¿VGMs? ¡S.O.S!

Si usted cree que sabe lo que come, pero no sabe lo que significa el título de esta columna, lamento comunicarle que en realidad no sabe lo que come

Por Director

07/04/2011

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Columnas

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Si usted cree que sabe lo que come, pero no sabe lo que significa el título de esta columna, lamento comunicarle que en realidad no sabe lo que come. Los VGMs (vegetales genéticamente modificados, o transgénicos) ya llevan años en los menús diarios de las familias chilenas; anónimos, desconocidos y sin etiqueta. Presentes en aceites, galletas, sopas y productos lácteos –entre otros muchos– los transgénicos que hoy se consumen en Chile llegan como ingredientes de alimentos importados de países como Estados Unidos, Argentina y Brasil, que son los monstruos mundiales (o campeones, si se quiere un tono más jovial) de este tipo de cultivos. Todo esto podría cambiar, sin embargo, de aprobarse una indicación sustitutiva al proyecto de ley sobre VGMs (que duerme en el Congreso desde 2006), y que fue presentada por el Gobierno a mediados de marzo. ¿Qué dice esta modificación y cómo podría afectarnos?

En breve, hasta ahora la ley chilena sólo autoriza los cultivos transgénicos para semillas de exportación (principalmente soya, maíz y raps), los que ocupan unas 25 mil hectáreas entre las regiones I y X y palidecen en comparación a los 66 millones de hectáreas sembradas en Estados Unidos, a los 22 millones de Argentina y a los 14 millones de Brasil. De aprobarse la indicación sustitutiva al nuevo proyecto de ley, sin embargo, el uso de éstos se facilitará tanto para uso “controlado” (de investigación o producción de semillas), como para uso “liberado” (con fines comerciales); es decir, podrán comenzar a producirse también para el consumo interno. A los primeros se los aprobaría de manera automática, mientras que para los segundos sólo se solicitaría una evaluación de riesgo inicial presentada por los mismos interesados, y fácilmente apelable en caso de ser rechazada. ¡Bendita fe en la auto-regulación empresarial! Mientras, de manera nada democrática, el Ministerio de Agricultura se reserva el derecho a declarar ciertas áreas como “centros de origen y de diversidad”, para resguardar ciertas plantas nativas de la contaminación por VGM. Por ejemplo, algunos tipos de papa, tomate y frutilla. (Propongo desde ya que Chiloé íntegro encabece esta lista). Por último, de manera nada transparente, el etiquetado de productos que quieran declararse libres de transgénicos es optativo, pero el de los que sí lo son no es obligatorio. O sea, la presencia de VGMs en nuestra dieta diaria promete continuar siendo un misterio, al invertirse el peso de la prueba: son los productos convencionales los que tienen que certificarse como tales si así lo desean, mientras que los recién llegados pasan anónimos todos los controles.

Frente a esta propuesta, se han alzado las voces de investigadores independientes y de ONGs ambientalistas, que alertan sobre los potenciales efectos nocivos de los VGMs para la salud humana y ambiental, y denuncian los problemas que han generado en otros países: desde contaminación genética de las especies endémicas –como en México, donde se teme que el maíz de laboratorio arrase con las variedades nativas–, hasta la progresiva desaparición de los pequeños agricultores y la conversión de miles de hectáreas en monótonos monocultivos. Al otro extremo, la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA) celebra la medida, en cuanto –argumenta– permitirá a los productores competir mejor con sus pares extranjeros, y hará posible la convivencia de cultivos transgénicos y convencionales.

Para saber quién tiene la razón, es necesario decir algo más acerca de los transgénicos en general. En principio, los transgénicos son plantas a las que se ha insertado un gen de otra, el que cambia sus propiedades y la pone en ventaja por sobre su par convencional en algún sentido. Así, hay VGMs que son resistentes a ciertas enfermedades que diezman a sus parientes convencionales, o VGMs extra nutritivos. En Australia, por ejemplo, se cultiva un plátano enriquecido con vitamina A y minerales, y en India están experimentando con una papa que contiene un 60 por ciento más de proteínas que las normales. También hay VGMs que resisten plagas y evitan así el uso de insecticidas. Y un promisorio tipo, aún en estudio, a los que se inserta el gen de plantas resistentes a la sequía o a suelos altamente salinos, para que puedan crecer en esas condiciones adversas.

Hasta aquí, si bien aún no existen estudios acerca de los efectos a largo plazo sobre el medio ambiente y la salud humana, podría apurarse la conclusión de que autorizar el cultivo de VGMs en Chile es un signo de progreso y de mantenerse a tono con los tiempos. Por ejemplo, ante un posible futuro de sequía, ¿qué mejor que ser precavido y empezar ya a plantar uvas y choclo resistentes a la falta de agua? O, ante la posibilidad de una Gran Hambruna como la que sufrió Irlanda a causa de la plaga del tizón tardío, ¿qué mejor que unas super papas inmunes a esta peste? El problema, sin embargo, es que cuando hoy se habla de VGMs no se está hablando en realidad de los tipos mencionados, que constituyen una proporción ínfima de los cultivos totales, y que en la mayoría de los casos aún se encuentran en pañales. Hablar de VGMs hoy, al contrario, es hablar de Monsanto.

Esta transnacional estadounidense, que partió como una fábrica de productos químicos en 1901, cuenta entre sus hitos la invención de la sacarina y del agente naranja, el mortal herbicida con el que Estados Unidos regó Vietnam durante la guerra. Hoy, sin embargo, es más conocida por otro récord: controla el 90 por ciento de los cultivos totales de transgénicos en el planeta. El éxito de Monsanto se debe sobre todo a su serie de productos Round-up Ready: maíz, soya, remolacha, algodón, canola y, recientemente, alfalfa. Su gracia es que son resistentes al herbicida más vendido del mundo: el Round-up… que es por supuesto, también de Monsanto. A diferencia de los otros tipos de VGM, éstas son básicamente plantas diseñadas para resistir un veneno que ninguna otra planta (ni ser vivo) resiste, y de ahí que los campos cultivados con ellas se apoden “desiertos verdes”: grandes extensiones donde lo único que permanece en pie es el cultivo transgénico (Paraguay es un ejemplo perfecto de las modificaciones que la soya Monsanto ocasiona en el paisaje).

Considerando que, de aprobarse esta ley, lo que proliferarán serán probablemente este tipo de plantaciones –y no el otro tipo más experimental–, creo que hay tres puntos que los legisladores deberían tener en mente antes de darle un sí.

Primero, haciendo valer el cliché de que Chile es una isla, la idea de la SNA de que esta ley permitirá competir mejor a los agricultores con sus pares internacionales puede ponerse de cabeza: quizás lo que nos permitiría competir mejor no sería seguir al redil, sino mantener nuestra exclusividad como territorio libre de VGMs (o, al menos, de los tipos más dudosos de VGMs, como lo han hecho varios países europeos). Esto, porque se ha comprobado que la segunda razón esgrimida por la SNA para celebrar la ley es imposible en la práctica: la convivencia de transgénicos y no transgénicos no funciona, ya que los últimos terminan contaminándose con los primeros. (Un interesante caso a este respecto se presenta en el documental de la periodista francesa Marie-Monique Robin, El mundo según Monsanto). Además, los grandes países productores de VGMs en el mundo lo son porque tienen vastos territorios. Nosotros, en cambio, por más que nos esmeremos en plantarlos de Arica a Magallanes sin pausa, no podremos superar las superficies plantadas en los países vecinos.

Segundo, la soberanía alimentaria del país se pone en jaque. De multiplicarse este tipo de monocultivos, el riesgo siempre existe que, si son atacados por una peste o enfermedad, las consecuencias resulten masivamente catastróficas. Diversidad debería ser la palabra que nos guíe en este sentido.

Tercero, se plantean serios problemas desconocidos en la agricultura convencional. Para empezar, por tratarse de semillas patentadas, éstas no pueden guardarse de un año para otro, sino que deben comprarse cada temporada, lo que está estipulado en el contrato. La tradicional independencia de los agricultores se ve así socavada, al tener que renovar año a año sus votos de lealtad con las compañías. Pero, lo que es peor, si un viento inesperado hace que las semillas transgénicas aterricen en su campo, Señor Agricultor, pues existe la posibilidad de que los propietarios intelectuales de esa semilla lo demanden por violar sus derechos. Aunque esto parece chiste, es serio. De hecho, buena parte de la mala fama que Monsanto se ha hecho en el mundo se debe a que ha demandado a cientos de agricultores por pillar en sus campos plantas transgénicas… sin importar cómo llegaron allí. Si ocurre al revés, sin embargo, por ejemplo si una plantación orgánica se contamina con los transgénicos del vecino, entonces es pura mala suerte, no tiene derecho a queja: y nadie lo compensa si le quitan su certificación. Ante esto, recientemente un grupo de organizaciones agrícolas, pequeñas empresas de semillas y agricultores independientes presentaron en Estados Unidos una demanda contra esta empresa, para protegerse justamente de ser acusados de una potencial violación de patentes en caso de contaminación genética.

Resguardar a los agricultores chilenos de este tipo de problemas, asegurar la diversidad de cultivos y delimitar las áreas para cultivo de VGMs (en lugar de las áreas libres de ellos) deberían ser medidas mínimas si lo que se quiere hacer es dar a Chile una ley sobre transgénicos que beneficie a toda la población y no sólo a un par de transnacionales. Antes de abrir las puertas a un tipo de agricultura que podría cambiar el paisaje rural chileno y las vidas de quienes de él dependen, lo mínimo esperable sería sostener un debate abierto y bien informado.

Por Alejandra Mancilla

Periodista y licenciada en Filosofía

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