Por Jean Flores Quintana

El 58% no es un accidente estadístico; es un acta de defunción. La victoria aplastante de la ultraderecha no es un simple traspié electoral, es el síntoma terminal de una fractura histórica. No perdimos por una «mala campaña» ni por errores tácticos de última hora; perdimos porque la realidad nos estalló en la cara mientras una hegemonía tecnocrática miraba hacia otro lado. Kast no ganó por accidente; ocupó el vacío que dejó la soberbia intelectual de quienes condujeron el Gobierno. Lo que enfrentamos no es una alternancia, es una restauración conservadora.
Aquí, ocho tesis para diseccionar —sin anestesia— cómo la desconexión de una élite progresista le pavimentó el camino al abismo a todo el sector.
1. Tesis del Bonapartismo
«Para salvar su bolsa, la burguesía tiene que renunciar a la corona, y la espada que la había de proteger tiene que pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como espada de Damocles«. — Karl Marx
Marx lo explicó con claridad quirúrgica: ante un empate catastrófico, la élite económica decide «tercerizar» el orden. José Antonio Kast asume el rol del Bonaparte criollo, no porque haya seducido con un proyecto de país, sino porque el gran capital lo contrató como su guardia de seguridad. Su misión no es ideológica, es funcional: blindar el modelo de acumulación neoliberal ante el colapso de la política tradicional.
Sin embargo, aquí radica la gran estafa que debemos denunciar a los cuatro vientos. Kast no vino a proteger el quiosco del comerciante ni el auto del trabajador; vino a proteger las utilidades de las AFP y el negocio de las Isapres. El «orden» que promete es un servicio VIP exclusivo para los dueños de Chile; para el resto de la población, la receta es simple: sumisión, precariedad y garrote.
Es un pacto transaccional perverso donde la oligarquía acepta el autoritarismo y cede sus libertades políticas a cambio de una sola garantía: frenar en seco cualquier demanda redistributiva. El empresariado prefirió entregarle la banda presidencial a un fanático antes que ceder un milímetro de sus privilegios, y Kast es simplemente el ejecutor armado de ese contrato de compraventa.
2. Tesis del brazo armado mediático
«Si no están prevenidos ante los medios de comunicación, les harán amar al opresor y odiar al oprimido». — Malcolm X
Los medios de comunicación en Chile abandonaron hace tiempo su rol informativo para convertirse en aparatos ideológicos de guerra. Los matinales dejaron de ser entretenimiento para operar como el partido político más eficiente y letal de la derecha. Al instalar 24/7 la sensación térmica de una guerra civil inminente, crearon artificialmente la enfermedad del pánico para que Kast pudiera vender el único remedio disponible en su farmacia: la mano dura y la bota militar.
El periodismo hegemónico sacrificó la verdad en el altar del rating y se dedicó a la pedagogía del terror, convenciendo a la ciudadanía de que su vecino es un enemigo. Esta operación psicológica masiva transformó problemas reales de seguridad en un espectáculo morboso, donde la única salida presentada no fue la justicia social ni la inteligencia policial, sino la bala y la militarización de la vida cotidiana.
Nuestra tarea urgente es desmontar esa narrativa tóxica: el miedo que hoy paraliza a Chile no es un reflejo fiel de la realidad, es un producto manufacturado industrialmente. Fue diseñado, empaquetado y distribuido masivamente para justificar lo injustificable: que la sociedad acepte vivir bajo un estado de sitio permanente como el costo inevitable de sobrevivir.
3. Tesis de la impotencia legislativa autoimpuesta
«Cuando se gana con la derecha, es la derecha la que gana». — Radomiro Tomic
El progresismo cometió un suicidio asistido por su propia élite. Mientras las fuerzas políticas ancladas en el mundo popular mantenían los pies en el barro, la gestión de gobierno fue conducida por la «Izquierda brahmánica» de Piketty: una élite ilustrada que, pese a sus credenciales académicas, no logró decodificar el sentir popular. Pero su pecado mortal fue utilizar la adversa correlación de fuerzas en el Congreso como la coartada perfecta para la inacción. Convirtieron la minoría parlamentaria en una excusa para no dar las peleas, renunciando a la disputa ideológica antes de entrar al hemiciclo.
La coartada histórica se cae a pedazos al mirar el espejo retrovisor. Salvador Allende gobernó con el Congreso en contra, el Poder Judicial en rebeldía y la CIA financiando el sabotaje, pero jamás usó la minoría parlamentaria para renunciar al programa que el pueblo llevó a La Moneda. Mientras la Unidad Popular suplía la falta de votos con creatividad jurídica y movilización social, la actual hegemonía tecnocrática eligió la «cocina» y la rendición anticipada. Para dar señales de «gobernabilidad», terminaron legislando la agenda de la derecha —Ley de Usurpaciones, Naín-Retamal— bajo la excusa del «realismo político», confundiendo táctica con entreguismo.
El resultado fue fatal: ante una copia tímida que administra el modelo neoliberal escudándose en que «no están los votos», la gente prefirió votar por el original. Kast ganó porque ofreció una defensa de la propiedad y el orden sin la hipocresía del progresismo que, teniendo el gobierno, actuó como si fuera oposición de sí mismo. El trabajador precarizado, al ver que el «cambio» se ahogaba en la burocracia parlamentaria, decidió buscar refugio en quien promete pasar la aplanadora.
4. Tesis del patriotismo de cartón
«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». — Antonio Gramsci
El triunfo de Kast no es folclore local, es la instalación exitosa de la franquicia chilena de la Internacional Reaccionaria. El electorado sintonizó con una tendencia mundial donde la incertidumbre de la globalización se combate con repliegue identitario. Pero el «soberanismo» de Kast es una ficción de marketing: es un nacionalismo de cartón que agita la bandera para golpear al migrante pobre, pero que se arrodilla sumiso ante el capital financiero transnacional.
Aquí está la gran contradicción que debemos desnudar: gritan «Chile Primero» para rechazar tratados de Derechos Humanos, pero guardan un silencio cómplice para entregar nuestros recursos estratégicos —litio, cobre e hidrógeno verde— a los intereses corporativos del Norte Global. Su patriotismo se acaba donde empiezan los negocios de las transnacionales; ahí, el león se convierte en un gatito regalón.
Con este resultado, Chile abandona cualquier pretensión de autonomía latinoamericana para volver a ser una cabeza de playa leal a Washington en su disputa contra China. El «monstruo» gramsciano ya entró a La Moneda, no para defender a la patria, sino para convertir al Estado en una comisaría privada que cuida las inversiones extranjeras, legitimado por la angustia de un pueblo que votó por su propia subordinación neocolonial.
5. Tesis de la geografía de la rabia
«La mano invisible del mercado necesita el puño de hierro del Estado penal para contener los desórdenes que ella misma genera». — Loïc Wacquant
Donde el Estado Social se retiró, ganó Kast prometiendo el Estado Policial. Sufrimos el síndrome italiano de la «Izquierda ZTL» (Zona de Tráfico Limitado): la hegemonía de gobierno se hizo fuerte en los centros urbanos, cosmopolitas y seguros, pero abandonó las periferias y el Norte Grande a la ley de la selva. Esta «geografía de la rabia» explica por qué bastiones históricos de la lucha obrera terminaron entregados a la ultraderecha, no por conversión ideológica, sino por desesperación territorial.
La tragedia es doble, porque el diagnóstico correcto ya existía. Sectores de la izquierda popular advirtieron el colapso, pero fueron sistemáticamente desoídos por la conducción centralista. El pecado capital del Gobierno fue gestionar la crisis de seguridad con la misma inercia y los mismos complejos de la transición, validando la tesis de que la única solución posible es la entrega de derechos y libertades a cambio de la seguridad de la élite.
La gente no votó por fascismo, votó por el Leviatán ante el desamparo absoluto. Hoy debemos reivindicar sin complejos el Orden Popular que se nos negó implementar: recuperar la soberanía territorial no a balazos, sino garantizando que el Estado llegue a las poblaciones antes que el narco y permanezca allí después que se vaya la policía. La seguridad debe ser un derecho de los pobres, no un privilegio de los ricos.
6. Tesis del factor evangélico
«La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, y el espíritu de una situación carente de espíritu». — Karl Marx
Mientras la hegemonía progresista disputaba batallas semánticas en Twitter, el conservadurismo construía poder real, capilar y silencioso en los templos. La red de iglesias evangélicas operó como el tejido social de reemplazo que la política abandonó. Kast entendió antes que nadie que ahí, entre alabanzas y cajas de mercadería, estaba el verdadero «pueblo» organizado que las fuerzas progresistas dejaron de lado.
El pecado de la izquierda intelectual fue mirar este fenómeno con una arrogancia laica imperdonable, reduciéndolo a «fanatismo» o atraso cultural. No vimos lo esencial: en un Chile donde el Estado te abandona y el narco te amenaza, el pastor ofrece soluciones materiales que el sistema niega: comunidad, rehabilitación para el hijo adicto y una promesa de orden. La teología de la prosperidad encaja como un guante con el «emprendedor de sí mismo»: si el Estado no te salva, la fe y el esfuerzo individual lo harán.
Kast no tuvo que inventar nada; se limitó a politizar una red de contención que ya existía y que fue despreciada por un imperdonable prejuicio de clase. No estamos ante el simple «opio del pueblo», sino frente a un refugio funcional ante la intemperie neoliberal. La lección es brutal: si no volvemos a meter los pies en el barro —con la misma mística de los años de la resistencia— para ofrecer una comunidad política que le dispute la solidaridad y el sentido de pertenencia a la iglesia, seguiremos regalando esta inmensa base social al fundamentalismo autoritario.
7. Tesis de la rebeldía invertida
«Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo«. — Mark Fisher
La izquierda hegemónica cometió un pecado mortal: abandonó la centralidad de la dicotomía capital/trabajo. Al dejar de explicar el mundo desde el conflicto material y la redistribución de la riqueza, reemplazó la lucha de clases por la administración de modales y la vigilancia del lenguaje. La paradoja es cruel y trágica: llevábamos de candidata a Jeannette Jara, quien sí representaba esa dicotomía y lideró victorias tangibles como las 40 horas y el sueldo mínimo, pero su figura fue sepultada por la «marca» elitista que el Gobierno construyó durante cuatro años.
Esos logros materiales de la izquierda popular fueron devorados por el ethos del progresismo identitario. Para el ciudadano de a pie, el sector ya no era la jornada digna que Jara defendía, sino el purismo discursivo. Nos transformaron, ante los ojos del pueblo, en jueces morales de la conducta ajena, sepultando bajo esa antipatía moralizante las mejoras concretas que intentamos impulsar.
Kast capitalizó ese hastío convirtiendo el conservadurismo rancio en una estética punk. Para una juventud sin futuro, votar por la ultraderecha se volvió el acto de rebeldía suprema contra una élite académica que perciben ajena. La tarea es recuperar el filo: la verdadera rebeldía no es la superioridad moral de unos pocos, sino la organización material de los trabajadores que lideró Jara, despojados por fin de la mochila de plomo del elitismo cultural que nos costó la elección.
8. Tesis del trabajador «Uberizado»
«La economía es el método; el objetivo es cambiar el alma». — Margaret Thatcher
Aquí reside el punto ciego más doloroso de nuestra derrota: seguimos hablándole a un sujeto que ya no se reconoce en el relato obrero. El gran éxito cultural del modelo fue convencer a la inmensa mayoría de los trabajadores —incluso a los más precarios— de que son «clase media». Esta autopercepción aspiracional genera una distancia insalvable con los discursos tradicionales de sindicalización: nadie quiere afiliarse a un sindicato si en su imaginario no es un «explotado», sino un «emprendedor» en potencia, un consumidor en ascenso, un lobo voraz en busca de conquistas financieras.
Kast y la ultraderecha entendieron esta disonancia, pero aquí también reside la clave oculta del tercer lugar de Franco Parisi. El «fenómeno PDG» no fue una anomalía, fue el primer aviso sísmico de que el trabajador actual busca validar su estatus, no su opresión. Parisi arrasó porque no le habló al «pueblo oprimido», le habló al «cliente insatisfecho» y al emprendedor ahogado, ofreciendo una épica del mérito individual y «más plata en el bolsillo». Mientras nosotros insistíamos en derechos colectivos, ellos ofrecieron eliminar las trabas del Estado para que cada uno pueda «surgir» por su cuenta.
Perdimos porque intentamos aplicar una liturgia del siglo XX a una sociedad que se percibe a sí misma desde el consumo y la movilidad individual. El sujeto «Uberizado» y el votante de Parisi no quieren que el Estado los proteja; quieren herramientas para competir. Si no somos capaces de conectar la justicia social con esa aspiración de ascenso y estatus, seguiremos regalándole a la derecha (y a los populismos de mercado) el voto de quienes, aunque vivan al día, se miran al espejo y ven a un empresario.
Conclusión: La motosierra y la trinchera de la humanidad
Basta ver las imágenes que circulaban la noche del 14-D para entender que la barbarie ya no toca la puerta; la derribó a patadas. Los adherentes de Kast no celebran una simple victoria electoral, celebran una revancha histórica. Al alzar fotos de Pinochet y Krassnoff entre botellas de champaña, nos envían un mensaje claro: el «Nunca Más» ha sido derogado por las urnas. Vienen a terminar la tarea de exterminio, esta vez social y cultural.
Ese 58% no es un cheque en blanco, aunque ellos lo crean. La amenaza ya está sobre la mesa con el «ofertón» de recortar 6.000 millones de dólares de gasto público. Que se entienda bien: eso no es «eficiencia fiscal» ni «austeridad»; es violencia de clase en su estado más puro. La motosierra no viene a cortar la «grasa» del Estado; viene a cortar el hueso, el nervio y el músculo de la protección social, con el objetivo estratégico de desmantelar lo público para que los derechos básicos se conviertan definitivamente en mercancías de lujo.
Por eso, a partir de hoy, pasamos a la ofensiva. La resistencia será moral y material: cada sindicato, cada junta de vecinos y cada asamblea debe convertirse en una barricada contra la miseria planificada y en una trinchera de la humanidad frente a la ley del más fuerte. Si creen que por tener la banda presidencial vamos a tolerar que desguacen el país y reivindiquen a torturadores, es que no conocen la historia de Chile. Ellos tienen la motosierra, pero nosotros tenemos la memoria y la capacidad de organizarnos en la intemperie. No nos verán de rodillas. Bienvenidos a la resistencia.
Por Jean Flores Quintana
Politólogo
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