Hablemos del poder mediático:

Cuando las elecciones se ganan primero en la televisión

La política hoy se juega en el living, en el celular, en el podcast que suena mientras se lava la loza, en el matinal que acompaña el desayuno. Y ese territorio fue cedido demasiado tiempo.

Cuando las elecciones se ganan primero en la televisión

Autor: El Ciudadano

Por Verónica Aravena Vega

Chile votó este domingo, pero el resultado ya estaba escrito mucho antes de que se desplegaran las urnas, los vocales bostezaran a las siete de la mañana y la épica democrática se repitiera como un mantra fatigado. José Antonio Kast ganó la elección presidencial, sí, pero no la ganó en las calles, ni en los debates, ni en los programas de gobierno. La ganó en un territorio mucho más eficaz y menos visible: el relato mediático que durante meses administró la percepción de la realidad, moldeó los afectos colectivos y delimitó con notable precisión aquello que parecía posible imaginar.

Creer que esta elección se decidió por una adhesión racional a un proyecto político es una forma particularmente elegante de autoengaño. Lo que se jugó aquí fue otra cosa: una disputa por la narración dominante, por los marcos desde los cuales se interpreta el presente, por ese espacio difuso donde información, emoción y repetición terminan produciendo verdad. El voto fue el acto final; la campaña real ocurrió en los sets de televisión, en los noticiarios que editorializan sin asumirlo, en los podcasts que juegan a la irreverencia mientras fijan agenda.

Desde el psicoanálisis, la escena resulta casi obscena en su claridad. En contextos de incertidumbre prolongada, el sujeto político no busca complejidad ni deliberación; busca un Otro que ordene el mundo. Alguien que nombre el caos y prometa clausurarlo. Kast encarnó con eficacia esa figura: el padre severo, el que no duda, el que promete seguridad allí donde la democracia ofrece preguntas. No es carisma; es función simbólica.

Frente a eso, la izquierda llegó con un discurso objetivamente más complejo, más responsable, pero también más difícil de traducir en experiencia cotidiana. Le costó ofrecer un imaginario de futuro que no fuera meramente defensivo; le costó salir del marco oficial de la gestión y proponer alternativas que se sintieran no solo correctas, sino deseables. Le costó movilizar afectos positivos —esperanza, deseo, orgullo colectivo— y terminó, demasiadas veces, atrapada en la administración del miedo, en lugar de disputar el horizonte.

Esta era la tercera vez que Kast competía por la presidencia. En sus campañas anteriores, su impronta discursiva se apoyaba casi exclusivamente en los llamados temas valóricos: aborto, anticoncepción, diversidades sexo-genéricas. Una ultraderecha explícita, más cercana al panfleto que al poder. Hoy el libreto fue otro. Kast no abandonó esas posiciones: las desplazó estratégicamente. Comprendió que no eran rentables electoralmente y las retiró del centro del discurso sin renunciar a ellas como trasfondo ideológico.

En su lugar, instaló una consigna tan eficaz como ambigua: “gobierno de emergencia”. Un significante elástico en el que cada cual pudo depositar su propia angustia. Emergencia por la delincuencia, por la migración, por el desorden, por el Estado “ineficiente”. No hubo detalles incómodos ni explicaciones minuciosas: hubo una promesa de orden que funcionó como ansiolítico colectivo.

Aquí conviene volver a Gramsci, ese autor que la derecha chilena no solo cita, sino que aplica. La batalla cultural no consiste en imponer valores explícitos, sino en definir los marcos desde los cuales una sociedad interpreta la realidad. La cultura no es un suplemento moral; es una tecnología de poder. Educación, prensa, centros de pensamiento, expertos omnipresentes: ahí se fabrica el relato.

La derecha chilena lo ha entendido con una disciplina que la izquierda sigue subestimando. La red de think tanksLibertad y Desarrollo, IES, CEP y otros— no opera como simple usina de ideas, sino como infraestructura narrativa. La carta publicada en El Mercurio, firmada por representantes de más de una docena de estos espacios, (allí sostenían que una eventual presidencia de Kast no representaba un riesgo para la institucionalidad democrática y emplazaban a la izquierda a ser autocrítica respecto de su trayectoria y posturas en el resto del continente) no fue una opinión aislada: fue un gesto coordinado de normalización. David Harvey tenía razón: quienes mejor comprendieron a Gramsci fueron los arquitectos del neoliberalismo. Chile vuelve a confirmarlo.

A este entramado se suma la concentración de los medios de comunicación tradicionales. Poca diversidad de propiedad, líneas editoriales homogéneas y una enorme capacidad para fijar agenda. Como advierte Pablo Iglesias en Medios y cloacas, el poder mediático no se ejerce únicamente a través de la mentira directa, sino mediante algo más sofisticado: decidir qué temas existen, cuáles se repiten y desde qué marco se interpretan. En Chile, muchos periodistas se invisten de una supuesta objetividad entendida como neutralidad pasiva: “dar voz a todas las posturas” y retirarse. Pero el periodismo no se agota ahí. Si una persona afirma que está lloviendo y otra sostiene que no, el trabajo periodístico no consiste en poner ambas declaraciones en el mismo plano y declararse imparcial. Consiste en salir a la calle, mirar el cielo y verificar si llueve o no. Todo lo demás es renuncia disfrazada de equilibrio.

El tratamiento del conflicto en la frontera con Perú fue un ejemplo de manual. Durante semanas, la situación migratoria se convirtió en un espectáculo de descontrol permanente: imágenes reiteradas, testimonios seleccionados, ausencia de contexto estructural. El mensaje era inequívoco: el país está siendo sobrepasado, el Estado no responde, alguien tiene que imponer orden. Poco importaba que los datos no sostuvieran ese tono apocalíptico. La percepción ya estaba instalada.

Chile exhibe hoy niveles de percepción de inseguridad muy superiores a los de países con tasas de delitos objetivamente más altas. No es casualidad: es producción mediática de realidad.

Los debates presidenciales confirmaron esta lógica. Kast incurrió en errores evidentes, cifras incorrectas, afirmaciones desmentidas por verificadores independientes. Negó propuestas de su propio programa, evitó explicar cómo se implementaría un recorte cercano a los 6.000 millones de dólares en gasto público y eludió preguntas clave. Sin embargo, el impacto fue mínimo. En algunos podcasts considerados respetables, se sostuvo que esas cifras erróneas eran simples equivocaciones técnicas. Raro. Permítanme sospechar.

En uno de los podcasts más escuchados de Chile, sus conductores negaron abiertamente cualquier capacidad de influencia política mientras discutían sobre la campaña electoral y emitían opiniones (en diferentes espacios) francamente cuestionables. Hablar de política sin asumir poder es, en sí mismo, un acto de poder. La negación de la influencia no la elimina; la encubre.

Aquí entra con fuerza lo que Jorge Alemán ha llamado la no-política: un modo de hacer política que no busca convencer ni deliberar, sino disolver el vínculo entre verdad y realidad. La mentira deja de ser un error y se convierte en método; los hechos ya no organizan el debate, solo flotan como versiones intercambiables. No se gobierna desde la verdad, sino desde la saturación. Desde el cansancio.

Kast entiende esto desde hace años. Lo entendía cuando visitó en la cárcel a Miguel Krassnoff y declaró no creer “todas las cosas que se dicen de él”. No era ingenuidad: era una tesis política. La verdad histórica como relato disputable. La justicia como opinión. El horror como punto de vista.

Hoy, ya presidente electo, no descarta indultos que podrían beneficiar a violadores de derechos humanos. Su agenda cultural no se limita a lo valórico: apunta a algo más profundo e inquietante. La restauración de un orden autoritario donde la verdad no se construye mediante evidencia y consenso, sino mediante poder y fuerza. El viejo “peso de la noche”, actualizado para la era del streaming.

El desafío para la izquierda chilena es monumental. No basta con denunciar fake news ni con insistir en la racionalidad ilustrada. El sujeto político contemporáneo no es un ente puramente racional: es un sujeto afectivo, saturado, cansado. Seguir hablándole como si no lo fuera es una forma elegante de abdicar.

La política hoy se juega en el living, en el celular, en el podcast que suena mientras se lava la loza, en el matinal que acompaña el desayuno. Y ese territorio fue cedido demasiado tiempo.

Porque si algo dejó claro esta elección es que, en Chile, el poder no solo gobierna: narra. Y quien controla ese relato —aunque sea a través de medias verdades, silencios estratégicos y sospechosos “errores”— controla, al menos por ahora, el resultado de las urnas.

El problema no es solo que Kast haya ganado. El problema es cómo ganó. Y lo peligrosamente familiar que nos resulta ese camino.

Por Verónica Aravena Vega

Psicóloga. Doctora en Estudios de Género y Política, Universidad de Barcelona. Máster en Masculinidades y Género. Máster en Recursos Humanos. Máster en Psicología Social/Organizacional. En Instagram


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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