Protesta, migración y resistencia

Columna de Sergio Martín Tapia Argüello

Protesta, migración y resistencia

Autor: Sergio Tapia

Durante los últimos meses hemos visto un endurecimiento de las políticas migratorias alrededor del mundo. Por obvias razones, discursivas y de centralidad, es claro que esto es más acusado en lo que se conoce como “norte global” u “occidente”, categorías ambas que se refieren básicamente al mundo europeo y sus descendientes directos, pero no a México, América Latina o África, que aunque colonias en el pasado no somos realmente considerados aquí, entre otras cosas, pero principalmente, por las diferencias étnico-raciales. En el mejor de los casos, somos vistos espacios o territorios occidentalizados, imitaciones imperfectas que pretenden convertirse en “occidente” en el futuro, pero nunca realmente occidentales.

Sería sin embargo, un gran error pensar que el fenómeno se limita a esos espacios. En los países de Asia –como Japón y Corea del Sur por poner los ejemplos más claros-, algunas regiones en América Latina, e incluso dentro de los países respecto a los movimientos internos de migración y turismo -¿recuerdan cómo Guanajuato propuso en algún momento hacer un “permiso” especial, un cierto tipo de “pasaporte” que sirviera para visitar esa tierra? – se han creado múltiples acciones para limitarles.

Por un lado, los gobiernos han implementado modificaciones legales y políticas públicas más rigurosas, que dificultan la integración de quienes buscan incorporarse a nuevos espacios, ya a través del aumento de la burocracia, de la modificación de los requisitos o bien el cambio de las condiciones formales. Por otro, los actores privados han generado sus propios espacios de limitación, que en no pocas ocasiones se reproducen igualmente en las acciones del estado -aunque en ese caso, resulten ilegales-. Ejemplos de ello son el trato desigual en procesos compartidos, el privilegio de ciertos grupos para la satisfacción de sus exigencias, o la limitación arbitraria en bienes y servicios disponibles.  

Como sabemos, sin embargo, todas estas limitaciones, novedosas en algunos de los casos, no son realmente universales, sino selectivas. Quienes viven en Ciudad de México, en Cholula, en San Miguel de Allende o en la Riviera Maya, saben perfectamente que los migrantes temporales de primer mundo no tienen esos problemas sino que, para más, en gran parte son causantes que las poblaciones locales sufran esos mismos procesos: aumento de precios de bienes y servicios, incluyendo hasta habitación, uso de monedas extranjeras, cambio en los horarios, productos a la mano y cierre de negocios tradicionales, modificaciones estéticas del entorno y del idioma dominante, que terminan colocando a los habitantes locales como “migrantes en su propia tierra” y les empujan a las periferias, fuera de sus núcleos tradicionales de vida.

El que ambos procesos impacten en las vidas de los mismos sujetos: los habitantes pauperizados, precarios y empobrecidos del mundo -sea que ellos decidan salir o quedarse en un mundo que les ve cada día más como migrantes incluso en el lugar en donde nacieron- muestra que no es un problema de lo movimientos humanos naturales que han existido durante toda la historia del mundo, es decir, la migración sino de las relaciones desiguales de poder ancladas en elementos económicos, étnicos y raciales que convierten a algunos en sujetos de segunda, siempre vistos como migrantes “naturales” que no pueden escapar de esa etiqueta en ningún lado (no es extraño encontrar a gente que incluso estando en México, e incluso viviendo en México como migrantes, no se reconoce como tal: ellos se ven a sí mismos como “ciudadanos” -de su propio país, que para ellos es el único que crea ciudadanos- y a nosotros nos ve como “migrantes” aunque estemos en la misma calle donde nacimos).  

En este contexto, resulta complejo para mí observar como algunos mexicanos -y no sólo, pero como mexicano que soy, hablo de mi México, así como en ocasiones hablo de Portugal, como migrante en dicho país, donde veo los mismos procesos- buscan desacreditar las luchas migratorias en Estados Unidos, en Europa y en el mundo como algo “ilegítimo” que podría solucionarse muy fácilmente si se callaran y “siguieran las reglas”. Para cualquier persona que haya vivido de forma amplia como migrante -no Martha, pasar un semestre en Barcelona y acordarse de desayunar “viendo el Tibidabo” hace seis años, no es haber sido migrante…- esa afirmación es una tontería.

Por un lado, porque nosotros, todos, somos seres humanos, comunitarios, gregarios, que vivimos en un espacio compartido y que hacemos nuestra existencia en ese espacio, con otros, y podemos no estar de acuerdo con cómo las cosas funcionan ahí -y más aún, porque la mayoría de las Constituciones y tratados del mundo, permite siempre una participación, regularmente limitada, en ese sentido para las y los residentes-; por otro, porque como inicié hablando, los gobiernos están realizando en este momento acciones inéditas, muchas de ellas ilegales en contra de los migrantes y porque muchos de esos migrantes no tienen el capital, lo digo de nuevo, ni el tiempo, ni las posibilidades, la fuerza o la férrea voluntad de oponerse por medio de los caminos jurídicos a un gobierno que ha decidido actuar ilegalmente. Yo soy abogado. Doy clases de derecho tanto en Portugal como en México. Soy, como no se cansan de decirme amigos y conocidos, en ocasiones incluso exageradamente combativo y cuento con una amplia red de apoyos tanto en México como en Portugal, y no sé si, de enfrentarme a esa disyuntiva, tendría la fuerza para hacerlo.

De la misma forma, tampoco entiendo muy bien cómo algunas personas insisten en reproducir esos mismos esquemas en contra de los migrantes trabajadores y precarios de otros países que llegan a México, exigiendo su limitación, su expulsión o control; reproduciendo las mismas narrativas que se hacen sobre los mexicanos en el extranjero: ellos, esos migrantes que están aquí, están recibiendo dinero, no trabajan, vienen a robarnos, son sucios, flojos, solo viven de los subsidios, tienen hijos para quedarse aquí, nos quitan los trabajos… etcétera. México era, en 2015, año que revisé por obvias razones esos números, el segundo país que más migrantes mandaba al mundo. No somos un país tradicionalmente receptor, si bien el cierre de las fronteras del norte global nos está lentamente convirtiendo. Somos un país donde todas las personas tiene al menos un familiar directo que vive en otro país y deberíamos tener una mejor comprensión de esos procesos.

Y sin embargo… tenemos problemas con la migración. Yo entiendo que las condiciones endurecidas -así como los procesos de gentrificación que los migrantes “de primera” causan en nuestras comunidades- dificultan la vida cotidiana de la gente y eso hace que muchos busquen diferenciarse a través de un criterio de “excepcionalidad”: nosotros, los migrantes mexicanos somos trabajadores y honestos, amables y responsables, pero somos los únicos. El resto, los otros, vienen no a trabajar como nosotros sino “a robar”.

Como migrante en otro país, puedo decirles que si bien pensar eso es una tontería, no tenemos la exclusividad de ello. Portugal es también un país de migraciones. Hay comunidades de este país en cada rincón del mundo y hay, al igual que con los mexicanos, áreas de trabajo que son reconocidas como primordialmente portuguesas. México manda gente que trabaja en miles de cocinas, Portugal lo hace con panaderos. No hay trabajadores de campo como los mexicanos, como, piensan aquí, nadie va a cuidar a enfermos y ancianos como una mano portuguesa. Pero ellos, también, piensan que son los migrantes que más trabajan, que son verdaderamente honestos y que no deberían ser tratados igual que el resto. Claro que en ese resto de ellos, entramos también nosotros, los mexicanos, que somos históricamente flojos, con nuestra siesta y nuestras fiestas, que somos buenas personas, claro, pero nunca seremos tan trabajadores como ellos.

Sé que algunas personas pueden sentirse ofendidos por esta forma de describir a nuestro país. Pero lo harán porque pensarán exactamente lo mismo, en sentido opuesto: los que realmente son buenos migrantes, trabajadores, honestos y que no deben ser tratados igual, son los mexicanos. Y entonces harán igualmente una calificación negativa de los portugueses -excepto claro, de los ricos y poderosos, como San Cristiano Ronaldo-. No hay razón, en ese sentido de sentirse ofendidos porque a la gente le guste más la comida de su propia casa. Es lo que hemos comido toda la vida. Pero en ninguno de los dos casos, ni en ningún otro, es cierto.

La idea de que somos “excepcionales” como migrantes nos impide entender adecuadamente el fenómeno de la migración y observar que no se trata sólo de similitudes sino de procesos compartidos con otros migrantes del mundo, incluso aquellos que se encuentran en nuestro país. Esto es, ese criterio limita nuestras posibilidades de articular resistencias adecuadas con los otros y con ello, nos debilitamos como grupo. Los problemas del migrante colombiano en mi calle, no son causados por su presencia ahí, sino que él y yo tenemos problemas comunes que en ocasiones se articulan de manera diferenciada, como lo son también los problemas del migrante mexicano en Los Ángeles y de los otros mexicanos que también viven en mi calle.

Entiendo igualmente que con la finalidad de escapar de esas condiciones, muchas personas rompen incluso al interior con “los otros mexicanos” creando no una “excepcionalidad mexicana” sino una idea de la propia y personal superioridad ante los otros. Gente pauperizada que se asume a sí misma como “diferente” de sus propios vecinos y que por alguna razón, cree que tiene más en común con el “Tío Richie” -para quien tu y yo no somos ni siquiera más humanos que un personaje de caricatura- y que piensa que ellos -y no los otros- son “gente de bien”, que sale de su casa poniéndose una máscara blanca para fingir que es algo que claramente, no es ni puede ser en absoluto.

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Cuando esto pasa, esas personas miran con el ceño fruncido a cualquiera que se queje de cualquier cosa. Se han convertido en guardianes del sistema que les oprime y ha dirigido su odio hacia cualquiera que sea diferente -que para ellos, es igual a “inferior”-. ¿El nuevo Presidente de la Suprema Corte de Justicia no va a usar toga sino un traje ceremonial indígena? Eso es porque es inferior, ridículo, mediocre, no como él -o ella- que vestiría (nunca lo hará, ni estará ni siquiera cerca de hacerlo) con orgullo ese símbolo de un poder “puro” que merece respeto.

Estos dos problemas dificultan profundamente las resistencias a los procesos de endurecimiento contra la migración. Porque muchas personas no se entienden a sí mismas como alguien que forma parte de esos problemas, sino incluso como “víctima” de los migrantes. Lo que no ven, en muchos casos, es que estos problemas se están dando contra la migración de los pobres. Pero no por ser migrantes, sino, como en otros casos por ser pobres, por ser racializado, por ser como somos nosotros.

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