Columna de Opinión

Ley Katherine Yoma: un desgarrador grito para avanzar hacia una ley de violencia escolar integral

La Ley Katherine Yoma no es una ley de castigo. Es una ley de reparación, de cuidado, de dignidad. Es una ley de homenaje póstumo. Es una respuesta concreta a un sistema que ha sido históricamente indiferente frente al sufrimiento de quienes sostienen la educación pública desde el aula.

Ley Katherine Yoma: un desgarrador grito para avanzar hacia una ley de violencia escolar integral

Autor: El Ciudadano

Por Roberto Pizarro Larrea

El espacio escolar, lamentablemente, no está exento de la violencia cotidiana que atraviesa a nuestra sociedad. La escuela, que solemos romantizar como un refugio de aprendizaje y crecimiento, ha devenido, en algunos casos, en un escenario hostil para quienes hoy tienen la noble labor de educar. Esto exige que las instituciones educativas emprendan un proceso de desaprendizaje en torno al abordaje de las incivilidades y la violencia social, y avancen hacia relaciones de convivencia basadas en el trato justo y digno entre todos y todas quienes integran la comunidad educativa. En este contexto, la muerte de la profesora Katherine Yoma, ocurrida en marzo de 2024 en Antofagasta, no constituye únicamente una tragedia personal ni local puesto que representa, ante todo, un grito colectivo, una interpelación al Estado, a las instituciones escolares y a la sociedad en su conjunto. Su caso, marcado por la desprotección, el abandono institucional y la impunidad, evidencia una nueva deuda histórica: la ausencia de una legislación que resguarde de manera integral a los y las profesionales de la educación frente a la violencia escolar.

La primera Política Nacional de Convivencia Escolar (2002) marcó un hito al iniciar la discusión sobre la calidad de la educación en Chile, y dio el puntapié inicial para orientar a las comunidades educativas en la promoción de climas escolares positivos mediante el diálogo y la construcción colectiva de acuerdos. A partir de allí, el marco legal chileno continuó avanzando en materia de convivencia escolar. En 2009, la Ley General de Educación (LEGE) (20.370) consagró los principios de respeto mutuo y derechos para todas y todos los integrantes de la comunidad educativa. Posteriormente, en 2011, la Ley 20.536 sobre Violencia Escolar incorporó herramientas centradas en la prevención y en la creación de equipos de convivencia, aunque con un foco principalmente orientado a la protección de estudiantes frente a la violencia ejercida por adultos. Un nuevo hito legislativo fue la controvertida Ley 21.128 de “Aula Segura” (2018), que significó un giro en el enfoque: del trabajo en convivencia se pasó a una lógica centrada en el castigo. Su diseño institucional, de orientación punitiva, otorgó mayores atribuciones a las y los directores para suspender o expulsar estudiantes. De este modo, el progresivo desarrollo de políticas públicas hacia una visión compleja e integral de la violencia escolar se vio interrumpido, retrocediendo hacia un modelo de gestión autoritaria del gobierno escolar. En lugar de fomentar un enfoque formativo que promueva los desaprendizajes necesarios para enfrentar la violencia social, se consolidan culturas institucionales que reproducen violencia simbólica y obstaculizan la garantía de procesos justos y democráticos en la protección de derechos de todas y todos los miembros de la comunidad educativa. En este sentido, Aula Segura no representa un avance hacia una protección integral; al contrario, es el síntoma de un modelo que desconfía del diálogo y refuerza la exclusión.

Esta omisión estructural se refleja en el caso de Katherine Yoma con brutal claridad. La LEGE, en su artículo 10 letra c), reconoce que las y los profesionales de la educación tienen derecho a un ambiente laboral libre de violencia y a que se respete su integridad física y psicológica. Pero no existe, hasta hoy, una vía legal efectiva que permita denunciar, intervenir o sancionar ante una vulneración de estos derechos. Todo queda en manos de los reglamentos internos, de la voluntad de los equipos directivos o de sostenedores, gobiernos escolares, muchas veces más preocupados por proteger la “imagen” institucional que la seguridad de su personal y su comunidad. Este vacío es el que terminó arrastrando a Katherine Yoma al abandono más cruel.

El relato de Katherine, recuperado en su propia declaración pública, hiela la sangre. La joven profesora de inglés sufrió, desde su regreso a la presencialidad en 2022, constantes amenazas por parte de una estudiante con conductas altamente disruptivas y peligrosas. Llegó a encontrar notas dirigidas a su persona con mensajes como: “te voy a matar”. Fue víctima de acoso psicológico, aislamiento y, finalmente, de una agresión física por parte del apoderado de la misma estudiante, dentro del recinto escolar y frente a estudiantes y funcionarios. Todo esto fue advertido. Todo esto fue denunciado. Nadie actuó.

Y aquí se revela un nudo crítico: la imposibilidad práctica de denunciar cuando no existen garantías ni respaldo institucional. Esta tensión expone con crudeza la distancia entre la justicia simbólica que consagran las leyes y la justicia sustantiva que se demanda en la experiencia cotidiana, aquella que las instituciones escolares y sus respectivos gobiernos debiesen resguardar. Katherine fue desoída por sus superiores, minimizada por la inspectora general, expuesta por el mismo sistema que debía protegerla. Las notas amenazantes fueron ignoradas. Las agresiones físicas, relativizadas. Las medidas de protección, simplemente inexistentes. Peor aún, el mismo día de la agresión, la inspectora le gritó que se apartara para evitar al agresor, en lugar de intervenir. La CMDS, su empleador, lejos de brindarle apoyo, se encargó luego de descontarle del sueldo la jornada que no pudo completar tras dirigirse sola a la Mutual de Seguridad, luego del ataque de Patricio Puelles Sepúlveda, apoderado y padre de la estudiante. La señal fue clara: no hay amparo institucional para quien denuncia. La ley, por sí sola, no protege cuando su aplicación queda sujeta a estructuras jerárquicas, cerradas y desprovistas de mecanismos democráticos. Más aún, en gobiernos escolares donde los intereses personales se cruzan —como en este caso—, con un director que conocía al agresor y que mantenía contratada a la madre del señor Puelles como inspectora del mismo establecimiento.

“Se conceden favores especiales a familiares de la inspectora madre del apoderado agresor, e ignoran faltas de respeto graves hacia profesores por parte de la jefa de UTP, que en más de una oportunidad interrumpió mis recreos y me acosó yendo a mis clases a pedirme que buscara reemplazo para mis permisos administrativos o para decirme en su oficina que si ella quería no me otorgaba el permiso pedido legalmente por mí al director. Realmente en la escuela ocurren cosas que ponen en riesgo la seguridad física y mental de docentes, estudiantes, asistentes, etc.” (DECLARACIÓN PÚBLICA PROFESORA KATHERINE YOMA VALDIVIA ESCUELA D-68 ANTOFAGASTA, CHILE).

Las autoridades escolares le “bajaron el perfil” a los hechos, incluso frente a amenazas explícitas. El director no sancionó oportunamente ni a la estudiante ni a su apoderado. La inspectora general no actuó para proteger a Katherine, a pesar de que otros miembros de la comunidad educativa presenciaron lo ocurrido en el portón del establecimiento, justo en el momento en que padres, madres y apoderades retiraban a sus hijos. Ni siquiera se llamó a Carabineros de forma inmediata. Mientras Katherine se encontraba con licencia médica tras la crisis vivida, la Corporación Municipal de Desarrollo Social (CMDS) se negó a recibirla en audiencia y continuó hostigándola mediante correos de gestión. La tragedia culminó con una ofensiva comunicacional aún más vil: el entonces alcalde de Antofagasta, Jonathan Velásquez, publicó un video en redes sociales divulgando antecedentes personales de la profesora con el objetivo de desacreditarla y exculpar su propia gestión.

La justicia ha dado algunos pasos. Patricio Puelles Sepúlveda fue declarado culpable del delito de daños, pero absuelto del cargo de amenazas por “no contar con prueba suficiente”. El exalcalde enfrenta una querella por vulnerar la memoria de la profesora. Sin embargo, la familia —y miles de docentes que se han sentido identificados con este caso— tienen razón al sostener que este fallo es apenas “una gota de justicia”. La estructura completa del sistema educativo debe ser revisada.

Y es aquí donde la Ley Katherine Yoma, hoy en trámite en la Cámara de Diputadas y Diputados, se vuelve urgente y necesaria. Este proyecto propone modificar la Ley General de Educación para incorporar los artículos 16F y 16G, consagrando de forma explícita el derecho de las y los docentes, asistentes y profesionales de la educación a desempeñar su labor en un ambiente libre de violencia física y psicológica. La propuesta obliga a los establecimientos educacionales a adoptar medidas inmediatas de resguardo físico y contención psicosocial ante cualquier situación de violencia, así como sancionar disciplinariamente a los agresores, ya sean estudiantes, apoderados u otros miembros de la comunidad.

Pero no se queda ahí. La ley establece la obligación de actuar coordinadamente con organismos públicos —Ministerio de Educación, Fiscalía, Carabineros— para garantizar una respuesta oportuna a las víctimas. En consecuencia, sería un nuevo paso a un modelo de protección integral para toda la comunidad educativa, que reconoce que la violencia también puede ser ejercida desde los adultos hacia los docentes, y que estos también necesitan resguardo, no solo responsabilidades.

Muchos detractores han querido instalar la idea de que esta ley victimiza a los docentes o que busca “endurecer” el trato hacia estudiantes en situación de conflicto. Pero la Ley Katherine Yoma no es una ley de castigo. Es una ley de reparación, de cuidado, de dignidad. Es una ley de homenaje póstumo. Es una respuesta concreta a un sistema que ha sido históricamente indiferente frente al sufrimiento de quienes sostienen la educación pública desde el aula. Porque no se puede enseñar con miedo. Porque ninguna profesora y ningún profesor debería sentirse solo, abandonado o desprotegido en su lugar de trabajo.

La impunidad estructural y la deformación doméstica de la gestión escolar que rodea este caso es la misma que hoy permite que miles de docentes callen ante agresiones, por temor a perder su trabajo, a ser estigmatizados o, simplemente, a no ser escuchados y escuchadas. Esta realidad fractura la implementación efectiva del progresivo desarrollo de la legislación nacional en materia de violencia escolar y convivencia educativa. La protección de las y los profesionales de la educación no puede seguir dependiendo de la discrecionalidad de un director o de un sostenedor, ni de gobiernos escolares que actúan como si sus decisiones fuesen extensiones de un patrimonio personal.

En consecuencia, no basta con hacer un llamado a aprobar con urgencia la Ley Katherine Yoma; debemos también convocarnos a repensar nuestras comunidades escolares: a democratizar la gestión educativa, a erradicar las prácticas autoritarias, y a poner en el centro el buen trato, la empatía y la corresponsabilidad. Porque la violencia escolar no se resuelve solo con sanciones, sino con prevención, con acompañamiento y con justicia sustantiva. En este caso, se trata de reconocer que fallamos con Katherine Yoma y de comprometernos a que nunca más otra profesora muera sola, abandonada por un sistema que debió haberla protegido.

Por Roberto Pizarro Larrea

Profesor de Historia y Ciencias Sociales.

Fuente fotografía


Las expresiones emitidas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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