En memoria de Marus Aguilera, mi amada madre

Mi plena gratitud a Dios por darme a la madre que me dio. Gracias siempre gordita hermosa

En memoria de Marus Aguilera, mi amada madre

Autor: Jorge Hernández Aguilera

El pasado viernes 2 de junio falleció mi mamá, a la edad de 63 años. 

Combatió férreamente, durante más de año y medio, un cáncer primario de ovario.

Cada una de las adversidades que se presentaban ante mi madre las fue amortiguando con sonrisa generosa, con inmedible fe. Ello provocaba en mí la certeza de que todo estaría bien, de que podíamos vencer al reloj. A ese reloj osado e indiferente; el reloj del bolero de Cantoral, al que día y noche imploré detuviera el tiempo en sus brazos. 

De mamá lo aprendí todo, lo disfruté todo. 

Fue siempre procurante de mis anhelos ilimitados, de satisfacer mis inquietudes esenciales. 

Al ser yo hijo único se convirtió en mi primera amiga. En mi mejor amiga. Me acompañaba a la portería del traspatio y me aventaba la pelota; pelota a la que me lanzaba intentando alcanzar y tomar, como si de esa forma atrapara mis sueños de ser algún día el arquero de la franja. Fue un sueño largo, el de entregar mi vida al fútbol. Un sueño que fue sostenido en la compañía de mi madre, en su inagotable voluntad de llevarme a cada entrenamiento, de sufrir conmigo los nervios de cada partido.

Recuerdo con mucha emoción las múltiples veces que mi mamá me llevó a los hoteles donde se hospedaban equipos de fútbol. Tras muchas horas de espera y de esquivar algunos dispositivos de seguridad, salíamos de ahí con mi playera repleta de autógrafos. De un momento a otro, pasaba de ver a mis ídolos futbolísticos en televisión, a tenerlos frente a mí, tomándonos una fotografía. Fui de la mano de mi madre a cumplir mis sueños. Ahí cobré conciencia de que esa es la intención de soñar; convertir el sueño en realidad. 

Cuando había una petición mía de por medio, para mi mamá no existían imposibles. Lograba lo improbable. Convencía hasta a la mamá más radical de mis amigos de la infancia, de que dejaran a sus hijos ir a mi casa. Tardes enteras de fútbol y Xbox eran celebradas con mis amigos gracias al don de convencimiento de mi mamá. 

Mamá no era una suegra prototípica. Fue amiga de mis novias, siempre bondadosa en las relaciones trascendentes para mí. Era tal su solidaridad que no fueron escasas las complicidades entre mi mamá y con quien compartía yo noviazgo en determinado momento, para que entre las dos, lograran coaccionarme ante algún hecho. 

Soportó y comprendió con piedad maternal mis rebeldías infantiles en plena juventud, mis revoluciones internas. Aquellos desfases del ego al que se somete el espíritu cuando se cree uno poseedor de todas las respuestas. Siempre encontré perdón en su mirada y consuelo en su palabra. La acción telepática era consumada con las respuestas espontáneas de mi madre. Respuestas a las preguntas que aún yo no formulaba. 

Me encuentro partido con tu ausencia, asfixiado con el vacío abismal que dejas.

Sediento de tu voz, de tus caricias y tus besos. Deshidratado por la carencia de tus abrazos. 

Con la mente tirada hacia atrás, reproduciendo en la filmoteca interna recuerdos empapados de nostalgia. 

Quisiera reproducir de forma vivencial un beso, un abrazo. Un guiso que despierte en mí el sabor de tu amor. 

Alzo la vista y me encuentro con un kilométrico camino, un camino sin fin. Camino que me niego a circular sin ti. 

Atiendo la recomendación de un querido amigo: no te dejo ir. Te conservo en mis sueños y en mis memorias. 

Nuestro amor desafía al tiempo. Nuestro amor desafía al recuerdo.

Ningún reclamo a Dios. Solamente mi plena gratitud por darme a la madre que me dio, por regalarme la vida a través de ti. Gracias siempre gordita hermosa. 

Por: Jorge Hernández Aguilera

Foto: Twitter

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