EDITORIAL

La lucha social, única respuesta posible a la crisis política

Es posible hablar de crisis, aun cuando ésta se extiende desde hace ya más de una década. La continuación de una transición nunca finalizada ha creado este espacio político actual en el que convive un deterioro de todas las instituciones creadas desde la dictadura y afinadas con posterioridad con una indignación de la sociedad civil ante la falta de representación política y evidente exclusión. Por el momento, ante este quiebre entre la ciudadanía y los partidos políticos, la única opción parece estar en las calles.

Por paulwalder

05/07/2016

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Masiva movilización estudiantil pasa por el palacio de La MonedaLa democracia chilena, acotada y llena de barreras de ingreso, llega a un punto de quiebre. Tras la larga transición, un proceso excluyente conducido por las elites, hay señales de un evidente agotamiento de aquel modelo que sólo fue operativo para aquellos centros de poder y sus extensiones durante las primeras dos décadas desde el fin de la dictadura. El modelo, creado e instalado en el fragor de la dictadura y refrendado en un pacto por los próceres de la transición, puso sus bases en el mercado,  cuyos efectos económicos, sociales y políticos hoy remecen a todo el país. El fuerte temblor que ha agrietado a toda la institucionalidad chilena tiene su epicentro en ese inicial diseño.

 

 

La presente corrosión de esta artificial y rígida estructura política y económica tiene expresiones externas, como el creciente malestar social liderado por los estudiantes, así como internas, con la exhibición pública de una corrupción generalizada de las dos grandes coaliciones políticas que se han repartido el poder durante esas dos décadas. Como efecto, la mayor crisis de confianzas desde 1990, que pone a la luz la falta de representatividad del sistema político chileno. Lo que no fue posible percibir durante las dos décadas pasadas hoy aparece expresado con irritación e indignación hacia toda la clase y el espectro político parlamentario, tanto por los mínimos niveles de participación electoral como por los sondeos de opinión, que registran grados de repudio inéditos en este periodo.

 

No sólo es la política chilena. Esta es la expresión de un mal extendido y profundizado por todas las capas de la vida pública y privada. La política, como sistema binominal que en los hechos ha devenido en una clase que ha privatizado el ejercicio político, es el resultado de un diseño institucional, desde sus inicios fuente del mal. La privatización de no sólo todas las empresas públicas, sino también la reducción de las atribuciones del Estado en cuanto a entidad reguladora han traspasado al sector privado, que en los hechos son los grandes grupos económicos y sus corporaciones, ubicuas cuotas de poder, las que se expresan desde las finanzas, la economía, los medios de comunicación y la generación de contenidos y subjetividades. Pero sin duda es su influencia en las decisiones políticas la que sella y blinda a este grupo como un poderoso búnker en el cual se deciden los destinos del país.

 

Este diseño hoy se ha transparentado, parte de él se hace público y exhibe todas sus miserias y obscenidades. Por diversos motivos, que estudian especialistas y observadores de diferentes vertientes, la ciudadanía ha comenzado a conocer el manejo interno por parte de las elites para usufructuar del poder. Posiblemente han sido las redes sociales, la masificación y el acceso a nuevas tecnologías de la información,  tal vez el malestar de las clases medias con capacidad de ejercer sus funciones fiscalizadoras, pero la realidad es que hoy se conoce con creciente claridad la forma de administrar del país por las elites incrustadas en las redes de poder.

 

El conocimiento público de estas operaciones mantenidas en la oscuridad no son una fotografía instantánea. Aun cuando las investigaciones prescriben y la gran mayoría están acotadas a casos de corrupción realizados durante los últimos años, han aparecido no pocos antecedentes y testimonios que registran estas prácticas delictuales durante toda la transición. La política chilena de los últimos 26 años está apoyada en la corrupción de unas elites adosadas en todas las expresiones del poder.  La actual desconfianza es también el fin de una inocencia del electorado extendida desde el fin de la dictadura.

 

Desde allí, hacia el fondo de la dictadura. Las hebras de la corrupción, que vinculan a los grupos económicos con los operadores políticos, léase parlamentarios, partidos y gobiernos, fueron tejidas por la dictadura cívico militar, aquel tándem de manu militare y oficiantes neoliberales. En esta figura Julio Ponce Lerou, yernísimo del dictador favorecido con la empresas SQM es paradigma y emblema. El actual modelo económico, ritualizado por las elites y las raleas que usufructúan del poder, es fruto del mayor saqueo al Estado chileno. El destino del país a partir de esta acción ha sido simplemente una extensión y amplificación de esos orígenes: concentración del poder y la riqueza, exclusión de las mayorías, falta de representación política, mercantilización de la vida pública y privada.

 

Esta no es una crisis coyuntural de la política, porque ésta no se ha maleado en los últimos años. Es una condición estructural que hoy es capaz de ver un pueblo durante décadas alienado y enceguecido que, sin embargo,  no logra expresar con claridad, salvo destacadas excepciones, ni sus molestias y menos sus demandas.

 

Desde aquí, podemos ver que los caminos para salir de este largo proceso están todavía cerrados. Ni reformas sectoriales ni proceso constituyente, el cual avanza con el mismo ritmo y escasa profundidad del gobierno y su coalición. Pese a ello, hay una notable excepción, aquella que despertó a la sociedad civil a comienzos de la década y la está remeciendo en estos días. El movimiento estudiantil ha sido y es la conciencia ciudadana y el motor de los cambios sociales. Estas nuevas generaciones han vuelto a colocar en aprietos y en vergüenza pública a las elites, pero será necesario, dada la escasa respuesta de los grupos en el poder, una persistencia, una radicalización y extensión de la lucha social.

 

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