Por Sergio Salinas Cañas

Goethe, en El Preludio en el Teatro de Fausto, escribió: “De un mundo eterno las sombras caen sobre el Tiempo… Subo por la escalera fantasma hasta una blancura más antigua que el Tiempo”.
Más de dos siglos después, estas palabras parecen describir con inquietante precisión el estado actual de nuestra civilización. Vivimos un tiempo donde la crisis ya no es un fenómeno aislado, sino una atmósfera; no un hecho, sino un clima que envuelve a la política, la economía, la cultura y hasta la vida íntima de las personas.
Estamos transitando nuestros propios “locos años 20”, pero con un siglo de distancia y con un riesgo mayor: el agotamiento moral y psicológico de la humanidad.
Los años 1920-1929 fueron celebrados como una década de euforia: crecimiento económico, modernización, emancipación femenina, jazz, cine, producción en masa. Sin embargo, bajo esa superficie vibrante latían la radicalización política, la desigualdad social, el surgimiento de ideologías totalitarias —fascismo, nazismo, estalinismo— y una incapacidad colectiva para reconocer las señales de un colapso inminente.
Hoy, la historia rima. A simple vista, nos deslumbra la revolución digital, la inteligencia artificial, la hipercomunicación, las nuevas economías creativas. Pero, al igual que en los años veinte originales, bajo esa superficie crece una profunda inestabilidad estructural: polarización ideológica, discursos de odio, crisis institucional, deterioro ecológico, guerras regionales y una ciudadanía emocionalmente fatigada.
La filósofa Hannah Arendt advertía que los tiempos de “desarraigo espiritual” generan las condiciones perfectas para el surgimiento de movimientos totalitarios. Su expresión “la banalidad del mal” es más actual que nunca: sociedades agotadas delegan su criterio al juicio de las redes, la emocionalidad y los algoritmos.
El filósofo Byung-Chul Han ha descrito como pocos este fenómeno: ya no vivimos bajo la represión externa, sino bajo la autoexplotación interna. La sociedad del “yes, we can” se transformó en la sociedad del “debes poder”, donde cada persona es emprendedora de sí misma, administradora de su tiempo, su cuerpo y sus emociones.
El resultado —como confirman sus obras La sociedad del cansancio y La sociedad de la transparencia— es: hiperactividad sin sentido; desgaste emocional crónico; dopaminización del consumo; pérdida del misterio, del silencio y de la vida interior y una presión constante por rendir antes que por ser.
El sociólogo Zygmunt Bauman, en su diagnóstico de la modernidad líquida, coincide en que vivimos en un tiempo donde nada permanece: vínculos frágiles, identidades frágiles, instituciones frágiles.
El filósofo Charles Taylor agrega que el ser humano moderno enfrenta un “vaciamiento del horizonte moral”, donde ya no existen narrativas comunes que den sentido colectivo.
Todo esto se traduce en una sociedad estresada, temerosa y sin refugio interior.
La crisis actual no es solo económica o institucional. Es, como advertía Mircea Eliade, una crisis de “desacralización del mundo”: el ser humano moderno cortó los vínculos con el sentido profundo, con el símbolo, con lo espiritual entendido como búsqueda interior.
De allí brota lo que Erich Fromm llamó la “sociedad del tener”, donde el valor se mide en bienes, títulos, seguidores o visibilidad, y no en virtud, carácter o propósito.
Y cuando el ser humano deja de escucharse, surge el nihilismo: una vida sin dirección, sin comunidad, sin trascendencia.
Así como los “locos años veinte” del siglo pasado fueron la antesala de una crisis, también dieron nacimiento a movimientos de renovación espiritual, artística y filosófica. Hoy ocurre algo similar. En medio de la confusión global, millones de personas están volviendo a la meditación, el estudio filosófico, a una ecología sistémica, a las escuelas iniciáticas, a las terapias de autoconocimiento, al voluntariado, la práctica del yoga, la vida lejos de las ciudades, a los caminos de espiritualidad universalista.
El sociólogo francés Edgar Morin describe este fenómeno como una “revolución del sentido”, donde la humanidad comienza a intuir que los problemas del mundo no se resolverán sólo con tecnología, sino con una metamorfosis interior.
En este contexto, en Chile figuras como Gabriela Mistral, Arturo Prat, Eduardo de la Barra, el Padre Hurtado y Jaime Galté Carré reaparecen como faros. Personas cuya coherencia entre pensamiento, sentimiento y acción representa aquello que la sociedad contemporánea ha perdido: integridad.
Jaime Galté, jurista, académico y médium, planteó que la ética es un camino interior, y que el desarrollo de la conciencia es condición necesaria para transformar una sociedad desgastada por la violencia, la soberbia y la deshumanización.
En 1962 escribió, con lucidez para nuestro tiempo:
“La controversia nunca convierte a nadie; las convicciones cambian a medida que la luz de la sabiduría crece. La tolerancia exige respeto por toda creencia sincera, pero la razón debe rechazar el dogmatismo, el fanatismo y la superstición”.
Estas palabras resuenan como un antídoto ante la polarización y la furia digital que hoy consumen el espacio público.
Frente al caos global, no bastan discursos ni reformas parciales. Se necesita un retorno al espíritu, pero no entendido como huida mística, sino como disciplina interior: pensar con claridad, sentir con nobleza y actuar con justicia.
La verdadera revolución pendiente no es tecnológica ni electoral, sino moral y espiritual. Una revolución silenciosa, que comienza en cada individuo que decide detenerse, escuchar, aprender, meditar, servir y mirar al otro no como adversario, sino como reflejo.
Porque, como intuía Goethe, detrás del tiempo siempre cae una sombra de lo eterno. Y quizás nuestra época —cansada, fragmentada, hipertecnológica— está comenzando, por fin, a buscar esa luz antigua para encontrar el camino hacia un mundo nuevo.
Por Sergio Salinas Cañas
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