Por Francisco J. Guajardo Medina

Hace unos veinte años tuve la oportunidad de compartir experiencias en el Centro Ecuménico Diego de Medellín, en Santiago de Chile. Este espacio, nombrado en honor al segundo obispo de la ciudad (1574–1592), recordado por su defensa de los pueblos originarios durante la colonización, fue un lugar de encuentro interreligioso y profundamente humano. Recuerdo haber compartido con personas musulmanas, católicas ortodoxas, luteranas, anglicanas, católicas romanas y también con quienes, sin profesar una fe explícita, vivían un profundo respeto por la dignidad humana.
Una de esas experiencias fue un taller en torno al concepto de “poder”, donde emergieron frases desafiantes como: Poder hacer – juntos, Poder tejer – vida, Poder ser – en comunidad. Aquello ocurría en un tiempo donde, aunque imperfecto, predominaba el deseo de diálogo y existían organizaciones que buscaban construir humanidad desde lo común. En ese entonces, se podía pensar una educación orientada a formar ciudadanos de paz.
Ese escenario contrasta con el actual: un mundo donde liderazgos —locales y globales— promueven miradas extremas que deshumanizan al otro por pensar distinto. La des-civilización avanza, el consumo se impone como forma de relación, y el tejido social se fractura. Las instituciones, lejos de actuar por el bien común, se ven forzadas a responder a intereses particulares. Lo vemos en lo íntimo, en lo comunitario y también en lo internacional.
En este contexto, quienes tienen la responsabilidad de liderar deberían actuar con sabiduría, escucha y cuidado. Pero ocurre lo contrario: muchos se ufanan del poder que ostentan y lo utilizan en beneficio propio y de quienes piensan como ellos, demonizando a los demás. Así, asistimos —a través de medios, redes y portales— a un ciclo persistente de violencia promovido por figuras que gobiernan desde la confrontación y la imposición.
Donald Trump y Benjamin Netanyahu, hoy en el centro de la escena internacional, encarnan ese tipo de liderazgo. Muy lejos del espíritu de gobernantes como Pedro Aguirre Cerda, que afirmaba que “gobernar es educar”, estos líderes ejercen un poder carente de humanidad y democracia. No construyen paz: son una amenaza. No respetan la vida: la instrumentalizan.
Hoy, gran parte del mundo presencia, en tiempo real, un contexto de violencia sociopolítica que creímos superado. Desde el genocidio en Gaza contra el pueblo palestino -asesinando niños, niñas y civiles de maneras indiscriminada., hasta la escalada armamentista entre Irán y el mismo Israel, el panorama amenaza la estabilidad global.
Estos liderazgos, que usan la guerra para imponer su voluntad, no solo afectan otras latitudes. Sus consecuencias llegan a nuestras ciudades, economías y escuelas. Ambos mandatarios han construido sus carreras políticas sobre el miedo, la polarización y una supuesta defensa nacional, pero en realidad gobiernan desde la lógica del enemigo. Así como la violencia doméstica marca a nuestros niños, niñas y jóvenes, ver a gobernantes que exigen rendiciones incondicionales o justifican bombardeos sobre civiles genera una inquietante pregunta:
¿Qué sentido de humanidad estamos enseñando al mundo?
Y más profundamente aún: ¿qué pedagogías estamos desarrollando en nuestras escuelas? ¿Educamos desde la imposición o desde la construcción conjunta? ¿Desde el castigo o desde el encuentro? ¿Desde el poder que domina o desde el poder que construye comunidad?
No se trata solo de decisiones militares. Lo que está en juego es el horizonte ético-político de la educación. Vivimos una época donde gobernar parece significar normalizar la guerra, trivializar la muerte, despreciar el derecho internacional y convertir la política en un campo de exterminio simbólico y real.
Cuando educamos desde el desapego con la realidad, convertimos el acto educativo en un proceso funcional al poder. Cuando el poder niega la pedagogía del diálogo, de la escucha, del disenso y de la comunidad, deja de ser legítimo: se transforma en una amenaza contra la civilidad y contra la idea misma de bien común.
Por eso, no basta con denunciar. Es urgente educar para el bien vivir, fortalecer una ciudadanía crítica, recuperar la palabra, rehabilitar el cuidado, defender lo común. Necesitamos impulsar redes que se levanten desde el sur, desde las aulas, desde las comunidades, con otra ética: la de la justicia, la ternura, la memoria y la esperanza.
Hoy, analizar el conflicto entre Irán e Israel no puede reducirse a una cuestión militar. Es un espejo de la humanidad que estamos construyendo. Y ante la barbarie, no podemos responder con silencio ni con armas: respondemos educando. Soñando colectivamente —sin ingenuidad—, pero con decisión. Porque si el poder no educa, entonces la pedagogía debe convertirse en fuerza política transformadora. Y eso, lo sabemos bien, habita en las aulas de todos los días.
Que experiencias como las vividas en el Centro Ecuménico Diego de Medellín, la pedagogía de Paulo Freire o los llamados al encuentro desde la otredad, como propone Carlos Skliar, nos permitan persistir en un horizonte de humanidad.
Frente a líderes mundiales —que trascienden incluso a Trump o Netanyahu— y que parecen haber olvidado los horrores del siglo XX y sus consecuencias, debemos responder desde las aulas, haciendo frente a la violencia escolar como un primer paso para desnaturalizar formas de relación que son una afrenta directa a nuestros niños, niñas y jóvenes, quienes ya son el presente de nuestras comunidades educativas y, por tanto, del sentido mismo de sociedad.
Por Francisco J. Guajardo Medina
Profesor Educación Básica mención Lenguaje y Comunicación
Postítulo en Integración Educativa
Magíster en Educación Mención Integración Pedagógica y Social
Magíster en Educación Mención Gestión de Calidad
Pedagogo
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