Por Raúl Landini Ebner

La reciente fiscalización de la Contraloría reveló que miles de funcionarios públicos usaron licencias médicas mientras vacacionaban en el extranjero. No es un error aislado: es el reflejo de una enfermedad más profunda, incubada en un modelo que privilegia el éxito personal sobre el bien común. En ese contexto, lo público se ve como botín, no como compromiso.
En Chile, la corrupción no escandaliza porque rara vez se sanciona con rigor. A los grandes defraudadores no se les encarcela: se les manda a “clases de ética”. Ese gesto simbólico confirma que, en nuestro país, lo ilegal puede ser tolerable si se tiene poder. La norma se convierte en un juego de simulación.
Mientras tanto, lo público es tomado como escenario de clientelismo. Se reparten cargos, se desvían recursos, se usan plataformas estatales para campañas políticas disfrazadas de gestión. La prescindencia se viola con prolijidad técnica, y el mérito es reemplazado por la fidelidad. En ese entorno, la ética es vista como ingenuidad.
Muchos se preguntan: ¿por qué los funcionarios públicos están sujetos a un estatuto especial? La respuesta es clara: administran lo que es de todos. Su rol es institucional, no solo laboral. Como escribió Locke, quienes ejercen funciones del poder público deben someterse a reglas diferentes, porque lo que representan no les pertenece.
Y pese a los abusos, hay que decirlo con fuerza: la mayoría de los empleados públicos cumplen su labor con probidad, compromiso y vocación de servicio. En hospitales, municipios, escuelas y servicios, sostienen con dignidad una estructura que otros se esfuerzan en debilitar.
El problema es que el mismo estatuto que impone deberes también ha sido convertido en escudo para proteger a los deshonestos. En el sector privado, robar implica despido inmediato. En el Estado, a menudo se protege al infractor, mientras el honesto calla por temor.
Porque sí, la ley obliga a denunciar, pero el miedo es real. Miedo a represalias, a perder el puesto, al acoso institucional. Basta ver la gravedad del problema para entenderlo: la Ley Karin nació precisamente para enfrentar el acoso laboral dentro del aparato público. ¿Cómo esperar que un funcionario denuncie una red de corrupción, si sabe que puede ser aislado o perseguido?
Se requieren reformas estructurales que incluyan canales seguros y anónimos para denunciar. Pero también necesitamos una reconstrucción ética que devuelva sentido a la idea de servicio público. Que inspire, que enseñe, que proteja.
Como escribió Simone Weil, “la responsabilidad es la forma más pura del amor”. Ese amor por lo común, por lo que es de todos, debe volver al centro de la vida cívica. Porque si no lo hacemos, la degradación de lo público continuará. No como escándalo, sino como normalidad. Y cuando lo público se pierde, solo queda el desierto de lo individual. Lo común es lo único que puede salvarnos. Y reconstruirlo es la única tarea verdaderamente urgente de nuestro tiempo.
Por Raúl Landini Ebner
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