Por Verónica Aravena Vega

¿Recuerdan esa frase infame que José Kast pronunció sobre las mujeres víctimas de violación? “Las mujeres que conozco me dijeron que esas guaguas [bebés] las salvaron de un infierno”. Esa afirmación no solo es hiriente; desnuda una visión profunda y peligrosa: para Kast y para el sector ultraderechista al que representa, las mujeres no somos ciudadanas plenas con derechos, sino incubadoras pasivas, objetos destinados a gestar sin importar el padecimiento, el contexto ni el consenso. Nuestro dolor, nuestra salud, nuestra autonomía: nada de eso pesa tanto como su obsesión por imponer un mandato biológico y moral.
Cuando Kast habla de “vida”, está hablando de control, no de dignidad. Porque aquel que no respeta nuestra autonomía tampoco tiene interés en construir una verdadera política de vida: su discurso es selectivo, utilitario, restrictivo. El silencio que mantiene frente al aborto no es torpeza intelectual, sino estrategia deliberada. Se niega a entrar en un debate público profundo, porque sabe que un escrutinio honesto pondría al desnudo la contradicción de sus palabras: defender la vida mientras niega la libertad.
Kast no defiende la vida. Su historial político y sus declaraciones públicas muestran otra cosa: una defensa selectiva, hipócrita de la vida, que ignora a las víctimas de violencia, tortura y violaciones sistemáticas. En 2021 elogió públicamente a Miguel Krasnoff, agente de la DINA responsable de violaciones, torturas y asesinatos. Durante la dictadura, las mujeres que cayeron bajo su poder no solo sufrieron golpes; fueron violadas y sometidas a torturas sexuales sistemáticas. Kast, al intentar justificar lo injustificable, no reconoce estos crímenes. Este silencio es coherente con la lógica de un sector político que prioriza la narrativa y el control sobre la justicia y los derechos humanos.
Y ese proyecto se extiende también, sobre nuestros cuerpos reproductivos. La ultraderecha no aboga por políticas de salud pública: no promueve educación sexual integral, ni acceso real a anticonceptivos, ni servicios de salud dignos para las mujeres. Más bien apuesta por un modelo moral que nos empobrece, que nos invisibiliza y que nos reduce a roles predefinidos. Su propuesta no es emancipadora: es regresiva.
En 2017, logramos un avance en Chile: el aborto bajo tres causales pasó a ser legal. Pero ese derecho no ha significado igualdad real; sigue siendo un privilegio para muchas. Según estudios, la mayoría de las mujeres que acceden a un aborto legal pertenecen a sectores de clase media-alta o alta. Mientras tanto, las mujeres con menos recursos, las que viven en zonas alejadas o que no pueden pagar clínicas privadas, recurren a la clandestinidad, arriesgando su salud y su vida. Se habla poco de las más vulnerables: mujeres que no pueden esperar meses por atención pública, que no tienen medios para desplazarse, que no cuentan con información confiable. Ellas son las más castigadas por la desigualdad, y cuando se criminaliza el aborto, se criminaliza la pobreza, la marginalidad y la falta de poder.
Esto no es una cuestión de moralidad individual, ni de debate religioso: es una cuestión de justicia y de ciudadanía. No podemos aceptar que un grupo minoritario imponga su moral sobre la mitad de la población, decidiendo por nosotras qué podemos hacer con nuestros cuerpos. Si Kast llegara al poder con su agenda controladora, no solo estaríamos ante la criminalización del aborto: estaría en juego la criminalización de las mujeres, de su libertad para decidir, de su derecho a existir por sí mismas y no solo como gestantes.
El retroceso que ofrecen no es exclusivo de Chile. De hecho, la ultraderecha global ha puesto su mirada en los derechos reproductivos. En Europa, organizaciones conservadoras y antiderechos han avanzado bajo diversos gobiernos, erigiendo barreras silenciosas o abiertas al aborto. Amnistía Internacional advierte que al menos una docena de países –como Alemania, Austria, Hungría y Croacia– están imponiendo plazos de espera obligatorios, asesoramiento obligatorio, o permitiendo que facultativos se nieguen a realizar abortos por objeción de conciencia.
En Polonia, por ejemplo, el acceso al aborto es severamente restringido: solo se permite en casos de violación, incesto, o riesgo para la vida de la mujer. Recientemente, el Parlamento polaco rechazó un proyecto para despenalizar la asistencia al aborto, lo cual significa que quienes ayudan a otras a interrumpir un embarazo, incluyendo familiares o médicos, pueden ser castigados penalmente. Este tipo de leyes no solo criminalizan a las mujeres, sino también a sus redes de apoyo. Justyna Wydrzynska, activista polaca, fue juzgada por facilitar abortos, en un contexto donde la asistencia médica segura está subordinada a la persecución legal.
En este contexto, las mujeres han organizado clínicas feministas de apoyo para hacer frente a la criminalización institucional. En Varsovia, por ejemplo, la Fundación para la Planificación Familiar ha abierto un centro para ofrecer orientación, salud mental y atención ginecológica, incluso cuando el aborto legal está severamente restringido. Su labor es un acto de resistencia, pero también evidencia la urgencia de proteger el derecho a decidir como algo más que una demanda: una necesidad básica.
El ascenso de la ultraderecha en Europa no es homogéneo, pero sus efectos sobre los derechos reproductivos se multiplican. En Italia, bajo el gobierno de Giorgia Meloni, los activistas antiaborto han obtenido permiso para ingresar a clínicas abortivas. En Hungría, el Ejecutivo de Viktor Orbán ha impuesto medidas que obligan a las mujeres a escuchar el latido del feto antes de interrumpir el embarazo. Estas maniobras no son marginales: forman parte de un proyecto mayor, global, orquestado por grupos transnacionales conservadores que buscan revertir derechos fundamentales.
Frente a esa ofensiva, hay también resistencia europea: se ha lanzado la iniciativa ciudadana “Mi voz, mi decisión”, que ya supera el millón de firmas. Su objetivo es que la Unión Europea garantice un aborto libre, seguro, gratuito y accesible en todo el territorio, y que apoye el desplazamiento entre estados donde el aborto aún está restringido. Es un acto de solidaridad transnacional: un mensaje claro de que defender los derechos reproductivos es también resistir la agenda de la ultraderecha.
No es menor que Francia se haya convertido en el primer país del mundo en consagrar el derecho al aborto en su Constitución. En un momento político en que la extrema derecha avanza, este tipo de medidas constitucionales constituyen un dique legal fundamental contra la regresión. Al blindar el derecho al aborto, Francia envía un mensaje contundente: no vamos a permitir que nuestros cuerpos se conviertan en campos de batalla de proyectos antiderechos.
Entonces, ¿por qué defender el aborto? Porque es un escudo contra la regresión política, una barrera contra la imposición del control patriarcal, y un pilar de la democracia. Defender el aborto no es solo reivindicar una conquista social: es decir “no” a un proyecto autoritario que ve en las mujeres una población a controlar, no a ciudadanas con derechos plenos.
Nuestra lucha no es solo local: es global. Cuando defendemos el derecho a interrumpir un embarazo con seguridad y dignidad, enfrentamos un modelo ideológico que no solo representa a Kast o a su sector, sino a una red más amplia que opera en múltiples fronteras. La ultraderecha no actúa aislada: exporta su agenda antifeminista a través de partidos, movimientos religiosos y alianzas internacionales.
No basta con resistir: tenemos que construir alternativas poderosas. Necesitamos políticas que garanticen no solo la legalidad del aborto, sino su accesibilidad real: educación sexual desde la infancia, acceso universal a anticonceptivos, sistemas de salud públicos capacitados y sin objeciones institucionales, redes de acompañamiento para quienes abortan, y un marco legal que proteja a quienes ayudan y acompañan.
El aborto es justicia, es salud pública, es ciudadanía. No podemos permitir que la idea de “defender la vida” se convierta en una excusa para robarnos la libertad. No basta con victoria legislativa si no hay justicia real para las mujeres más vulnerables.
Como advertía Simone de Beauvoir: “Basta una crisis para que los derechos de las mujeres sean cuestionados de nuevo”. Esa crisis ya está aquí. Tenemos que articularnos con quienes resisten en otros países, aprender de su experiencia, construir alianzas transnacionales, y elevar nuestra voz para exigir un futuro donde nuestras vidas –y nuestras decisiones– no estén a merced de la agenda de control de la ultraderecha.
Y sí amigas, van a por nosotras. Pero nosotras vamos a por nuestras libertades.
Por Verónica Aravena Vega
Psicóloga. Doctora en Estudios de Género y Política, Universidad de Barcelona. Máster en Masculinidades y Género. Máster en Recursos Humanos. Máster en Psicología Social/Organizacional. En Instagram
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