mundial. Algunxs de quienes votaron con esperanza por Bachelet, luego votaron por Sebastián Piñera, se avergonzaron por ello y se tomaron las calles por la Revuelta Popular, para luego masivamente votar Apruebo, elegir convencionales constituyentes independientes y de los movimientos sociales, elegir a Gabriel Boric en una elección frente a José Antonio Kast y luego rechazar el proyecto de nueva Constitución.

Estas personas, incluyendo a quienes se incorporaron por primera vez a una elección, oscilan entre la esperanza por las transformaciones y el miedo a cambiar el sistema. A esto último se suma un profundo hastío y bronca hacia todo lo que signifique la “política”. Y en este escenario nos encontramos: un pueblo desconfiado, con justa razón, de las élites políticas; pasándolo mal económicamente y pensando en cómo llegar a fin de mes. Y nosotros, aún tratando de comprender qué fue lo que ocurrió en estas últimas semanas.

Hay décadas en las que no pasa nada y días en las que pasan décadas. Esto es lo que nos ha ocurrido en estos últimos tres años: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. El salto al torniquete fue una aspirina para el dolor de cabeza de casi 50 años, pero para vencer al capitalismo requerimos una aspirina que sea del tamaño del sol, como nos decía Roque Dalton. 

En tiempos de incerteza, lo único cierto es que la lucha continúa. Y aún cuando las élites sientan que purgaron su pena, este 18 de octubre – a 3 años de iniciada la Revuelta Popular – les recordaremos que seguimos vivos y presentes, exigiendo lo que nos pertenece y prepararnos para que la próxima Revuelta Popular no sea un nuevo 1905, sino un 1917. Con la dignidad tan alta como la Cordillera de los Andes y de pie frente al enemigo, este 18 de octubre seguimos construyendo, organizando y luchando por una vida digna.

Aun cuando nos conviden a arrepentirnos, podemos decir que seguiremos compartiendo el pan.

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