Por Pelao Carvallo
Brad Sigmon al momento de su muerte, tenía dos claridades y una esperanza. Claridad respecto a que moriría en la hora, fecha y lugar determinado por la justicia estadounidense y respecto a que tenía un argumento sólido para librarse de ese destino labrado por la burocracia penal. Y una esperanza: ese argumento era la base de la cultura tanto suya propia como de la sociedad de la que formaba parte hasta el momento. Sigmon dijo muy sentidamente «Quiero que mi declaración final sea de amor y disculpa» y que «Ya no vivimos bajo la ley del Antiguo Testamento, ahora vivimos bajo el Nuevo Testamento«. Comprobó, frente al pelotón de fusilamiento, que se había equivocado. El Nuevo Testamento había sido derrotado.
La influencia del Nuevo Testamento en la extensión social, cultural y geográfica que se llama Cristianismo es cada vez menor, siendo desplazado entre quienes se llaman a sí mismos cristianos (independiente de la denominación específica con la que se (o les) identifiquen) por el mayor peso del Antiguo Testamento. Ambos Testamentos conforman para el mundo cristiano el libro sagrado de sus creencias, la Biblia. Que el texto a interpretar (el Antiguo Testamento) haya abolido al texto guía, clave y llave de la interpretación es un acontecimiento cultural, social, político e histórico de tal magnitud que sólo se explica la poca atención que le hemos dado a que su eclosión ha venido tras una larga y lenta cocción de siglos, tantos siglos como tiene lo que, por no enterarnos, seguimos llamando cristianismo.
El Nuevo Testamento recoge la mirada y la perspectiva original del cristianismo. Sin Nuevo Testamento en el centro no hay cristianismo. De hecho, el cristianismo del Nuevo Testamento contradice al Antiguo Testamento. Y viceversa. Por ello la relación entre ambos fue de usar el Nuevo como lentes para ver el Antiguo. Lo nuevo permitía entender lo antiguo con esa mirada nueva, mirada que se puede resumir en una rebelión permanente a las formas culturales de lo antiguo. Frente a lo local, lo estipulado, lo burocrático, autoritario, dogmático, divisionista, guerrerista y punitivo de lo antiguo se presentaba un igualitarismo, flexibilidad, universalismo y antijerárquico de lo nuevo que se resumía en una estrategia de crecimiento por la radicalidad empática: de destruir los muros a trompetazos a amar a tu enemigo. De las siete plagas a dar la otra mejilla.
De lo local entonces a lo universal, de la política del odio y la venganza a la estrategia subterránea de la empatía y la afirmación en la contradicción: me opongo tanto a lo que haces que te doy la otra mejilla para que la golpees. La fuerza de la impotencia frente a lo antiguo que proponía la fuerza del castigo. El Nuevo Testamento, base del cristianismo, partía de una posición impotente como pilar de la construcción de su mirar: los últimos, es decir los últimos de todas las escalas, las personas más débiles, serán las primeras. En una dialéctica insalvable proudhoniana el cristianismo está asentado en un imposible: hacer de los últimos los primeros hasta que los nuevos últimos los desplacen. Un imposible que siempre encontró oposición en las institucionalidades del cristianismo.
Ser entonces los primeros casi dos milenios no puede sustentarse en una política tan revulsiva como la empatía radical. Por eso es que el Nuevo Testamento se ofreció a los poderes que había en el momento de su expansión en conjunto con el Antiguo Testamento, en tanto este texto sí ofrecía un leguaje de poder que les fuese útil. Un juego de milenios ha permitido que el Nuevo Testamento haya podido seguir jugando su papel de interpretador, clave, llave y estrategia dentro del universo del cristianismo. Para adquirir una institucionalidad que alejara las persecuciones, el cristianismo debió entregar una herramienta para administrar desde el poder esa institucionalidad: el Antiguo Testamento. Lastrado por algo que lo contradice y condiciona, el cristianismo se expandió por el mundo diciendo a los últimos que serían los primeros y a los primeros que no se preocuparan, que seguirían siendo los primeros.
No es sorpresa entonces que vivamos tiempos de Trump, Musk y seres similares, de izquierda o derecha. La sorpresa es que no nos enteremos que es inevitable que esta cultura haga surgir ese tipo de políticos en tanto el freno y contrapeso cultural que había en el cristianismo ha sido abolido: el Nuevo Testamento ya no importa. Cierto que otras construcciones culturales (los ateísmos de izquierda, las espiritualidades individualistas orientalistas, los fascismos neopaganos) han querido acabar o disminuir desde fuera con la influencia del cristianismo, pero quien ha tenido éxito en esa tarea ha sido el propio cristianismo que se ha desplazado desde el Nuevo Testamento al Antiguo como eje y centro de su cultura. El cristianismo ha tenido éxito en la tarea de descristianizarse. Hoy, pues, no hay o hay muy poco cristianismo en lo que se llama con ese nombre. Cuando habla Trump, por ejemplo, lo que escuchamos es el Viejo Testamento. Cuando habla Musk, Orbán, o cualquier ejemplo similar, lo que se dice es veterotestamentario. Y así, todo ‘bro’, de toda edad, sexo y condición.

La agresividad, el servilismo no conflictivo frente a esa agresividad, la política de golpear con ventaja y alevosía, las criminalizaciones mediáticas desde posiciones de ventaja, el ladrido permanente como forma comunicativa, el recitar consignas sin capacidad de interpretarlas, las élites inundadas de la sensación de ser un pueblo elegido ya sea en lo económico, político o estético; este incómodo momento de autoritarismo autojustificado en la autoridad y nada más que eso, en fin, la permanente gestión arbitraria por exceso de ego y egoísmo, todo ello es como opera la lógica social en esta cultura que, tras casi dos milenios, ha desechado el Nuevo Testamento y se ha pasado totalmente al Antiguo como pensamiento base. Estamos en ese momento en el cual la situación se ha terminado de explicitar. Aun cuando no tengamos nombre para ello y suene raro llamarlo Cristianismo veterotestamentario. Cristianismo descristianizado. Es decir, sin esperanzas ni rebeldías, como se enteró Brad Sigmon[1] la noche del 7 de marzo de 2025 en Carolina del Sur, EE.UU.
Por Pelao Carvallo
Integrante del Grupo Clacso de Trabajo sobre Memorias Colectivas y Prácticas de Resistencias y de la Red Antimilitarista de América Latina y el Caribe (Ramalc)
7 de agosto de 2025
Publicado originalmente el 10 de agosto de 2025 en ABC de Paraguay.
[1] Ver https://www.bbc.com/mundo/articles/cx2836zw29zo
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