Por Jean Flores Quintana

La condena a 17 años de presidio contra el exdirector general de la PDI, Héctor Espinosa Valenzuela, es la sentencia más clara contra la traición al deber público de probidad en el más alto nivel. Espinosa no robó por necesidad; robó amparado en la autoridad, desviando $146 millones de pesos de los sensibles gastos reservados. Su crimen, arquetipo de la corrupción de «cuello y corbata,» fue la punta de lanza que reveló la existencia de una verdadera «arquitectura de la corrupción» operando desde la cúpula policial.
La estructura de poder que lo protegió es la metástasis que ha invadido los órganos vitales de nuestra República.
El valor de esta impunidad se mide en los activos que la red se dedicó a proteger. Las filtraciones de Sergio Muñoz a Hermosilla blindaron causas donde había «billones en juego». El mecanismo, articulado a través de Luis Hermosilla, no fue caridad, sino una inversión con retornos asegurados. Esto aseguró la viabilidad legal de Minera Dominga, un proyecto de US$2.500 millones (aproximadamente $2,3 billones de pesos chilenos). La protección se extendió a operaciones financieras de Casino Enjoy, buscando blindar sus concesiones y su flujo de ingresos, que solo en 2023 superó los $318.000 millones de pesos. El servicio alcanzó a unidades especializadas: se filtraron datos desde la Brigada de Delitos Medioambientales (Bidema) para beneficiar a Sokim en conflictos por usurpación de aguas, evitando multas y demandas que podían superar los cientos de millones de pesos, además del riesgo de colapso de sus operaciones. La PDI, bajo esta dinámica, se transformó en una agencia de inteligencia privada al servicio del lucro corporativo.
El blindaje no se limitó al capital; también se extendió a la protección de políticos caídos en desgracia de la clase patronal. Muñoz filtró sistemáticamente a Hermosilla los antecedentes de la investigación por malversación y fraude contra el exalcalde Raúl Torrealba, cuyo perjuicio fiscal fue fijado en $761 millones de pesos. De igual forma, filtró información sobre la indagatoria que afectaba al exintendente Luis Felipe Guevara por irregularidades en la adjudicación de proyectos, donde la Contraloría detectó sobreprecio que superaba los $680 millones. El beneficio era táctico e invaluable: anticipar cada movimiento policial o solicitud de la Fiscalía para que estos líderes tuvieran tiempo de preparar su defensa, ocultar evidencia o dilatar el proceso. La justicia y la información se transformaron en bienes transables que garantizan los privilegios políticos y financieros de esta élite.
Esta «democracia de favores» genera el contraste más doloroso: la misma matriz de poder que erige un escudo de impunidad para los Torrealba y los gestores de los billones de Dominga, es la que desata un garrote judicial y mediático con celeridad desproporcionada contra figuras como Daniel Jadue. La Ley, en manos de esta arquitectura, ha dejado de ser un instrumento de justicia para convertirse en un arma de proscripción política que castiga a quienes amenazan el statu quo.
El costo de la corrupción en la PDI se mide en seguridad ciudadana perdida, pues los $146 millones malversados fueron sustraídos del combate al narcotráfico. Para extirpar la metástasis, se requieren reformas estructurales, no paliativos:
Eliminación de la Opacidad: Es urgente la eliminación o fiscalización total e irrestricta de los Gastos Reservados.
Control y Rendición de Cuentas: Exigencia de un organismo de control externo y autónomo para las policías y el Ministerio Público que ponga fin a la cooptación.
Solo cuando la Ley deje de ser un escudo inexpugnable para el capital y un garrote infalible contra el pueblo, podremos empezar a exigir que la justicia chilena recupere su promesa de ser verdaderamente ciega y justa.
Por Jean Flores Quintana
Politólogo
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