Las Bolsas de Basura, Alquimia 2015.
Enrique Winter nos sorprende con esta novela que requiere todos tus sentidos puestos en la pantalla. La ficción en Winter podría ser todo lo que hay revuelto dentro de una bolsa de basura, literalmente todo tipo de des-hechos, co-hechos y sobrantes del cotidiano; fascinante ladrido en su primera apuesta.
-¿Las bolsas de basura es como Enrique Winter piensa y vive literariamente?
Vengo de la crisis del yo en la poesía, de construir lenguajes sin referentes, y caí en una época opuesta: la de la autoficción con narradores y protagonistas tan parecidos a sus autores, que ya nadie se toma la molestia de pensarlos como entidades separadas. Escribí Las bolsas de basura en presente –está siempre sucediendo– y en tercera persona, marcando la distancia conmigo y a la vez con el narrador: en cierto momento los personajes se pierden de vista y él describe sólo lo que ve de afuera, sin ellos. Ese lenguaje visual del cine u otros nos resultan naturales hoy y están al servicio de la trama. Puse a taxidermistas y travestis a tiempo parcial a reconstruir pérdidas en Talca y Coquimbo. Huir de mi biografía en Las bolsas de basura replica lo que he hecho también en términos personales, sin descuidar el estudio profundo y en terreno de esos otros que puedo ser, como un actor sin dobles para las escenas de riesgo. Esta novela es de puros dobles, en vivo. Como en El mal de Montano, la verdad es que ya no distingo mi vida literaria de la que no lo es. Quien lea esta novela conocerá algo sobre mí, pero quisiera que también descubra algo sobre sí mismo y los demás.
-¿Cuándo y cómo nace Las bolsas de basura?
Los primeros fragmentos los escribí hace ocho años, cuando supe que nunca más vería a algunas personas que quise o amé –ahí la relación con la realidad–, cuando desde la memoria construí, alteradas, algunas escenas, como las de la fiesta del comienzo y las de la pensión. Traía, además, reflexiones en prosa de una bitácora de viaje. El poema que uso de epígrafe me dio el escenario del atropello y de los perros, que merodeaba hace rato en versos de pulso narrativo.
-¿Qué influencias recibe tu trabajo? En cuanto a autores.
La trama de Las bolsas de basura se detona recién luego de cincuenta páginas, esa demora es propia de directores como Michael Haneke, a quien también le interesa sembrar con elementos aparentemente inconexos una atmósfera antes que un relato, pero luego del accidente, se convierte en una novela del asedio y del encierro, y nada podría hacerse en esa línea sin Franz Kafka. Confiaba en la rareza del imaginario, en la sicología de los personajes, en las texturas y ritmos de la prosa más que en su continuidad. Hay un extrañamiento ante el castellano, una fragmentación de la poesía latinoamericana –lo que más leo junto con la estadounidense–, que sentí que debía relajar para que fluyera cierto suspenso de esta novela. La lectura de autores como Javier Marías y Antonio Muñoz Molina colaboró con eso. Quizás César Aira o Felisberto Hernández, también Karl Ove Knausgård: voy en el tercer tomo de Mi lucha y me convence cada vez más el coraje de decirlo todo aunque el mundo personal se caiga a pedazos.
-¿Dónde estás mejor sentado estos últimos meses: en la poesía, la prosa o la música? ¿Cuál es tu próximo proyecto?
Me he sentado poco, pero lo último que he escrito es un híbrido: historias breves, basadas en recuerdos. Creo que cuando me convenzan formarán parte de mi segunda novela, para la que investigo de dónde vengo a través de documentos familiares y legales, además de entrevistas. A partir de dos suicidios descubrí hasta un complot contra el gobierno polaco previo a la segunda guerra mundial. Con la banda Winter Planet grabamos un audiovisual del disco completo, pero por ahora me concentro más en la revisión de los poemas de Lengua de señas, que saldrá en septiembre.
Por Pía Sommer / El Ciudadano *vía e-mail