La propuesta del candidato presidencial José Antonio Kast de revisar la situación penitenciaria de condenados por crímenes de lesa humanidad volvió a instalar en el centro del debate público a uno de los nombres más siniestros de la represión dictatorial: Miguel Krassnoff Martchenko, criminal condenado en más de 80 causas por delitos de lesa humanidad y cuya pena total asciende a más de mil años de prisión.
En medio de esta discusión, el libro «Aferrada a mi balsa», de la periodista y sobreviviente a la prisión política, Gladys Díaz Armijo, vuelve a iluminar con crudeza lo que realmente está en juego cuando se habla de beneficios carcelarios para violadores de derechos humanos. Su testimonio retrata a Krassnoff no como un funcionario más del aparato represivo, sino como la encarnación del horror, la crueldad y la bestialidad que marcaron los años más oscuros de la dictadura.
Díaz presenta al oficial como un eje narrativo del terror, una presencia que irrumpe una y otra vez para recordar el carácter brutal y absurdo de la maquinaria represiva de la dictadura. En sus primeras apariciones, Krassnoff entra golpeando las botas contra el piso, descargando insultos con un tono teatral y desbordado. En una de las escenas más estremecedoras, apunta una pistola a la sien de la autora mientras se burla de su palidez, simulando una ejecución frustrada solo por una llamada telefónica.
Su violencia no es solo física: es un espectáculo cuidadosamente calculado para quebrar a los detenidos.
El libro revela también su fanatismo ideológico, expresado en monólogos donde reivindica el nacional socialismo, justifica la eliminación de opositores e incluso fantasea con destruir a los empresarios que apoyaron el golpe, a quienes considera “apátridas”. Esa lógica delirante se mezcla con la burocracia represiva de los organigramas partidarios que el militar obsesivamente completaba.
Pero quizás lo más perturbador del retrato es su doble vida. Después de dirigir sesiones de tortura, Krassnoff puede contestar el teléfono con voz dulce para hablar con su esposa, como si nada de lo ocurrido fuese incompatible con la vida doméstica. La autora muestra esa dualidad no para humanizarlo, sino para revelar la banalidad del mal que encarnaba: la capacidad de convivir con el horror como si fuera parte de una rutina profesional.
Incluso cuando intenta mostrar cortesía —extendiendo la mano para despedirse o preguntando sobre el futuro de su prisionera— cada gesto está cargado de manipulación. Ninguna amabilidad falsa puede disimular la violencia estructural que representa.
Décadas después, ya en democracia, los careos judiciales muestran a un Krassnoff que intenta reinventarse como “simple analista de inteligencia”. Pero los sobrevivientes lo reconocen sin titubeos. No hay relato alternativo que pueda borrar su historial.
«Aferrada a mi balsa recuerda», con una potencia que trasciende lo testimonial, que la memoria no es un ejercicio abstracto: es un acto de justicia. Y en momentos en que voces políticas plantean revisar beneficios para criminales de lesa humanidad, el libro se vuelve una advertencia contundente.
Leerlo es entender por qué la sociedad chilena no puede darse el lujo de olvidar.

Foto Gladys Díaz: Mario Hans

