Por Miguel Ángel Rojas Pizarro

A veces, la historia nos deja héroes, nombres que se graban en bronce. Otros, en cambio, se graban en el alma del pueblo. El almirante Arturo Fernández Vial pertenece a esa segunda categoría.
Fue marino, sí. Participó en la Guerra del Pacífico, combatió en el combate naval de Iquique, sobrevivió al hundimiento de la Esmeralda y fue prisionero en Perú. Pero cuando uno escucha su nombre en boca de una hinchada popular, no lo recuerda por sus brillantes medallas y galones, sino por algo mucho más grande: por haber elegido el camino de la justicia y la empatía cuando tenía todo el poder para reprimir y generar una masacre de sangre, como la ocurrida en la Escuela Santa María de Iquique.
Corría el año 1903. El puerto de Valparaíso hervía entre grúas, silbatos, frío, cansancio y el grito desesperado de los trabajadores portuarios y ferroviarios. Habían decidido parar todas las faenas. Exigir lo justo. Salarios dignos. Un poco de humanidad en las condiciones laborales más básicas.
El gobierno de la época, muy nervioso, liderado por el presidente Germán Riesco, envió al contraalmirante Fernández Vial a controlar la situación.
Pero Vial no llegó con sable ni bayoneta. Llegó con su mejor arma: el oído. Escuchó a los obreros. Caminó entre ellos. Preguntó antes de ordenar. Propuso diálogo en lugar de represión. Y promovió un tribunal arbitral que puso fin al conflicto sin derramar una sola gota de sangre.
Ese gesto, sencillo pero gigantesco, le cambió la vida al pueblo y al oficial de marina. Porque a veces, el verdadero combate no ocurre en la guerra, sino en la conciencia.
Lejos del puerto, en Concepción, un grupo de trabajadores ferroviarios sintió que ese acto de humanidad debía vivir para siempre. Su equipo de fútbol, entonces llamado International F.C. (fundado en 1897), cambió de nombre y se convirtió el 15 de junio de 1903 en el Club Deportivo Ferroviario Almirante Arturo Fernández Vial. No por marketing. No por fama. Sino por amor. Por gratitud. Por memoria.
Y así, en cada partido jugado en tierra penquista, en cada camiseta negra y amarilla sudada en la cancha, vive un poco de aquel gesto del almirante que prefirió ser humano antes que verdugo.

Ya retirado de la vida militar, Fernández Vial no se dedicó al silencio ni al confort del reconocimiento. Optó por un camino aún más revolucionario: la educación popular. Fundó más de una docena de escuelas nocturnas para obreros, convencido de que el saber debía dejar de ser privilegio y convertirse en derecho. Estas iniciativas permitieron a centenares de trabajadores alfabetizarse, aprender oficios, y desarrollar pensamiento crítico en una época donde el acceso a la instrucción era casi exclusivo para las élites. No lo hizo desde una lógica asistencialista, sino desde una visión republicana: formar ciudadanos libres, conscientes y activos. Además, impulsó círculos de lectura, actividades deportivas y asociaciones de ayuda mutua, entendiendo que la patria también se construye en el aula, en el taller y en la conversación colectiva. Como señala Salazar (2011), Fernández Vial fue uno de los pocos miembros de la oficialidad chilena de su época que comprendió que la educación del pueblo era un deber moral del Estado y de sus servidores públicos.
Hoy cuesta encontrar oficiales así en nuestras Fuerzas Armadas. No porque no existan, sino porque el sistema los empuja a mirar desde lejos, a obedecer sin pensar, a vivir en burbujas de privilegio que los separan del Chile que madruga, que se sube al micro o al metro, que transita horas para ir a trabajar, que hace milagros para llegar a fin de mes.
Escribo estas líneas con la esperanza de que algún joven cadete naval, algún futuro oficial de nuestras FF.AA., las lea y se haga una pregunta incómoda pero hermosa:
¿Y si yo también puedo ser como el almirante Arturo Fernández Vial? ¿Y si el honor no está en las medallas, sino en la coherencia de mis actos? ¿Y si el deber no es defender órdenes ciegas, sino proteger la dignidad del pueblo y de la república? ¿Y si el verdadero servicio a la patria es estar al lado de quienes sufren, no por encima de ellos?
Porque este país no necesita más trajes de seda planchados ni sables relucientes sin ningún uso. Chile necesita oficiales que se agachen a levantar al herido, que escuchen a la madre que exige justicia, que entiendan que la patria está hecha de carne y hueso, de lágrimas y esperanza.
El almirante Arturo Fernández Vial lo entendió. Y por eso, más de un siglo después, su nombre aún se canta en las tribunas y galerías, no como un héroe lejano, sino como un compañero.
Atrás quedaron las valientes jornadas de la Guerra del Pacífico,
cuando jóvenes cruzaban bajo arcos triunfales,
tras de sus bravos generales,
con sus banderas desgarradas por las balas
y sus estrellas mostrando cicatrices de guerra.
Volvieron invictos.
Pero hoy las batallas son otras. Ya no marchamos hacia el desierto ni saltamos al abordaje como Prat. Hoy el enemigo viste de indiferencia, se esconde en la desigualdad, en la pobreza, en el narcotráfico, en el abandono de las poblaciones, en el llanto de los niños sin escuela, con hambre y frío, en la rabia de los trabajadores sin derechos. Y por eso, Chile no necesita soldados que repitan glorias pasadas. La patria necesita oficiales con alma de pueblo.
Sean como el almirante Fernández Vial. No para repetir la historia. Sino para transformarla. Hoy necesitamos menos comandantes Crespo y más almirantes Fernández Vial. El almirante del pueblo.
Por Miguel Ángel Rojas Pizarro
Profesor de Historia, Psicólogo Educacional y Psicopedagogo.
Referencias
- Salazar, G. (2011). Labradores, peones y proletarios: Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX. Santiago: LOM Ediciones.
- Collier, S., & Sater, W. F. (2004). Historia de Chile, 1808-2002. Santiago: Cambridge University Press / Editorial Universitaria.
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