El último llamado

Un cuento basado en hechos reales.

El último llamado

Autor: El Ciudadano

Por Renato Garrido

Era diciembre de 1973. Sonó el teléfono, muy fuerte. Hacía muchos días que no sonaba, desde que te detuvieron los milicos, ¿te acuerdas, papá? Claro que lo recuerdas, fue en octubre. Te llevaron al Regimiento de Telecomunicaciones, le decían el Tele, a tres cuadras de nuestra casa en Iquique.

– Hijo, feliz cumpleaños- le dijo su padre. Esta llamada será breve, estoy en la fila de prisioneros, subiendo a unos camiones. Nos llevan a Pisagua. Un soldado me prestó el teléfono para despedirme. Recuerda que eres el hombre de la casa, hijo, debes ser fuerte y continuar estudiando hasta ser un profesional, colabora y se obediente con la mamá, apoyador y respetuoso con la hermana. Te amo, hijito.

Nicolás no alcanzó a decir más que «te quiero, papito, y te prometo que lo haré”.

– Dame con la Javiera y luego con tu mamá – le dijo su padre.

La hermana, en medio de la conversación comenzó a llorar. La madre, Lola Javiera, lanzó el llanto después de colgar. Los tres se quedaron sentados en largo silencio. Pisagua sería el destino de la muerte.

Pepe se dirigió a su mujer y le advirtió que Nicolás debía salir de la ciudad urgentemente. Ya se sabía que era práctica frecuente que los niños fuesen testigos de las torturas de sus familiares de modo de extorsionar a los detenidos con el fin de sacarles información.

Papá, ibas al Tele a jugar fútbol con tu equipo del hospital. Habías conseguido, como presidente de su sindicato, un convenio entre éste y el Tele que les permitía usar esa cancha, alejada de las instalaciones militares. Desde mis diez años, ya aceptaban que yo jugara con los adultos. Era un lugar muy especial: la cancha de asfalto estaba en medio de un pequeño bosque conformado por al menos la mitad de todos los árboles que había en Iquique.

Ocasionalmente yo llegaba más tarde, después que terminaba de hacer mis tareas de la escuela y deberes en la casa. Algunas veces, antes me desviaba y pasaba a saludar al tío Manu. En cosa de días, la cancha se había convertido en un centro de torturas y mi padre de alegre deportista pasó a ser un prisionero político.

El y tú se habían criado juntos, sus madres se alternaban en cuidar a los niños mientras la otra salía a trabajar. Posteriormente, desde haber trabajado como niños pasa pelotas en el Club de Tenis Chile en Iquique, se habían convertido en los mejores tenistas de la ciudad y de la zona norte del país. Cuando llegó el momento de trabajar, te ofrecieron un cargo en el hospital y a mi tío Manu una carrera de sub oficial del Ejército cuando terminó el servicio militar. Al nacer sus hijas mayores, se hicieron compadres. Con su hijo Mikel, mi gran amigo, tenemos conciencia de nuestra amistad desde los cinco años. Con él recorrimos los rincones del desierto, sus cavernas, los atajos secretos, los cementerios de la pampa, las bodegas del salitre, las profundidades del mar. Nuestros padres decían que habíamos crecido como hermanos de leche. Nuestras familias veraneaban juntas en un campamento de carpas que instalábamos en la playa de Quinteros, comunicada con Iquique a través de 50 kilómetros de huella de tierra y ripio. Ustedes nos enviaban a borrar las huellas de neumáticos hasta el acceso desde el camino principal para que nadie supiera cómo entrar. Como era fácil perderse, debíamos dejar las señalizaciones para la salida y el regreso. Era un trabajo al que debíamos dedicar al menos un par de días. La micro zona era virtuosa, el desierto multicolor bajaba desde los cerros de la Cordillera de la Costa para disolverse en una extensa planicie que se fundía con las rocas y el mar. Quinteros fue testigo de mis primeras experiencias sociales, mis primeras metidas de pata. Allí di mi primer beso, pesqué mi primera cabinza y luego cacé con arpón mi primera jerguilla. Nunca faltaron las sabrosas cabinzas, los leales jureles, los rudos locos, las tiernas lapas, los vitales erizos, las entretenidas almejas, los juguetones choritos y otras especies que eran nuestro sustento natural en el periodo de vacaciones. La playa fue descubierta por el tío Mikel y un colega pescador. Éramos cuatro familias y al menos doce niñas y niños que compartíamos desde diciembre hasta fines de febrero. El tío Mikel, hermano del tío Manu, era un locuaz y extrovertido socialista. Fue detenido poco después de mi padre y llevado al Tele. En ese período el tío Manu estaba destinado al batallón logístico, ambos regimientos estaban comunicados por dentro.

En julio de ese año Nicolás había decidido ingresar a las Juventudes Comunistas. Eran los primeros pasos: se trataba de un gran desafío conocer nuevas personas, aprender más en profundidad el significado de los cambios sociales que perseguía el presidente Allende y conocer cómo se trabajaba colectivamente en política. Fueron dos meses muy importantes que le abrieron horizontes, y vivió la notable experiencia de compartir y discutir con otros jóvenes idealistas y sencillos. Lo que más deseaba Nicolás era la fecha programada para celebrar la incorporación de los nuevos jóvenes comunistas de Iquique y recibir el apreciado carnet de la juventud. De pronto tomó conciencia de que, en cosa de días, de haber sido un joven alegre y orgulloso, por un decreto militar, se había convertido en un enemigo de la patria.

Las noticias de detenciones y muertes se propagaban por la ciudad a través de bandos, informativos militares y por el correo de las brujas. En numerosos comunicados se daban a conocer los nombres de personas buscadas y se solicitaba insistentemente que quienes conocieran a cualquier marxista o partidario de Allende y no lo informaran en los cuarteles o comisarías corrían el riesgo de ser detenidos. Firmaba estos bandos el entonces comandante de la VI División del Ejército, Carlos Forestier Haensgen.

Suponíamos que mi padre fue detenido por ser presidente del sindicato de trabajadores de la salud.

-No tengo por qué esconderme -nos decía- ante la posibilidad de que esto ocurriera. No soy ningún delincuente, no he hecho nada ilegal.

Ya había pasado más de un mes desde el Golpe de Estado.

La incesante proliferación de informativos por todas las radioemisoras lograba infundir miedo y una sensación de vulnerabilidad ante el riesgo de ser detenido. Se decía que las comunicaciones telefónicas estaban intervenidas. El fin era desarticular todas las redes políticas, de amistades y hasta familiares, recurridas por los simpatizantes allendistas que buscaban amparo.

En mi casa disminuyeron las llamadas telefónicas entrantes, hasta casi desaparecer. Yo tenía 15 años y Javiera, 17. Los dos con mi madre, Lola Javiera, constatamos que algunas personas fingían no reconocernos. Era comprensible que algunos allendistas, políticamente comprometidos, congelaran sus reuniones y se aislaran para protegerse y proteger a la organización. Nos resultaba muy doloroso que vecinos, compañeros de trabajo y otras personas cercanas nos quitaran la mirada. La mayoría de nuestros familiares dejaron de visitarnos. Al poco tiempo nos dimos cuenta de que el cerco de nuestras redes de apoyo se iba achicando. Pero así también hubo personas generosas que, de diferentes formas, se atrevieron a expresarnos su solidaridad. Se vienen a mi mente dos nombres: mi padrino, tu hermano, y mi abuelo, tu padre. Por ellos sentiré gratitud y admiración por siempre.

Mi padrino era un hombre macizo, de rostro rosado, amable, de sonrisa discreta. Era hijo del primer matrimonio de mi abuela con un marino francés que, enamorado, echó raíces al norte de Chile. Los hermanos eran muy inteligentes, de mirada franca, de bondad ilimitada, arduos trabajadores, alegres, silenciosos. Mi padrino vivía en el centro de Iquique, trabajaba en la caleta de pescadores, tenía su bote a motor llamado “Soy como Soy”. En ciertos días salía de madrugada y volvía al atardecer después de uno, dos o tres días con su pesca para venderla a los comerciantes. No tenía día específico para visitarnos, pero de solo verlo aparecer en casa, se iluminaban nuestros rostros. Nos sentíamos acompañados, nos llevaba pescado, en ese período difícil. Cierro los ojos y huelo el olor a pescado frito. Con mi padre prisionero la merma económica era significativa para la economía de la casa.

Después de mucho tiempo –tenía 26 o 27 años– volví a Iquique brevemente desde Santiago. Una tarde pasé a buscar a mi primo Federico para visitar de sorpresa a mi padrino. “¡Llegaron a tiempo!”, exclamó con alegría. “¡Tila, tenemos invitados!”, le dijo a su mujer, una morena quechua, delgada, de sonrisa franca y virtuosa en la cocina. Nos llevó a la mesa en una galería abierta, construida en el patio con el fogón a gas para freír pescado de modo de no contaminar el interior de la casa. El tío fue por el vino tinto y nos pusimos a averiguar qué había sido de cada uno. De alguna manera, intentábamos retomar una despedida que no había sido posible. La tía Tila iba poniendo una pila interminable de presas de pescado frito en una olla al centro de la mesa. Acompañamos el banquete con pan y vino.

Mi abuelo fue el primero en aparecer por la casa después de la detención de Pepe, ese sábado por la tarde. Había conocido a mi abuela ya viuda con cuatro hijos, en Caleta Buena. El flechazo se transformó en una apasionada historia de amor. Tuvieron tres hijos: Pepe, mi padre, era el mayor. Desde joven se unió a los movimientos obreros del salitre y militaba en el Partido Socialista. La relación con mi abuela duró poco, ella se separó de él un día y para siempre. Nunca me dijo la causa y él tampoco. Solo sé que ella no quiso hablarle más. Cada cierto tiempo, siendo yo niño, acompañaba a mi padre a visitar al abuelo a la pensión donde vivía y era bien tratado y querido. Desde hacía muchos años ya se había instalado a trabajar en la Caleta Riquelme, tejiendo y reparando redes de pesca. Sus colegas lo conocían como un socialista parsimonioso, elegante y de buen trato. Llegaba a nuestra casa después de almuerzo y traía un paquete con una cajetilla de cigarrillos, un jabón sólido, pasta dental, una toalla pequeña, un caramelo, algunos billetes. Partía siempre ahogando un sollozo. Sufrió mucho con la detención de su hijo. Nosotros tomábamos las cosas que traía el abuelo, le agregábamos lo indicado por mi madre, nuestras cartas, y emprendíamos la romería diaria subiendo por calle Thompson, uniéndonos a otras mujeres y niños que caminaban en silencio con el mismo afán. Había que estar allá a las cinco y media de la tarde. Nunca pudimos comprobar que nuestros regalos llegaron a manos tuyas.

Con el paso de los días, el abuelo adoptó la rutina de visitar semanalmente a sus dos hijas. Deambulaba por la caleta y recorría Iquique, una ciudad ahora habitada por el dolor, sin bohemia, sin encanto. Los rostros de los pescadores y caleteros mostraban varias líneas profundas cerca de la comisura de los labios. Reconocí un nuevo rasgo: la boca en arco de tristeza. La atmósfera sombría se extendía a los clubes deportivos, los profesores y estudiantes, los hospitales, las industrias pesqueras, los barrios y familias.

Mi abuelo caminó sin tregua, a la espera que en alguna esquina apareciera Pepe. Gastó varios cambios de suela y taco. El lunes 17 de septiembre de 1974 ya llevaba once meses a la espera que le devolvieran a su hijo. Por la calle Juan Martínez, cerca de la Escuela Centenario, se desplomó por un paro cardiaco. Lo vieron caer en la vereda. Algunos lo rodearon, durante minutos acariciaron su rostro.

Casi al final de octubre de 1973 los curas me expulsaron del Colegio Don Bosco por mis ideas políticas y por pertenecer a una familia partidaria de la Unidad Popular. Felices con la dictadura, recién instalada, no solo delataron a profesores de izquierda sino también ocultaron el horroroso asesinato de mi profesor jefe, el sacerdote Gerardo Poblete. Para colmo, realizaron una operación limpieza de sus estudiantes discípulos, entre los que yo estaba.

Mi madre, mi hermana y yo inauguramos un rito diario, a las seis y media de la tarde. Nos sentábamos a leer el Salmo 21 de la Biblia. Habíamos acordado entre los familiares de detenidos en la fila de espera, afuera del regimiento, que todos a la vez en sus hogares, a esa misma hora, leyéramos este salmo para unir las oraciones por la vida de nuestros seres queridos. Era una forma de expresar nuestro dolor, una pausa en el día, en medio de los trámites que hacíamos para solicitar la libertad de los detenidos.

En esas primeras dos o tres semanas, al final del crepúsculo, ocurrió algo especial en el techo de la casa. Arriba del comedor se escuchó un ruido como si alguien estuviese allí, pero tan pronto como llegaba el ruido se iba. Lo extraño era que ya nos habíamos acostumbrado a él. Aún recuerdo la ocasión, en que después de guardar silencio por algunos minutos, antes de iniciar nuestra oración, nos miramos sorprendidos. No escuchamos ningún ruido, tampoco en los días siguientes. Treinta o cuarenta años después mi madre nos contó que una mañana temprano antes de irse al trabajo, volviendo del baño, que estaba ubicado al final del patio, se asustó al ver a un hombre con camisa blanca, guarecido en el entretecho, agachado. En un momento se levantó. Ella, al ver su rostro asustado, simuló no haberlo visto. Pero desde ese día, dejó después de muchos crepúsculos, en un espacio de ese alero del techo, un plato con comida y la cuchara al costado. En las mañanas siguientes encontraría el plato vacío, con la cuchara encima. Nos dijo que, días antes de que este ruido cesara, además de la comida, le había dejado una muda de cambio en una bolsa. Después de todo este tiempo, nos aclaró la intriga. Dejamos de sentir ese ruido en el techo cuando el plato apareció con comida, la cuchara al costado y una camisa blanca enrollada con manchas de sangre.

Después de casi 50 años visitamos nuestro barrio con mi hermana. La calzada ahora estaba pavimentada, las fachadas de las casas lucían con pintura nueva y amplios ventanales. El gran almacén de la cuadra había cerrado definitivamente. Pero la amasandería de tres casas más abajo seguía abierta. Nos acercamos con curiosidad.

– ¡Hola! – gritamos.

Desde adentro salió un señor de nuestra edad que no nos respondió. Nos miró por algunos segundos con detención. Luego dijo nuestros nombres y se puso a llorar. Era Juan, que nunca había jugado con nosotros porque era dos o tres años mayor. Desde su adolescencia había trabajado con su padre, madre y hermanas en la amasandería. Nos dijo casi en un susurro, que lamentaba lo ocurrido a nuestra familia y que él había sido testigo silencioso de nuestra huida del barrio. Con el pasar de los años se había ido enterando de nuestras vidas. “Quise mucho a Pepito”, balbuceó. “Sabíamos que no podíamos acercarnos a ustedes, pero supimos de sus necesidades económicas. Mis padres decidieron que saldrían cada madrugada, con la primera horneada, a dejar en el antejardín de la casa de ustedes una bolsa de pan fresco”. Con mi hermana nos miramos y terminamos llorando y riendo los tres. Mi hermana le dio las gracias. Nunca supimos, hasta ese momento, quién o quiénes nos aportaron el pan cada mañana, pero lo recibimos siempre con un gesto de agradecimiento y sin preguntar.

En aquel tiempo cundían los rumores, aumentaba el número de muertos y detenidos, crecía el temor. Yo había asumido un rol bastante práctico en mi relación con mi madre y mi hermana. Ellas lloraban por no saber qué estaba pasando con mi padre. Yo me encargaba de consolarlas, de buscar explicaciones razonables para el momento.

En el Tele dejábamos nuestros paquetes y correspondencia y, de vez en cuando, nos entregaban cartas de mi padre. Venían en sobres pequeños con un timbre de líneas rojas y gruesas con la palabra “censurada”. Con mi hermana habíamos conservado esas cartas escondidas como un tesoro. ¿Acaso ese acto de conservarlas con el timbre rojo representaba una necesidad de que futuras generaciones conocieran ese salvaje momento histórico, en caso de no sobrevivirlo?

José Garrido estuvo detenido dos meses en el regimiento Telecomunicaciones en Iquique. Los interrogatorios y sesiones de torturas comenzaron desde el primer día, pero no tenía la vista vendada. Entregó pocos detalles, pero admitió que entonces pudo reconocer los rostros y las voces de sus torturadores y el piso de tierra de la sala improvisada. En una ocasión recordó que uno de los oficiales le levantó la capucha y le espetó: “Toma el revólver, si eres tan valiente, y te niegas a delatar a tus compañeros comunistas. ¡Dispárate en la cabeza!” José tomó el arma, apoyó el cañón contra su sien y apretó el gatillo. Le dijo al oficial: “¿Para qué me pasai esto? Dame una huevá que sirva”. La lluvia de patadas y puñetazos sobre su cuerpo fue contundente.

Durante el primer mes Garrido escribió en una carta a su familia que estaba aprendiendo a jugar ajedrez. Contó que su primera movida fue peón cuatro rey. Su hijo le contestó en la carta siguiente: peón cuatro rey.

Ese penúltimo viernes de diciembre de 1973, Nicolás cumplía 16 años. Él, su madre y su hermana habían regresado del Tele. Las dos mujeres estaban afanadas en la cocina preparando algo especial para servir después del rito diario. A punto de comenzar la lectura sonó el teléfono con un timbre muy agudo. Nicolás se levantó para contestar. Su emoción fue profunda al escuchar la voz de su padre.

Al día siguiente, temprano en la mañana, los visitó su abuelo. La madre les informó de la conversación con Pepe, quien había dicho -sin rodeos- que Nicolás debía salir de la ciudad. Comenzaron a buscar inmediatamente las opciones de salida o de escape. Por tierra era imposible pues estaban controlando todos los vehículos que pasaban por los caminos de acceso a Iquique. Por mar, dijo el abuelo, los guardacostas han extremado los patrullajes, investigan a las embarcaciones de pescadores y goletas, y así siguieron por un buen rato. El abuelo salió, pero volvió durante la tarde con una propuesta. Dijo: “Me conseguí unos pesos, lo vamos a enviar por avión a Santiago. Tenemos que comprarle ropa, peinarlo y perfumarlo para que salga como niñito pituco. Justo el 24 de diciembre, ese día estarán más distraídos los vigilantes. ¿Qué les parece?”

Javiera se entusiasmó inmediatamente. Lola Javiera le agradeció al abuelo el esfuerzo de traer el dinero. En esa época los pasajes aéreos eran carísimos. Estaba claro que Nicolás viajaría el lunes 24 a Santiago, sin fecha de retorno. Después saldría su hermana.

Nicolás no podía viajar sin despedirse de Mikel. A media mañana emprendió sus pasos hacia su hogar. La población de casas militares estaba justo al frente del Tele y abarcaba varias cuadras hasta llegar a la esquina de su casa. No se veían desde hace días, quizás desde el mismo Golpe de Estado. Cuando llegó a la calle de su amigo, caminó muy atemorizado mirando hacia adentro del regimiento. Sus piernas apenas le permitían una marcha recta.

 ─ ¡Aló!… ¡Mikel! Llamó a la puerta varias veces y no hubo respuesta.

Después de todo era bastante razonable que la tía Silvana, la madre de Mikel, protegiera su hogar ante el riesgo de su visita. Decidió irse rápido, pero, al pasar por el patio lateral, escuchó un susurro de Mikel, quien se asomaba por la puerta entreabierta.

 – En la casa me dicen que no puedes entrar –dijo Mikel, avergonzado.

-Me tengo que ir de la ciudad, solo venía a saludarte y desearte lo mejor- dijo Nicolás. Chao, mi amigo.

Con tristeza, Mikel contestó “chao”.

La tarde del día anterior al viaje, poco antes del toque de queda, Mikel lo sorprendió en su casa. Venía cansado, estaba muy emocionado. Le entregó una foto carnet de Mikel, escrita por el reverso: “Para mi amigo”. Se dieron un fuerte apretón de manos y Mikel partió corriendo.

Con la llegada de la dictadura había quedado interrumpido el entrenamiento de la selección juvenil de futbol de Iquique. Nunca más los muchachos fueron citados. Tampoco volvió a aparecer por el colegio el entrenador de la selección, el profesor Dávila, que además había sido su profesor de educación física en el Don Bosco. Al parecer, ese año reemplazaba al profesor titular. Durante mayo o junio de 1973, le había preguntado si Nicolás deseaba entrenar con el seleccionado. Era necesario entrenar en Cavancha dos veces a la semana y un día del fin de semana. Nicolás aceptó de inmediato. El primer día de entrenamiento le dijo que fuera hasta su casa. Él lo llevaría para que supiera cómo llegar a la cancha y darle algunas indicaciones. Anotó su dirección en el cuaderno. Fue una hermosa noticia. A sus quince años, era un joven flaco, bajo, de piernas rápidas y ágil. Pero era consciente de que su apariencia insignificante no calzaba con sus habilidades. Debían verlo jugar para descubrir su calidad, y el profesor Dávila lo había hecho. Supo de la razón de su ausencia del entrenamiento cuando por la radio en un bando militar escuchó el nombre de su entrenador. Aparecía entre aquellos que estaban siendo buscados y debían presentarse ante las autoridades. Después de ese último llamado se propuso ir a la casa de su profesor. Sabía que no sería fácil hablar con él. Después de golpear la puerta salió su madre, una mujer alicaída, de baja estatura, mirada apagada. Preguntó por su profesor. Le dijo que no estaba. Le consultó si sabía la hora en que él regresaría.

 – No lo sé – contestó.

 Nicolás regresó en la tarde y al día siguiente. La madre le dijo: “Hijo, no vuelva a buscarlo, él está con problemas”.

-Ya lo sé- dijo Nicolás. Lo escuché en la radio. A mi padre ya lo arrestaron y yo debo irme urgentemente de la ciudad. Solo deseo que él me dé una carta en que deje constancia que yo integraba la selección de Iquique. Me gustaría presentarla en Santiago en el club Colo-Colo.

La señora lo miró en silencio. No esperaba que le dijera eso. Bajó la cabeza, respiró profundo y le dijo, con un suspiro: “Veré que hago”.

 Al día siguiente regresó en la tarde. La señora tenía en la mano una carta manuscrita con la firma del profesor. Le dijo: “Tu profesor dice que te cuides, que debes llegar lejos.”

-Gracias- le dijo Nicolás. Y emprendió el camino a casa, con su trofeo en la mano.

En las últimas horas de preparación del viaje, su hermana y él se rieron con ganas al intentar rizar el pelo liso de Nicolás y cortárselo. Luego llegó su madre con un par de pantalones, camisa y zapatos negros que, si bien parecían nuevos, le quedaban muy apretados.  Convinieron que Lola Javiera le avisaría a su madrina para que fuera a buscarlo al aeropuerto de Cerrillos en la capital. Al terminal de Iquique llegaron su madre y su padrino, quien vestía un terno gris claro. Se veía muy bien, nunca lo había visto sin su ropa de pescador. Ella se había hecho un peinado como de revista de moda. Le pidió a la ejecutiva de la línea aérea que encargara a Nicolás, menor de edad, a la azafata. Cuando pasó el último control antes de embarcar, al lado de las funcionarias de la línea aérea había dos militares que se alternaban mirando unas carpetas. La azafata se encargó rápidamente de tranquilizar a Nicolás y se esmeró en servirle comida, dulces y jugos. Lo trató con amabilidad después de aterrizar en Santiago y lo llevó de la mano hasta la salida, pasando por delante de militares y civiles que custodiaban la entrada. Esperó que el muchacho reconociera a su madrina, quien estaba con su familia.

La madrina, pese a ser una mujer de derecha, abriría no solo las puertas de su hogar sino también su gran corazón. Les brindaría su apoyo económico y su tiempo. En febrero de 1974 llegaría Javiera y ambos serían matriculados en los liceos. Las clases comenzaron en marzo.

En esa misma época Nicolás fue al estadio Colo-Colo y se presentó ante el técnico de los juveniles.

– No estamos probando nuevos jugadores hasta septiembre- le advirtió el técnico. Ven en esa fecha.

Nicolás había pedaleado en una bicicleta prestada durante al menos un par de horas, bajo la lluvia.

-Discúlpeme -le dijo. -Vengo llegando de Iquique hace poco, solo quería mostrarle esta carta.

El técnico la recibió, la leyó en silencio. Se alejó a conversar con otro entrenador. Después de un largo rato regresó y le preguntó si podía venir mañana, a las cinco de la tarde con equipo y zapatos de fútbol.

-Te vamos a mirar cómo juegas -le dijo.

A la hora señalada Nicolás estaba listo y vestido. Se armaron dos equipos de nueve jugadores. Habían quedado cinco o seis esperando afuera de la cancha. Los entrenadores observaban y daban instrucciones. De pronto el técnico lo llamó:

 – ¿Dónde te gustaría jugar?

 -Como delantero por la izquierda -contestó.

El técnico hizo algunos cambios y le dijo: “Vas a jugar como puntero izquierdo”. En un momento detuvo el partido, lo llamó y le preguntó: “¿Por qué te estás resbalando tanto? A ver, muéstrame tus zapatos”. Después de mirarlos dijo: “¡Ah! ¿en Iquique no juegan en pasto? Estás usando zapatos con puentes, deben ser con toperoles“.

Trajeron, sin demora, varios con toperoles. Era la primera vez que Nicolás los veía. A poco de seguir se coordinaron con el centro delantero y salieron buenas jugadas.

– Estás dentro de los 22- dijo el entrenador.

 El futbol fue para Nicolás su fuente de salud y valor en ese período recién llegado a la capital. No le duró más que dos o tres meses: no soportó el rigor de cumplir con las exigencias de horarios. Además, no tenía cómo llegar los fines de semana a las canchas de Cerrillos. Pero sobre todo le era muy difícil conciliar los rigores del fútbol y la escuela con la enorme tristeza diaria que lo envolvía. Un domingo, después de mucho pensarlo, le avisó al técnico que no volvería más.

Su madre llegó a Santiago un atardecer de mayo. Lola Javiera estaba en casa de la madrina cuando sus hijos llegaron del liceo. Lucía un peinado vaporoso, rojizo oscuro, un vestido de seda a media pierna, verde y rojo, con un delgado cinturón que marcaba su cintura. De rostro claro, ojos pequeños y almendrados, su mirada curiosa. Era una enfermera que atraía la mirada de mujeres y hombres. Como mujer del desierto, de templanza, con su actitud positiva, abrazó y besó a sus hijos, y los arengó. “Esto recién comienza, el camino es largo, no derrotarán nuestros planes familiares. El papá, con su ejemplo y su amor, nos apoyará y guiará hacia el triunfo. Así que ¡arriba el ánimo!“.

-De acuerdo mamá -dijeron Nicolás y Javiera.

La lluvia acompañaba el frío, reflejaba el color de las hojas secas en el suelo. Ese y muchos otros otoños siguientes se transformaron en la sinfonía que mejor acompañaba su soledad. No había noticias de su padre desde aquella llamada telefónica, antes que lo llevaran a Pisagua. Los rumores y el correo de las brujas aún funcionaban con eficacia, pese a que las noticias daban cuenta de hechos cada vez más crueles.

Una semana después llegó un camión de embalaje a la casa de la madrina, con todos los muebles de la casa en Iquique. Prácticamente, toda la carga fue acomodada en el patio. Llegaron con el embalaje la bicimoto Lambretta que usaba mi padre y a veces, lo acompañaba su mujer. También aterrizó la mascota Lola, un hermoso pájaro caribeño multicolor, y la gata que venía escondida, y que apareció muy flaca a la semana siguiente.

Éramos unos allegados con destino incierto. Nicolás tenía presente la promesa hecha a su padre: debía estudiar y cuidar a su madre y hermana. Ese primer invierno en la capital no podía recordarlo sin sentir ese frío húmedo que no cedía por más ropa que se pusiera encima. En 1974 deambuló, entre atontado y ausente por las aulas del Liceo San Agustín de Ñuñoa. No alcanzó a conocer a más de un puñado de compañeros de curso. En septiembre de ese año, la tía Emi, hermana de Pepe, hizo una llamada que no habría querido hacer nunca: con la voz quebrada les contó a Lola Javiera y sus hijos de la muerte del abuelo. La tía Emi hizo las gestiones para que le informaran a Pepe de la muerte de su padre y solicitó que lo dejaran bajar de Pisagua para el funeral. No se le permitió.

Papá, durante 41 años, me fuiste contando en fragmentos tu trance como prisionero político. En los primeros días y semanas desde que llegaste a Santiago, con mi madre y hermana, nos fuimos dando cuenta de ciertas omisiones en tu relato y tu mirada perdida en el horizonte cuando conversábamos. Yo quería que me hablaras de lo que te ocurrió allá adentro, pero comprendí y respeté tus silencios. En tus últimos diez años, cuando me acompañabas en mis viajes de trabajo, tus recuerdos brotaban de manera más fluida. Estoy consciente de que no compartiste muchos episodios. Pero no doblegaron tu salud y alegría. Ni el rencor ni la venganza ocuparon tu presente. Cuando deseabas hablar nos sentábamos y comenzabas a recordar hechos y personajes. Poco a poco, regresabas a las sesiones de castigo, te amarraban con alambres a la parrilla eléctrica, te instalaban electrodos en el pene, en el ano, en las tetillas. Los golpes eléctricos eran tan dolorosos que varias veces te despertaste mojado, estirado en el piso de la celda, rodeado de tus compañeros. Recordaste cuando te lanzaban, dentro de barriles de 200 litros, desde la cumbre de los cerros de Pisagua. Solías marearte, vomitabas, a veces quedabas inconsciente y medio atontado seguías rodando cerro abajo. En otras ocasiones cerrabas los ojos para relatar el traslado hacia el paredón, atado de manos y un capuchón en la cabeza. Escuchabas el rito de muerte de tus verdugos, con la explosión de disparos simultáneos. Eran simulacros de fusilamiento. Con la vista tapada te hacían caminar, dándote instrucciones hasta hacerte caer escaleras abajo debajo de la cárcel de Pisagua. O te hacían correr hasta chocar de cabeza con un muro. Fue un año interminable que marcó tu existencia y la de tu familia por el resto de tu vida.

Con el tiempo supimos que los prisioneros en Pisagua habían armado y escondido una radio a través de la cual escuchaban un programa –Escucha Chile– en onda corta de la radio Moscú. Entre otras cosas, se enteraban de los obituarios. Por esa vía Pepe se informó de la muerte de su padre. Junto a los compañeros más cercanos hicieron un círculo: en el centro, sobre una piedra, colocaron la medalla de alpaca con forma de corazón que Pepe había fabricado para su padre. Se sentaron. Pepe les confesó: “Siento tristeza, no solo por no haberme despedido de mi padre. Por la maldad y egoísmo de aquellas personas, nosotros debemos pasar por esta experiencia”. Pepe rezó, varios lo acompañaron, otros guardaron silencio. Levantó sus hombros y dejó escapar un suspiro. Su padre ya descansaba. Uno a uno se acercaron para abrazarlo.

En octubre de 1974 Pepe fue liberado de Pisagua. Su mujer viajó a recibirlo una vez que una colega suya le avisara que el grupo llegaría a la entrada de Iquique. El cometido se había logrado. A los pocos días ambos llegaron a Santiago. Pepe lucía flaco, alicaído. Lola Javiera y Javiera lloraron. Pepe dijo: “Ya estoy acá, todo va a estar mejor”. Les esperaban nuevos desafíos.

Veinte años después Nicolás visitó a su tío Manu, ya retirado del Ejército. Estaba muy emocionado y agradecido de su visita. Mikel, su hijo, los dejó solos. Se sirvieron un vaso de vino. Manu, muy parsimonioso, dijo:

– Hijo, hice lo que pude por mi compadre. Intenté pedirle a mi superior que liberara a mi hermano Mikel y a Pepe. Me contestó que debía elegir a uno de ellos. Tuve que optar por mi hermano de sangre. Perdóname.

Nicolás agradeció sus palabras. Rescataba la intención de Manu al procurar que un soldado accediera a que Pepe pudiera hacer la última llamada a su familia antes de salir a Pisagua.

Padre, no te puedo decir que el Golpe de Estado arruinó mi vida. No fue así. Pero sí te puedo decir, papá, que por mucho tiempo viví asustado. El Golpe desgarró mi corazón adolescente, me colmó tanto de ira como de ansias de venganza por el dolor que te causaron, por la armonía familiar que nos arrebataron. Me quedo con tu alegría de vivir, con tu ejemplo insistente por dejar un mundo mejor.

En Santiago, Pepe cambió su nombre por temor a ser nuevamente detenido. Reanudó su vida en esta nueva ciudad. En 1984 le contó a Nicolás que fue secuestrado por agentes de la Central Nacional de Inteligencia -la CNI– y por algunas horas permaneció en un automóvil. Lo golpearon y amenazaron, indicándole: “Debes advertir a Nicolás que no se meta en cosas políticas”. Antes de liberarlo le hicieron saber que sabían de su cambio de nombre. En los años siguientes, Pepe trabajaría junto a Lola Javiera para mantener a sus hijos. Con un cáncer avanzado, en sus últimos días, ante la pregunta de una sobrina en una reunión familiar se refirió, por primera vez en público, a su experiencia en los campos de concentración del Tele y Pisagua.

-Yo he hecho dos cosas importantes en mi vida -dijo. Luchar por lograr un mundo mejor para todos. Y, en segundo lugar, educar a mis hijos.

Pepe murió en su hogar en Santiago de Chile, rodeado de su familia, el 25 de febrero de 2014. Tenía 85 años.

Por Renato Garrido



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