El momento portaliano

El retorno del cuerpo en el fascismo chileno

El Estado de Chile remite a una matriz subsidiaria que está agotada, matriz que desarrolló ya todas sus posibilidades de desarrollo y no podrá volver a hacerlo a no ser que dicha matriz mute en una forma más autoritaria e intensifique la acumulación originaria para la nueva era de un capital al que ya no le sirve la democracia liberal.

El retorno del cuerpo en el fascismo chileno

Autor: El Ciudadano

Por Rodrigo Karmy Bolton

1.- La cuestión constituyente terminará por “resolverse” vía el autoritarismo portaliano 

Dos precisiones son aquí importantes: la primera, es que los tres grandes pactos oligárquicos instaurados en Chile (el de 1833, el de 1925 y el de 1980) han sido tres “soluciones” estrictamente autoritarias que la oligarquía chilena ha utilizado para aplastar los procesos constituyentes chilenos. Procesos que atestiguan de una crisis estructural que se codifica desde 1833 bajo la figura de Portales y que articula un “fantasma”, esto es, un dispositivo de sugestión por el cual toda la política está reducida al ejercicio oligárquico en la medida que ésta se considera “virtuosa” y prohibida tácita o explícitamente al pueblo chileno en cuanto se considera “viciosa”. La segunda precisión, es que, el proceso de la Unidad Popular, que cristalizó al proceso constituyente que se compuso afectivamente a lo largo y ancho de todo el siglo XX “desde abajo”, triunfa en la elección de 1970 no como una candidatura más sino como aquella que pretendía canalizar esa potencia constituyente que el proletariado y el campesinado chileno habían abierto durante el siglo XX. Las tres candidaturas sostuvieron programas políticos que apuntaban a la necesidad de reformar la Constitución de 1925. La de Allende no fue la excepción (hubo un proyecto de Constitución de los “trabajadores” que no alcanzó a proponerse). En cuanto tal, la Unidad Popular gana la elección de 1970 bajo un “efecto metonimia”, es decir, había un proceso constituyente que se canalizó como una simple elección presidencial, un despliegue universal que se cristalizó en una escena particular. En virtud del “fantasma portaliano” vigente, salvo la propia UP que entendía el reformismo revolucionario, nunca se reconoce al proceso constituyente en curso puesto que dicho fantasma lo invisibiliza y, como tal, lo restringe a un asunto eleccionario donde la oligarquía siempre tiene más chances de sobrevivir, gracias a su guerra imperialista anudada con los Estados Unidos. Es en esta perspectiva que había que pensar qué ocurrió con el último de los procesos constituyentes expresado en tres momentos e instancias (mecanismos) diversos. Si la oligarquía cerró el proceso «desde arriba” este sigue expresándose “desde abajo” puesto que enfrentamos una crisis de orden tanto en su forma económica (estancamiento) como política (ilegitimidad) que no ha sido resueltaTradicionalmente, la oligarquía chilena ha resuelto esta crisis –que es estructural– con una intensificación del autoritarismo. La dictadura de Portales ofrece el primer y más decisivo símil al respecto. El pacto de 1925 fue autoritariamente resuelto por Alessandri y el de 1980 por la dictadura cívico-militar impuesta desde 1973. Por eso, frente a la impugnación del orden (económico y político, de la máquina Estado-Capital) intensificada con fuerza en la revuelta de Octubre de 2019 como la máxima profundidad afectiva de una multitud que se organiza durante décadas, donde fue precisamente la transición la que termina destituida, son las fuerzas reaccionarias las que capitalizan este proceso y las que, a través de la eventual elección de José Antonio Kast, podrían volver a “resolver” la cuestión constituyente. Nuevamente el “efecto metonímico” al revés: en vez de que la izquierda, vía Unidad Popular, pueda “resolver” el asunto democráticamente, es la derecha, la que reeditando el mito de 1973 que, a su vez, reedita el de 1833, pretenderá cerrar “democráticamente” la cuestión constituyente vía la elección de Kast. Una elección “democrática” destinada a dejar atrás la democracia y restaurar el fantasma portaliano para un nuevo ciclo histórico.

2.- El fin de la transición revela, a su vez, su fracaso

A contrapelo de la tesis triunfalista, según la cual, la transición chilena habría sido “ejemplar”, digamos que la actual crisis del orden portaliano (económica y política) pretende mostrar que la única solución es un retorno al autoritarismo. Forma política que siempre estuvo presente, inclusive, cuando los propios defensores de la “democracia” entendieron que sin el cuerpo de Pinochet era imposible sostenerla y abogaron para traer de regreso al dictador después de su captura en Londres. Justamente, ese cuerpo teológico-político, cuerpo físico e institucional, a la vez, experimenta una desmaterialización durante la transición. La transición no es más que esa desmaterialización y, en este sentido, la transformación del cuerpo físico de Pinochet en cuerpo económico-financiero del Capital que la propia transición potenció. Justamente por eso, en la crisis mundial de las oligarquías financieras, la nuestra también experimenta una disolución de su hegemonía y, en este sentido, recurre a la fórmula que siempre estuvo en pie: la facticidad del golpe, en cuanto es el golpe como “gerundio” –transición– que hoy vuelve a exigir un “cuerpo” que se reencarna en el de José Antonio Kast. Tal como lo hemos señalado en otras columnas, esta es, precisamente, la diferencia de Kast con Milei o Trump. Los dos últimos son realmente outsiders de un sistema que implosiona, el primero en cambio es un insider de un sistema que mantuvo al dispositivo autoritario como fuerza frenante frente a cualquier potencia democratizadora que pretendiera poner en cuestión la garantía transicional de que el régimen de dominación oligárquico y su máquina Estado-Capital debía profundizar infinitamente su dominio. La transición jamás derrocó ese dominio. Al contrario, lo consolidó vía la democratización del pacto de 1980 en las reformas de 2005-2006. Por eso, hoy frente al potencial constituyente abierto hace unos años, el orden responde con el autoritarismo oligárquico de siempre que jamás se revocó y siempre estuvo ahí al acecho como un guardián frente a la posibilidad de que los ecos de la Unidad Popular pudieran volver. La transición fue un fracaso. La posibilidad de que Kast sea presidente esta segunda vuelta confirma esta tesis. Al revés: si la transición hubiera triunfado, habría barrido con su estructura portaliana a favor de una democratización política y social y no una que consolida la mutación del cuerpo de Pinochet desde la dimensión física y militar hacia su aspecto institucional y neoliberal. El actual apoyo de Frei Ruiz Tagle, así como de varios ex concertacionistas al candidato José Antonio Kast es la prístina imagen de su fracaso: finalmente, la transición y sus burócratas no hicieron más que articular una cultura de derechas.

3.- La izquierda no existe 

El resultado más prístino de la transición es la aniquilación total de la izquierda, es decir, de una fuerza política que cuestionara la existencia del capitalismo neoliberal contemporáneo, incluso en su nueva fase autoritaria. Justamente la revuelta de 2019 fue un regalo que no tuvo al receptor adecuado: frente a la impugnación oligárquica abierta por la revuelta (“no son 30 pesos sino 30 años”) fue la derecha la que hizo de dicha impugnación un mecanismo para consolidar el orden en vez de transformarlo. No hubo izquierda que recibiera el mensaje porque era esa izquierda, imbuida de progresismo, la que había sido impugnada por sus “30 años”. Bajo este marco, la afirmación “no hay izquierda” significa: no hay discurso que interrogue la existencia del capitalismo chileno, que lo desnaturalice, que lo muestre como anomalía. Todas las fuerzas políticas aceptan su existencia sin más. Algunas con mayores o menores reformas, pero todas le aceptan, naturalizándole. Por eso, hoy las masas, en su devenir compactas y segmentadas por estratos, grupos y ghettos, entendieron bien el punto: al no haber alternativa al capitalismo quieren volverse capitalistas. Asumen el discurso del Amo que se traduce así: no queremos cambiar la distribución de saber-poder estableciendo relaciones más igualitarias sino restituir el saber-poder mismoqueremos ser el patrón, no derrocarlo. Posiblemente, el efecto se produjo por lo siguiente: en la medida que el progresismo se parapetó en el Estado perdiendo de vista la mayoría social (la composición afectiva), ésta última experimenta pánico y se aferra al imaginario portaliano de la autoridad chilena. Se produjo una división entre un Estado frío y gestional que replicaba la racionalidad política de la Concertación en un mundo que ya no era el de la Concertación, frente a una composición afectiva abierta por la revuelta que no encuentra lugar en esa forma de gobierno y experimenta no el miedo sino el pánico. Este último se gestó hacia el final de la revuelta de 2019 con la penetración del COVID 19 que puso en circulación, de una manera mucho más intensa, la figura del enemigo invisible. En todos lados y en ninguno, el enemigo podía impregnarse en las mercancías del supermercado, en la ropa utilizada, en el aire respirado bajo el oscuro eco de alguna tos que amenazaba de contagio. La población se experimenta abandonada, sola, a la intemperie, sin un Padre que la anude (Piñera había sido destituido simbólicamente por la revuelta por lo que estaba fuera de juego). A diferencia de lo que señalaba el gobierno, según lo cual, habríamos entrado en fase de “normalización”, la población aún se halla apanicada porque la réplica de la razón concertacionista no restituyó esa autoridad destituida por la revuelta y, por tanto, se carecía de aquella ilusión (la autoridad) que pudiera contenerla. Ahí es donde se produce la “disonancia cognitiva” –dirían los psicólogos sociales– entre la experiencia de pánico de la población y el discurso de “normalización” del gobierno. De esta forma, el significante “democracia” deviene cada vez más vacío y la noción de “autoridad” se impone como restauración del patronazgo chileno, bajo la forma de una miríada de dispositivos de seguridad. En cuanto trama de seguridad, se ilusiona con la venida del supuesto “Pinochet” que, bajo la figura de Kast, promete sacar al país de la ruina y acoger a las almas en pena, abandonadas por el Leviatán: “recuperar Chile” dice el lema de Kast. Un lema que apela a la unificación de aquello que ha sido expropiado. Nos habrían quitado el país, ahora es tiempo de reapropiárnoslo. “Recuperar Chile” significa restauración del orden, restitución de su cuerpo, del cuerpo de Pinochet que, a su vez, es el de Portales. Cuerpo, el del dictador otrora preso en Londres, que terminó desmaterializado en la forma del capital trasnacional, restauración que no puede venir sino en la forma de “emergencia” es decir, como autoritarismo. La cuestión no es menor: al no existir izquierda que desnaturalice la máquina Estado-Capital, el progresismo nunca atendió al proletariado múltiple y precarizado (la mayoría social) que el mismo orden que el progresismo concertacionista celebró durante años, produjo, abogando así por el discurso de “defensa de la democracia” que la propia revuelta de 2019 había impugnado, en vez de impugnar con la revuelta a la oligarquía en cuanto clase dominante chilena, como ha sido la tradición de las izquierdas. Con eso, no solo arrojó las “almas” a la derecha que las capitalizó en función de la forma autoritaria que ofreció acogida al pánico desatado sino, además, el progresismo asumió una posición conservadora de mantener el status quo (la democracia) mientras la derecha hacía el simulacro de su renovación, fascistizándose bajo el nuevo espíritu global. El escenario devino inverso: el progresismo sostenía la “defensa de la democracia” mientras el fascismo impugnaba a las oligarquías, el progresismo se vestía de conservador, el fascismo de revolucionario.

4.- La elección actual fetichizó al “Estado”

Por una parte, que el Estado haya devenido objetivo único y casi absoluto de la actual elección presidencial, muestra, de manera deformada, que, justamente, el orden político y económico, es decir, la máquina Estado-Capital fundada por el golpe de Estado de 1973 y el subsecuente pacto oligárquico, está agotada. Hay una economía estancada y un sistema político paralizado. Por otra parte, situar al Estado como objeto del bien y el mal a partir de un único discurso “gestional” (y no político), invisibiliza el lugar de los grandes grupos económicos que no han dejado de saquear al país. No hay cuestionamiento a dichos grupos y el empresariado oligárquico restituye sus derechos de ser aquellos que pueden “salvar” al país de su debacle en cuanto “dan trabajo” a los pobres ciudadanos. La cuestión de fondo: el Estado de Chile remite a una matriz subsidiaria que está agotada, matriz que desarrolló ya todas sus posibilidades de desarrollo y no podrá volver a hacerlo a no ser que dicha matriz mute en una forma más autoritaria e intensifique la acumulación originaria para la nueva era de un capital al que ya no le sirve la democracia liberal. Ese agotamiento abrió la revuelta de 2019 y es ese agotamiento que, se pretende, solo el autoritarismo pueda enmendar en la medida que, según el fantasma portaliano, frente a toda crisis de orden –que es una crisis constitucional– es necesario enmendar con la restitución del autoritarismo oligárquico que pueda ir más allá de los retoños de democracia liberal para abrir un camino de profunda libertad al capital (sin la mentada “permisología”, por ejemplo).

5.- El Fascismo es un sionismo

“No, los fascistas de otro tiempo ya no existen; de la misma manera que ya no existen los católicos de hace diez años, tampoco existen los comunistas de hace diez años, y mucho menos existen los fascistas musolinianos, son piezas de museo. Por tanto, si el fascismo llegara a Italia no sería aquel fascismo, sino algo que se podría llamar tecnofascismo.” Las palabras de Pasolini son claves si no queremos sucumbir a la caricatura histórica del fascismo que Hollywood nos ha ofrecido. El fascismo contemporáneo no requiere de un partido único, ni tampoco le interesa el capital industrial, sino que le basta con plataformas y con capitalismo financiero. Acaso uno que otro partido. Todos o casi todos “liberales”, que tienen una característica muy singular: son fascismos que no se reconocen como fascismos. Al contrario, critican al fascismo histórico. Todo gracias a un dispositivo: la imagen de Israel que les provee de la idea “filosemita” gracias a la cual nadie les puede acusar de antisemitas y, por tanto, de fascistas. Es que justamente, como dirá Pasolini, si el fascismo contemporáneo es un “tecnofascismo” este encuentra en el sionismo su forma más decisiva. No solo por la idea de que el “islam” aparece como una supuesta amenaza para la pobre Europa, sino, además, porque ha sido Israel quien se presenta como la vanguardia del combate por “nuestros valores”, los “valores de Occidente”.  Toda la narrativa es culturalista. La cultura “judeo-cristiana” (ese término inventando en el siglo XX para aceptar a Israel dentro de la geopolítica europea) estaría en peligro por la amenaza musulmana y su terrorismo. Así, la alianza entre judíos y cristianos que articula el pivote europeo después de la Segunda Guerra Mundial estaría en peligro y, por eso, el “tecnofascismo” deviene sionismo. Este último es la matriz de todo fascismo en la actualidad. Matriz que solo apunta a aniquilar a otro en nombre de la “víctima absoluta” (el judío) que no puede jamás volver a ser aniquilada. Israel funciona para el fascismo actual como un dispositivo de purificación. Les permite diferenciarse respecto del fascismo histórico al que rechazan sin más por “totalitario”. Hoy, toda la derecha chilena –me refiero a sus nuevos y viejos partidos– es sionista. Por eso, puede transgredir derechos pero, sobre todo, al igual que Israel, recurre a la narrativa de la víctima para perpetrar los mayores atropellos a los derechos de los otros. Ello implica consolidar la relación de Chile con el Estado genocida de Israel y ofrecer Chile a las empresas israelíes (agua y armas) que experimentan su tecnología sobre los Territorios Ocupados palestinos. La narrativa de la víctima –cuya matriz es el sionismo– ausculta la de la seguridad, acaso la máquina mitológica más importante montada en nuestro país. Máquina que hoy tiene en el cuerpo de Kast envuelto en muros de vidrio –donde el nivel de inmunización resulta tan intenso que el fascismo se encuentra con que su ideal de humano es el de un maniquí, un muñeco inerte que está detrás de la vitrina. Ideal de vida que es muerte, porque toda inmunización culmina en ella en la medida que es su violencia más decisiva. Cuerpo inmunizado, cuerpo antibalas, pero igualmente transparente, sin hiato ni escritura alguna, sin mácula que pudiera manchar la deliciosa sensación de la muerte: su devenir maniquí.

Por Rodrigo Karmy Bolton

Carcaj, flechas de sentido; 30 de noviembre de 2025.


Las expresiones emitidas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

Sigue leyendo:


Reels

Ver Más »
Busca en El Ciudadano