Por Daniel Jadue
Si algo me enseñó la lectura del folleto Junius, de Rosa Luxemburgo, ante la experiencia de la Primera Guerra Mundial en 1914, es que los momentos decisivos se reconocen no por el ruido de los cañones, sino por el silencio cómplice de quienes dicen hablar en nombre de los pueblos.
Hoy, cuando Estados Unidos, con su habitual tono imperial, declara una y otra vez que Venezuela es una “amenaza inusual y extraordinaria” para su seguridad y despliega contra ese pueblo una combinación de sanciones, bloqueo financiero, operaciones encubiertas, intentos de golpe y amenazas militares abiertas, con el único objetivo declarado de apoderarse de las riquezas de las y los venezolanos, estamos como en agosto de 1914, ante una prueba histórica: ¿De qué lado se ubican los partidos que se dicen democráticos, progresistas, responsables? ¿Del lado de los pueblos o del lado del capital y del imperio?
En 1914, la mayoría del Partido Socialdemócrata Alemán votó los créditos de guerra. En vez de decir “no” a la matanza imperialista, se plegó a la consigna mentirosa de la “defensa de la patria”. Los diputados que habían jurado representar a la clase trabajadora aprobaron, sin temblar, los fondos que enviarían a esa misma clase a matar y morir por intereses que no eran suyos. En ese voto se consumó la bancarrota moral de la Segunda Internacional y se abrió la puerta a la barbarie.
Hoy, cuando vemos a gobiernos, parlamentos, partidos y medios alinearse con la narrativa de Washington contra Venezuela, repitiendo sin crítica palabras como “dictadura”, “régimen ilegítimo”, “amenaza regional”, asistimos a un gesto similar. No llevan uniforme, no levantan la mano en un Reichstag, pero hacen lo mismo: entregan su apoyo político, su silencio cómplice o su neutralidad hipócrita a una política de guerra, aunque hoy se presente bajo la forma “civilizada” de sanciones, bloqueos y “presión diplomática”.
Llamemos las cosas por su nombre. Las sanciones que Estados Unidos y sus aliados imponen sobre Venezuela, sobre Cuba o sobre Irán, mientras financian bajo la falsa bandera del derecho a la defensa, el genocidio en Gaza o los discursos neonazis del gobierno ucraniano, son una forma de guerra económica que busca quebrar la resistencia y el derecho a la autodeterminación de los pueblos que no están dispuestos a ponerse de rodillas frente al imperio. Buscan destruir su tejido productivo, provocarle escasez, sufrimiento y rabia, para forzar un cambio político favorable a los intereses del capital transnacional. Son el equivalente de los créditos de guerra de 1914: financiación de una ofensiva imperial que no se libra con bayonetas, sino con bancos, embargos y “listas negras”.
¿Quién es, entonces, el enemigo real de cada pueblo? En 1915, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht nos enseñaron que “el enemigo principal está en nuestro propio país” y no se refería a los campesinos franceses ni a los obreros ingleses o rusos, sino a la propia burguesía alemana y a su Estado, que eran quienes empujaban a la clase trabajadora a la guerra para reordenar el reparto del mundo.
Hoy, el enemigo principal de los pueblos de Estados Unidos y de Venezuela, de Europa y de América Latina, no es un país lejano ni un gobierno que se niega a obedecer a la Casa Blanca. El enemigo real está sentado en los directorios de las grandes compañías, en los despachos de los bancos, en los altos mandos militares que hacen carrera con la guerra, en los aparatos mediáticos que fabrican el consenso para la agresión y en todos aquellos que prefieren financiar guerras antes de ir en apoyo de sus pueblos que claman por el hambre, la escasez de vivienda, la falta de salud y de educación entre otros.
Ese enemigo habla la lengua de la “democracia” y de los “derechos humanos”, mientras ahoga a pueblos enteros bajo sanciones que niegan alimento, medicamentos, repuestos, tecnología, y sabotea cualquier intento de soberanía económica.
Los enemigos de los pueblos de Venezuela son los pocos venezolanos y venezolanas que como María Corina Machado, prefieren llamar a la guerra contra su propio país, para que los que se creen dueños del mundo disfruten de la renta petrolera y de todos los bienes comunes y riquezas que la República Bolivariana de Venezuela posee, a cambio de una tajada para si mismos.
Y los enemigos del pueblo de EEUU son Trump y sus amigos, que prefieren invertir miles de miles de millones de dólares, financiando la guerra en Ucrania, el genocidio en Gaza y en Sudán, la ocupación en el Sahara, en vez de mejorar la vida de los millones de pobres, enfermos y adictos que hoy existen en EEUU y que con solo una fracción de esos recursos, podrían resolver la mayoría de sus problemas.
Y la clase trabajadora no debe olvidar jamás que en estas aventuras solo mueren dignos representantes de la clase trabajadora, porque los familiares de Machado y de Trump no irán a la guerra, tampoco los generales que monitorearán desde sus oficinas como los pobres, que son la carne de cañón del Gran Capital, sacrifica su vida por los mezquinos intereses de quienes los envían a la guerra, que con ella ganarán dos veces, la primera por el negocio de la guerra y la segunda por el despojo que llevarán a cabo si es que ganan, después de la guerra, quedándose con todo, con el petróleo, con el gas, con las costas, con el oro y con todo aquello que es lo único que los mueve.
Quien aprueba esas sanciones, quien justifica el bloqueo, quien calla ante esa agresión que ya se extiende por décadas, se comporta como aquellos socialdemócratas que en 1914 levantaron la mano para votar los créditos de guerra. Podrán envolverse en la bandera de los derechos humanos, podrán hablar de “preocupación por la democracia”, pero el contenido real de su acto es el mismo: ponerse del lado del imperialismo contra un pueblo y sus decisiones.
Desde una perspectiva marxista, la cuestión es cristalina. La clase trabajadora de Estados Unidos y la de Venezuela, la de Europa y la de América Latina, no tienen nada que ganar con esta guerra económica. La destrucción de la economía venezolana no mejora la vida de un trabajador norteamericano; sólo refuerza el poder de las compañías petroleras, de los fondos de inversión y de la maquinaria militar-industrial. Del mismo modo, el pueblo venezolano sufre no sólo por los errores o límites de su propio proceso, sino por una agresión externa cuyo objetivo es disciplinar a cualquier nación que intente desviarse del guion neoliberal.
Por eso, para una política verdaderamente de izquierda, hay dos principios que no admiten ambigüedad. El primero, la clase trabajadora debe estar siempre contra la guerra entre Estados y por la paz entre los pueblos. No se trata de un pacifismo abstracto, sino de entender que en toda guerra imperialista los muertos son siempre los mismos: los pobres, los trabajadores, las mujeres, los niños de ambos lados.
En este caso, la “guerra” que aún no se desata, toma forma de sanciones, cerco financiero, campañas mediáticas y amenazas militares; pero la lógica es idéntica: quebrar la voluntad de un pueblo para imponer los intereses de otro Estado. La tarea de los trabajadores de EE.UU., Europa y América Latina no es aplaudir la escalada, sino denunciarla, organizarse contra ella, exigir el fin de las sanciones y defender el derecho de Venezuela a decidir su propio destino.
El segundo, defender la soberanía y la no intervención es apoyar el derecho de los pueblos a equivocarse y corregirse sin bayonetas ajenas. Cuando decimos “no a la intervención”, no estamos diciendo que en Venezuela, o en ningún país, todo esté bien, o que no haya críticas que hacer a sus dirigentes, a sus políticas, a sus errores. Decimos algo más sencillo y más profundo: que esos debates corresponden al pueblo venezolano, no a los estrategas del Pentágono ni a los burócratas asesinos de Washington o Bruselas. La clase trabajadora de otros países no tiene el derecho ni el deber de “corregir” por la fuerza a ningún pueblo, sino de respetar su autodeterminación y luchar para que sus propios Estados dejen de actuar como gendarmes del capital.
La responsabilidad de las izquierdas ante esta crisis es inmensa. En 1914, la socialdemocracia se arrodilló ante el nacionalismo y sacrificó su internacionalismo en el altar de la “unidad nacional”. Hoy, una parte de las fuerzas que se llaman progresistas cometen un error semejante: aceptan sin crítica el relato del mismo imperialismo que instaló las dictaduras en América Latina y que valida el genocidio en Gaza, sobre Venezuela; repiten sus acusaciones, se declaran “equidistantes” entre el agresor y el agredido, o se refugian en un silencio cobarde. En todos esos casos, renuncian a su papel histórico de tribunos del pueblo y se convierten en notarios del orden mundial.
Para una mirada de izquierda, digna heredera de Rosa de Luxemburgo, de Lenin, de Fidel, de Mariátegui y de Simón Bolívar, entre tantos otros, no hay lugar para ese tipo de equilibrios. La neutralidad ante la agresión imperial es complicidad.
La tarea de quienes se reclaman del socialismo es denunciar con claridad la política de Estados Unidos y sus aliados, explicar pacientemente que las sanciones son una forma de guerra, y construir solidaridad concreta con el pueblo venezolano, con el cubano, con el palestino, con el sudanés y con todos los pueblos del mundo que hoy sufren el embate del neocolonialismo imperial: romper el bloqueo mediático, impulsar campañas de apoyo, boicotear iniciativas que profundicen la asfixia, y, sobre todo, trabajar dentro de cada país para que sus propios gobiernos dejen de ser instrumentos de esa agresión.
Al mismo tiempo, el internacionalismo verdadero exige hablarle con la misma claridad a todas las clases trabajadoras. A la del Norte, para decirle que su enemigo no es el obrero venezolano ni el migrante que huye de la crisis que su propio gobierno genera, sino los capitalistas de su propio país que usan la guerra y el bloqueo para mantener su dominio. Y a la del Sur, para recordarle que ninguna potencia extranjera vendrá a liberarte y que sólo tu propia organización, tu propia capacidad de construir democracia real y justicia social, puede abrir un horizonte diferente.
La paz entre los pueblos no es el equilibrio de las potencias; es la solidaridad activa de las clases subalternas más allá de las fronteras. Por eso, frente a la crisis entre Estados Unidos y Venezuela, la tarea socialista no es elegir qué bandera nacional ondea más alto, sino levantar otra bandera: la de la paz sin anexiones ni sanciones, la del respeto a la soberanía, la del derecho de cada pueblo a decidir su camino sin tutelas ni castigos.
En 1916, Rosa Luxemburgo escribió desde la cárcel que la humanidad se hallaba ante una encrucijada: o el triunfo del imperialismo y la ruina de toda cultura, o el triunfo del socialismo. Hoy, desde mi encierro, afirmo que esa disyuntiva se repite en otros términos. Si aceptamos que las sanciones, los bloqueos y las intervenciones sean mecanismos “normales” de la política internacional; si dejamos que las grandes potencias destruyan países enteros en nombre de la democracia mientras pisotean la suya; si permitimos que las izquierdas se conviertan en comentaristas impotentes de la geopolítica, entonces habremos elegido, una vez más, la barbarie.
Pero si la clase trabajadora de Estados Unidos se niega a ser carne de cañón de esa política, si la de Europa rechaza seguir a sus gobiernos en aventuras imperiales, si la de América Latina defiende sin ambigüedades la soberanía de Venezuela y de todos los pueblos agredidos, entonces, incluso en la oscuridad, comenzará a abrirse un camino distinto.
Ese camino sigue teniendo un nombre sencillo y terrible: socialismo. Socialismo como democracia real de los pueblos, como fin de la guerra imperial, como organización consciente de la economía al servicio de la vida y no del lucro. Socialismo como alianza entre los de abajo de todos los países.
Mientras tanto, ante cada nueva sanción, ante cada amenaza, ante cada maniobra de desestabilización, la consigna luxemburguiana mantiene toda su vigencia: ni un hombre, ni una mujer, ni un centavo para la guerra imperial contra los pueblos; todo para la lucha por la paz, la soberanía y la fraternidad internacional de la clase trabajadora.
Por Daniel Jadue

