El Floro

Entre tanto recuerdo, me he dado cuenta que con el Floro nos parecíamos en bien poco, pero no sé por qué razón él fue mi yunta durante tanto tiempo. Tal vez porque lo tuve como una pulga en la oreja, que evitó que pudiera ir a la cárcel ya sea por alguna pelea que hubiera terminado con un finado o que me metiera en algún robo con los patos malos del barrio.

Por El Ciudadano

21/02/2023

Publicado en

Chile

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Anoche, mientras tomaba un tecito antes de acostarme, sentí golpes en la puerta de la pieza. Primero me llamó la atención que alguien me necesitara a esa hora, pero al abrir reconocí al Roberto, el hijo del Lulo, que era dueño de un taller cercano y con el cual fui vecino hace muchos años. El cabro me venía a avisar que murió el Floro, y que el día de hoy, después de almuerzo, serán sus funerales.

Así es que esta mañana, después de afeitarme y organizar el día, me empezaron a aparecer las historias y aventuras que pasamos juntos en los años sesenta. Y ahora, después de la larga espera del bus 207 que me lleva al paradero 35 de Santa Rosa donde es el velorio, me siguen apareciendo los recuerdos.

Al Floro siempre lo llamé de este modo, y nunca me preocupé de saber si su nombre era Florencio, Floridor, Floreal, Florentino o qué sé yo… cualquier cosa parecida con flor debe haber sido.

Hubo muchos momentos buenos y también malos: nos ayudábamos en los trabajos de arreglos en las casas, de vez en cuando nos apoyábamos ante apreturas económicas, almorzábamos juntos en la pega, participábamos en las actividades del sindicato, en más de alguna ocasión tuvimos que defendernos a combos en peleas de borrachos, de vez en cuando discutíamos y tuvimos algunos enojos que nos distanciaron por semanas hasta que nos poníamos en la buena, pero los mejores recuerdos  eran las diversiones que compartíamos… las santas y las no tan santas.

El viejo de mi padre, que era matarife, había llegado desde el norte arrancando de la miseria después de la crisis del salitre en los años treinta, y fue él quien me metió en esta pega. Partí en las tareas más simples, hasta que, a los 18 años ya me había faenado mi primer novillo.

No recuerdo en qué momento, ni cómo, llegó el Floro a trabajar al matadero; posiblemente su mamá lo habrá contactado con algún jefe que se atendía en la cocinería donde ella trabajaba. Por mi parte traté de enseñarle las artes del cuchillo, cuando él aún era un “punzón”, o sea encargado de sacar las entrañas de los animales ya sacrificados

Yo era choro, rosquero y de reacciones violentas, en cambio el Floro era más reposado y la pensaba antes de actuar. Si había que pegar un combo, era porque no había otra alternativa, y siempre decía que lo importante era pegar primero y con decisión.

Cuando salíamos a comer, yo prefería el chupe de guatitas o los chunchules con puré picante mientras el Floro era como tonto para las cazuelas con ensalada chilena.

Los viernes nos pinteábamos un poco, y partíamos a las veladas de box en el Caupolicán. Discutíamos porque a mí me gustaban los fajadores, esos que de un solo puñete mandaban al rival a la lona; en cambio el Floro prefería los técnicos, los que bailaban en el cuadrilátero, sabían eludir los golpes y aunque no eran fuertes de puño, se las arreglaban para ganar la pelea.

Después del Mundial del 62, se nos hizo costumbre los domingos llenar una jarra de tinto y sentarnos en la vereda a escuchar los partidos de fútbol en una radio a pilas, que en esa época eran una novedad; a mí gustaba el Colo, y molestaba al Floro, que sólo vivía de los recuerdos del viejo Magallanes, ya por esos años en decadencia.

«No recuerdo en qué momento, ni cómo, llegó el Floro a trabajar al matadero; posiblemente su mamá lo habrá contactado con algún jefe que se atendía en la cocinería donde ella trabajaba. Por mi parte traté de enseñarle las artes del cuchillo, cuando él aún era un ‘punzón’, o sea encargado de sacar las entrañas de los animales ya sacrificados»

La cueca era la única música que me gustaba, y cada vez que la bailaba, era tal la pasión que ponía, que mi fama recorría todas las casas de niñas del barrio. El Floro también la bailaba, pero compartía su gusto con los músicos de la Nueva Ola como la Cecilia y el Luis Dimas.

A pesar de haber tenido varias mujeres y haber dejado algunos críos, nunca me casé. En cambio, el Floro formó familia. Nos decíamos “compadre”, a pesar de no ser padrino de ninguno de sus hijos.

Entre tanto recuerdo, me he dado cuenta que con el Floro nos parecíamos en bien poco, pero no sé por qué razón él fue mi yunta durante tanto tiempo. Tal vez porque lo tuve como una pulga en la oreja, que evitó que pudiera ir a la cárcel ya sea por alguna pelea que hubiera terminado con un finado o que me metiera en algún robo con los patos malos del barrio. O que el trago me llevara al despeñadero, primero perdiendo la pega y después, como veo a muchos borrachitos, durmiendo en la calle viviendo de la caridad ajena.

Fueron buenos esos años en que fuimos vecinos y compañeros de trabajo, pero la vida nos cambió tan de repente.

Cuando cerró el viejo matadero en el 72 y se inauguró Lo Valledor que era mecanizado, el Floro y yo no tuvimos la posibilidad de ser trasladados porque nos faltaba escuela. Así es que de ahí en adelante me las arreglé en una carnicería despostando la carne en vara, una pega bastante rutinaria, casi solitaria y con menos paga.

Después vino el golpe de Estado y de la noche a la mañana se acabó la buena convivencia entre los vecinos y apareció el miedo, ese que sentíamos el Floro y yo cuando nos obligaron a las 6 de la mañana a salir con lo puesto y formarnos en la cancha de fútbol en las “operaciones rastrillo” que les llamaban.

 ¡Y para colmo de males se acabó la vida nocturna! Con el toque de queda a las 10 de la noche las cantinas empezaban a cerrar como a las 8, no había peleas en el Caupo, no había ningún espectáculo, y todos caminando cabeza gacha cuidándonos que nos agarrara una patrulla en la calle. Una vez encerrado en mi pieza lo único que tenía era un televisor Antú que había comprado a través del sindicato, antes del cierre del matadero.

Un par de años después, murió la señora del Floro, dejándolo con tres cabros chicos a cuestas, y sin saber qué hacer. Así fue que de la noche a la mañana tomó la decisión de irse de allegado donde una hermana en La Pintana. Después me enteré que se había vuelto a casar, y junto a su nueva mujer atendían un puesto en la feria.

Con el paso del tiempo y con el cierre del Matadero, de varias fábricas y de muchos talleres, el barrio se fue convirtiendo en una gran feria callejera de cachureos; en los años en que llegó la televisión a color ya eran otras las costumbres, los gustos, incluso la manera de decir las cosas -siempre he tenido la sospecha de que alguien movía los hilos por detrás para que en tan poco tiempo hayan cambiado tantas cosas-.

Así fue como sin mi amigo con el que compartí tantos años, sin la pega que me hacía sentir importante porque no cualquiera podía ser un buen matarife como lo era yo, sin la noche con su jarana, comida, trago y espectáculos que me alegraban la vida, y con el miedo a cuestas, me fui aislando, no hice nuevos amigos, el billete escaseaba, y claro: los años no pasan en vano.

A veces pienso que el Floro se supo acomodar mejor a las circunstancias y pudo llevar una vida más digna y acompañada que la mía. Yo también podría haber hecho algo parecido si le hubiera hecho caso a la Lupe de irnos a vivir a Renaico, de donde era su familia. Pero no, me quedé en el mismo barrio, viviendo del mismo modo de siempre, y así hasta que se me acabó la cuerda. A veces pienso que valió la pena vivir la vida que viví, claro que he tenido que pagar el costo de una jubilación de porquería, vivir en una pieza arrendada y solo.

En fin… ya no hay más vueltas que darle, fue lo que fue, así es la vida; ya estoy llegando al paradero donde debo reencontrarme con el Floro.

Por Emilio Tamblay L.

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