Por Aldo Bombardiere Castro

Al parecer hemos llegado a un punto muerto a nivel planetario. Un punto donde la vida misma, los mundos, los cuerpos y la imaginación parecen quedar subsumidos por la transparencia e infinitud de las redes algorítmicas y de las estructuras y flujos de dominación que de ellas emanan. Redes, por cierto, que han sido extendidas por la cibernética y los dispositivos de control, autoritarismos, supremacismo y diversos modos de extractivismos, dando cuenta de una nueva ola de aceleración, crecientemente neofascista, del sistema productivo del capital en su fase financiera neoliberal. Nada de esto, por cierto, escapa a la realidad nacional.
Las elecciones presidenciales de este domingo 14 poseen una significación especial. Por un lado, si hasta hace unos meses la victoria del neofascista de Kast era inminente mientras hoy yace en duda; por otro lado, podríamos decir que el triunfo de la lógica neofascista ya se ha efectuado, con todas las propiedades esenciales de un hecho consumado.
Pues bien, así como espacialmente se trata de un proceso a escala planetaria, esto es, omniabarcante, con respecto a su desarrollo temporal el neofascismo ha presentado un vertiginoso y creciente avance. Quizás existan pocos momentos histórico-políticos en los últimos siglos capaces de resucitar a un movimiento de masas dado por fenecido en tan escaso lapso temporal y con tan amplios alcances geográficos. El neofascismo ha resucitado al espíritu de los fascismos, esos movimientos de culto a la violencia y explícita captura y destrucción de la vida, condenados por los discursos liberales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y lo ha hecho dentro del perímetro abierto, mantenido y secularmente sacralizado por las democracias liberales: una institucionalidad democrática, que va desde la esfera pública habermassiana hasta la tripartición de poderes integrantes del paradigma estatal de Montesquieu, dominada por la dictadura de un libre mercado concentrado, cada vez en menos cantidad y más poderosas manos. El avance del neofascismo, dado gracias a la complicidad tanto del conservadurismo y del liberalismo de derecha como del progresismo nacido de una modernidad ilustrada, revela, a su vez, una crisis del mismo sistema donde estas fuerzas se expresaron. Hoy la misma democracia burguesa, sin requerir de los totalitarismos distintivos de los fascismos históricos, exhibe su esencial y consecuente transformación neofascista.
Los regímenes democráticos (valga el nada engañoso oxímoron) han contribuido desvergonzadamente a la sumatoria e intensificación de las violencias sociales, económicas, laborales, políticas, culturales, medioambientales, de género y de clase, entre otras. Con ello no se da cuenta de una simple deriva de la modernidad técnica, sino del cumplimiento de su esencia hipertrófica, sobre todo -tal cual nos ha enseñado Adorno– cuando ella prescinde de sus motivaciones emancipatorias, enraizadas al desenvolvimiento del pensamiento, la crítica y la cultura, para ceñirse al unidimensional desarrollo tecno-económico, resultado del maridaje entre conocimiento y dominación de la naturaleza. Por lo mismo, las dinámicas de las democracias han ido de la mano con la profundización del neoliberalismo, con el robustecimiento de sus valores individualistas y competitivistas, reflejados en una ubicua retórica del emprendimiento, la meritocracia, así como de la precarización de la vida, del pensamiento, de la sensibilidad y de la imaginación. Componentes aglutinados por discursos de odio, afectos reactivos y promesas de seguridad en aras de una presunta libertad, por cierto, siempre negativa.
De esta manera, todos y todas, en mayor o menor medida, vivimos alienados. Porque los neofascismos sólo pueden surgir y perdurar a partir de tal condición de posibilidad: de la pérdida de discernimiento entre la alienación de lo dado y un juicio crítico capaz, al mismo tiempo, de cuestionar y construir la realidad. Sabiéndolo o no, seguimos presos del imperio de la alienación como forma última y gozosa de procesos de dominación consentidos y, a la vez, estructurales. En tal estado crítico pero carente de crítica, los ideales modernos sostenidos en la autonomía de la razón, no hacen más que aumentar nuestro nivel de confusión. La alienación aún es concebida a la luz de una lógica del sujeto, de carácter supremacista y elitista, donde una consciencia autoengañada y culpable de su ignorancia, la haría merecedora de castigo colectivo: el neofascismo. Quizás el primer paso para comprender y transformar el tipo de alienación que hoy nos embarga consiste en derrocar la imagen del sujeto autónomo, racional y soberano de sí que no fuimos capaces de llegar a ser. Derrocarla, precisamente, para neutralizar aquella culpabilidad, tan capitalista como cristiana, que los neofascismos se esmeran en redirigir, exaltar, administrar, instrumentalizar y, sobre todo, asegurar securitariamente.
El giro securitario que ha adoptado el planeta, y particularmente Chile, responde a tal deseo que mezcla terror y despotismo, ansias de goce privado y diluvio justiciero contra un otro siempre culpable. ¿Por qué? Debido a que, al decir de Julio Cortés Morales, quien sigue a Sergio Villalobos-Ruminott, “la metamorfosis del fascismo lo llevaría a operar no tanto en el plano superestructural, sino que a nivel molecular, y desde ahí intenta controlar la existencia social, dándole forma y organización” (Cortés Morales, 2023, p.134)
Así, en Chile nos encontramos ad portas de una elección presidencial entre Jeannette Jara -presuntamente comunista- y José Antonio Kast -presuntamente liberal-. El panorama poco tiene de alentador. Pero no sólo porque Kast -quien realmente es un neofascista- aún cuenta con altas opciones de resultar electo, ni tampoco porque a esto se agregue la mayoría de parlamentarios que la derecha ostenta en el Congreso. Más bien, el neofascismo ha vencido desde que el discurso securitario fue copando la agenda político-comunicacional del país. Para decirlo en una palabra: la presencia central del discurso securitario ha asentado sus bases, aún más sólidas e implacables que en los 90 y 2000, desde la derrota sufrida por la Convención Constitucional el año 2022 (Karmy, 2025). Esa derecha, con todo su aparataje “valórico”, tradicionalista, financiero, comunicacional y más, se vio forzada a activar el conjunto de dispositivos pertenecientes a su matriz ideológica, logrando destruir a las fuerzas refundacionales populares a manos de una incipiente propuesta de restauración afectiva de índole conservadora. Esta restauración, en definitiva, permitió criminalizar la revuelta popular, bajo el signo de furia anómica, vandalismo e irracional odio social, generado por la supuesta insatisfacción de la ciudadanía ante un neoliberalismo cuya promesa de consumo no había sido suficientemente neoliberal. En una palabra, las fuerzas oligárquicas pudieron restituir el orden producto de un diagnóstico ilusorio pero eficaz: la ciudadanía yacía furiosa no a causa de una crisis estructural del capital, sino por lo contrario, por no poder acceder a la fiesta del consumo inherente al sueño neoliberal.
Junto con esto, la derecha logró capitalizar (literalmente) el momento de repliegue biosecuritario brindado por el confinamiento pandémico. Un golpe táctico de gran envergadura, cuyos efectos hoy son patentes, encontrando consonancia con las retóricas securitarias. Por ende, este golpe táctico sólo encuentra plena relevancia en la medida que se inserta al interior de un proceso mayormente elaborado y de raíz procesual: su servicio a una estrategia. En efecto, los dispositivos y movimientos de una incipiente neofascistización, la cual hoy parece envolver al mundo, operaron como telón de fondo no sólo para la neutralización y criminalización de la revuelta, sino, sobre todo, para instalar una episteme, es decir una racionalidad -y un estado de cosas-, o sea, una atmósfera afectiva, marcado por la desconfianza de las autoridades, el miedo al contagio y, posteriormente, a la figura del otro, en particular los cuerpos migrantes. En síntesis, la escena mediática nacional poco a poco era subsumida por el núcleo de sentido central: el centro discursivo de lo securitario, en cuanto única respuesta frente a una maximizada episteme del pánico.
Bajo tal prisma, el concepto “seguridad” cumple un rol relevante en el proceso de neofascistización mundial. Pero en el ámbito del neofascismo chileno aquel concepto se vuelve nuclear: en torno de su centralidad girarán todos los demás componentes discursivo-afectivos que integran la precariedad simbólica de la máquina de dominación neofascista. En efecto, las usuales y simplistas categorías dicotómicas instaladas por la ultraderecha chilena hallan su justificación y fundamento, de manera más próxima o lejana, en la noción de seguridad, entendida en sentido eminentemente policial. Por ejemplo, es el caso de los siguientes binomios: el xenófobo –migrante/chileno-; el patriarcal y homófobo –género y feminismo/familia-; el neoliberal –gasto público/inversión privada-; el soberanista –Derechos Humanos y respeto a la ONU/ autonomía legislativa nacional-; el disciplinante y moralista –pereza/trabajo-; el civilizatorio –indigenismo/modernidad-; el falsario –ley de medios/libertad de expresión-; el extractivista –preocupación medioambiental/crecimiento económico primermundista-; el criminalizante –terrorista/ciudadano-; el motivacional –pobre/emprendedor-; el privatizante -corrupción y grasa estatal/eficacia y gestión empresarial-; el cultural –arte y humanidades/ciencia y funcionalismo tecnológico-; el específicamente securitario –delincuencia, criminalidad y narcotráfico/máximas atribuciones policiales-. Así, en el discurso de Kast estos binomios -por mencionar solamente algunos- descansan en la primacía de un único elemento, el securitario, capaz de operar como eje articular y nuclear de todas las nociones que giran alrededor suyo.
Por cierto, en tiempos de crisis e incertidumbre, la seguridad enarbolada por la ultraderecha viene a representar el fundamento capaz, justamente, de imponer la promesa de una estabilidad de base, a modo de condición de posibilidad necesaria para todo orden social ulterior; orden asumido como mera libertad negativa, cuya máxima expresión se plasmaría en el acceso al consumo (a costa del endeudamiento) y en la realización familiar (a costa de la xenofobia y homofobia). En ese sentido, el rol central de la seguridad, cuya presencia en los tópicos más urgentes de la agenda pública nacional se ha mantenido durante décadas y que hoy corona su posición, podría constituir una característica diferenciadora, y particularmente chilena. En efecto, comparando los neofascismos de Trump y Milei con respecto al de Kast, los primeros emergen en calidad de outsiders de la política tradicional, abriendo con su llegada una expectativa de impugnación y superación de la institucionalidad y estructuras democráticas del republicanismo. En contraste, Kast parece moverse, desde un inicio, dentro de los códigos de una democracia neoliberalizada desde los Chicago Boys en adelante, sólo radicalizando hasta el extremo la erosión democrática ya en curso desde 1980. La seguridad, por ende, hoy sólo brinda a Kast y al neofascismo chileno la ocasión de gobernanza y de radicalización de sus políticas de dominación autoritarias, precisamente, por medio de lo que la misma transición concertacionista incubó: la absoluta entrega de la opinión pública a las temáticas instaladas por una laboriosa derecha tradicional, cuya paciencia hoy resulta recompensada con la posibilidad de su propia ultraderechización neofascista.
Ahora bien, a partir de una perspectiva histórica, este fenómeno nacional es aún más comprensible en la medida que se inserta en dinámicas epocales. La alienación colectiva que nos embarga a todos y cada uno de nosotros se torna exitosa, precisamente, gracias al mismo proceso ilustrado y moderno que buscó superarla con su cultura democrática de corte universalista, pero el cual, en su lugar, devino en su natural hipertrofia capitalista. En el caso de Chile, este fenómeno se expresa de forma privilegiada en el gobierno de Boric, en cuanto instancia cúlmine de una izquierda progresista que, moviéndose permanentemente dentro del horizonte instaurado por una ultraderecha cada vez más neoliberal y cada vez más próxima al neofascismo, siempre se mantuvo presa de la agenda temática y de las prácticas empresariales impuesta por aquella ultraderecha. Una izquierda progresista, en efecto, plegada a los designios securitarios, discursos de orden, fomento de inversiones extranjeras y crecimiento económico, la cual, en desesperada búsqueda de beneficios electorales, se ha terminado por mimetizar a tal extremo con la ultraderecha que, a lo sumo, no puede más que ofrecer una mala copia de ésta. Testimonio de ello es la actual preponderancia que ha adquirido tal asunto securitario, represivo y antimigrante en la candidatura de Jara, así como su correlativo conservadurismo neoliberal, donde la figura moderada y responsable de Marcel, ministro de Hacienda de Boric, juega un rol de relevancia. Esto viene a confirmar algo que todos sabemos: los giros “centristas” que ha dado la izquierda a nivel global no sólo son fruto de una evidente derechización de las izquierdas, en cuanto obligadas a moverse en tal dirección dentro de un mapa político de coordenadas preexistentes; más aún, el mismo centro político -aquella famosa tercera vía, en otros tiempos humanista-cristiana o socialdemócrata- se ha derechizado de manera notoria durante los últimos 50 años. La alienación, por consiguiente, supone también la indiferencia de gran parte de las izquierdas ante la significación de este proceso.
Entonces, si el paradigma securitario ya se encuentra asentado a nivel de fundamento retórico, ¿qué puede hacer aquel amplio bloque denominado izquierda, antes que cada una de la diversidad de izquierdas, a la hora de enfrentar tal escenario nacional y también mundial? A mi modo de ver, el primer paso ha de indicar un gesto. Debemos disputar el mismo concepto de seguridad. ¿Cómo? Deconstruyéndolo y descentrándolo, mostrando la potencialidad, y no sólo el fáctico poderío, de sus usos.
Así, lejos de adherirse al paradigma securitario y policial de la seguridad, una posible perspectiva estratégica consta de matizarlo, descomponerlo y exponer la pluralidad de sus acepciones, así como las prácticas y políticas sociales en las cuales encuentra traducción. Seguridad laboral y salarial, por ejemplo, la cual se opone, justamente, a los intereses de la clase oligárquica-empresarial que aquel mismo securitarismo policial neofascista defiende; seguridad de derechos sociales, como salud, vivienda, pensiones y educación, mostrando los vínculos profundos tanto con la reducción de la delincuencia y, sobre todo, con los múltiples tipos de inseguridad y amenazas a la vida que la degradación de estos derechos implica. En suma, y como se puede adivinar, la posible estrategia a elaborar por un bloque de izquierda habría de enfocarse en disputar la noción de seguridad policial y, de forma aún más importante, en deconstruir sus sentidos. ¿Para qué? Con el fin de orientarla hacia políticas y, sobre todo, poéticas del cuidado; esto es, orientada hacia una ética del cuidado. Por cierto, dicho camino empieza por el desmontaje de lo securitario y, tal vez, proseguiría su ascenso gradual por la construcción de un concepto de protección social imbricado a la relación entre formas de vida y Estado.
En una palabra, el desplazamiento de lo securitario hacia el cuidado podría representar una tarea actual y realista de la izquierda, incluso a nivel mundial. Consistiría en hacer del ya instalado odio y del terror frente a un otro estigmatizado y, por lo mismo, ya prefigurado desde la misma interioridad de un yo fascistizado, una tendencia hacia el reconocimiento y la admiración por las dinámicas comunes de las formas de vida humanas y no humanas, solidarias con una ética del cuidado. Se trata de empezar a orientar la mirada no hacia el conservadurismo de la vida, aquel que sólo busca asegurar la mera sobrevivencia; más bien, se trata de hacerlo en vistas de un horizonte de sentido que nos permita habitar la sutil fragilidad de una vida digna de ser cuidada, pero cuya distintiva esencia ha de resistir cualquier principio de aseguramiento.
Para ello, según decíamos, y a la luz de un pensamiento estratégico, sería menester pasar por un momento intermedio antes de recalar en una ética del cuidado. Desde un plano institucional, esto significa desplazarse desde la seguridad policial a una concepción de la protección social garantizada por el Estado. Una tarea de tránsito al interior de una época histórica cuyo movimiento parece, antes que llevarnos a algún lugar habitable, reafirmar la catástrofe contemporánea a la fase neofascista del proceso capitalista.
Y Jara, más allá de la presente coyuntura electoral, bien puede simbolizar un rostro, a mediano plazo y tanto nacional como internacionalmente, capaz de liderar dicha tarea.
Por Aldo Bombardiere Castro
Licenciado y Magíster en Filosofía, Universidad Alberto Hurtado. Profesor adjunto de la Universidad de Santiago (Usach)
Referencias
Cortés Morales, Julio (2023): La religión de la muerte. Post scriptum sobre viejos y nuevos fascismos. Editorial Tempestades, Santiago de Chile.
Karmy, Rodrigo (2025): “El encuentro” en Ficción de la Razón, 2 de diciembre de 2025 [Disponible en https://ficciondelarazon.org/2025/12/02/rodrigo-karmy-el-encuentro/]
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