Por Ivo Castillo Osorio

A los 15 años tuve que firmar como apoderado de mi papá para ingresarlo a un centro de rehabilitación. Yo, un adolescente, enfrentando la decisión de salvar a mi viejo de la pasta base. Nadie me preparó para eso. Ningún manual, ningún funcionario del Estado, ningún “Chile Avanza Contigo”.
Mi papá consume pasta base. Lo hace desde hace años. Y como él, muchas personas de mi entorno. He visto cómo se apagan lentamente. Cómo se transforman en sombras de lo que fueron. Cómo pierden la memoria, la dignidad y los afectos. Uno a uno, caen en esa trampa silenciosa que no mata de inmediato, pero va descomponiendo todo: el cuerpo, la mente, la familia.
En Chile, el 2,7 % de las personas consumen pasta base con frecuencia, según cifras de SENDA. Y de ellas, solo el 12% logra acceder a algún tipo de tratamiento. ¿Y el resto? ¿Dónde están? Están en nuestras calles, en nuestras casas, en nuestras historias, muchas veces ignorados por un Estado que administra la miseria en vez de combatirla.
Hace un tiempo acompañé a mi padre al psiquiatra del hospital público de la comuna. Un funcionario del Estado. Entramos, nos sentamos, y el doctor ni siquiera nos miró. Yo trataba de contarle lo que estaba pasando, lo mal que estaba mi papá, lo que vivíamos a diario. Pero él solo miraba la pantalla, firmaba recetas, y mandaba a la ventanilla a retirar pastillas. Hace poco le dio el alta. ¿En serio? ¿Alta de qué? ¿De su dolor? ¿De la adicción? ¿De una vida quebrada?
¿Ustedes creen que se sienta a conversar con él más de cinco minutos? Para ese sistema, mi papá no es más que un número. Un caso más que pasar por la ventanilla. Y nosotros, los que acompañamos, no somos más que parte del ruido que no quieren escuchar.
Y mientras tanto, hay madres que no duermen esperando a que su hijo vuelva. Abuelas que crían a los nietos porque sus hijas están atrapadas en la droga. Hermanas que repiten cada día: “esta vez va a cambiar”. Familias completas rotas, invisibles para un país que solo mira hacia donde brillan las luces.
En el Congreso, muchos están más preocupados de sus viáticos, de aparecer en matinales o de declararle el día a cualquier cosa irrelevante. Algunos incluso defienden con fervor a candidatos que solo buscan proteger sus propios intereses, no los de quienes sufren de verdad. ¿Cuántos de ellos han acompañado a un adicto a rehabilitación? ¿Cuántos han mirado a una madre que ya no puede más? Les falta calle, les sobra cálculo. Y mientras ellos especulan, nosotros enterramos gente.
Y aun así, hay candidatos presidenciales —con trajes bien planchados y biografías impolutas— que hablan de “reducir el Estado”. Claro, porque para ellos, el Estado es solo una molestia. Nunca han necesitado que llegue. Nunca han tenido que suplicar por una cama en rehabilitación, ni llorar en una sala de espera por alguien que se está consumiendo en vida. No conocen el Chile donde sí se necesita al Estado, no para administrar, sino para cuidar.
Chile no solo tiene un problema con las drogas. Tiene un problema de abandono. Tiene un problema con la empatía. Tiene un Estado ausente, que firma recetas como quien estampa sellos, sin preguntarse por la historia detrás de cada rostro.
No quiero más discursos. No quiero más eslóganes. Quiero que alguien me diga cuántos hijos siguen hoy firmando como apoderados de sus padres para ingresarlos a rehabilitación. Cuántas madres, cuántas hermanas, cuántas abuelas siguen esperando un milagro que nunca llega. Cuántas familias siguen sobreviviendo en soledad mientras un país entero se hace el sordo.
No me vengan a decir que el Estado llega. Porque cuando llegó, si es que llegó, ya era tarde.
Por Ivo Castillo Osorio
Alguien que ya se cansó de esperar
Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.