A propósito del matrimonio igualitario y la adopción homoparental

Vivo en un país donde no tengo derecho a casarme ni a formar familia

Por Andrés Monsalve

19/06/2016

Publicado en

Columnas / Género

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Vivo en un país donde no tengo derecho a casarme ni a formar familia. Cuando hablamos de matrimonio igualitario no estamos hablando de corromper la familia heterosexual. Por lo menos yo no quiero eso. No me quiero casar todavía, pero tampoco quiero que se me niegue la posibilidad de hacerlo.

Los esposos son compañeros, soporte, se escuchan y se aconsejan, están en las buenas y en las malas, tocan la puerta del otro cada vez que lo necesitan, se toman de la mano para atravesar ese espacio que les aterra. Enfrentan el gran desafío de vivir juntos para toda la vida, como un compromiso, como un derecho y un deber porque lo eligen así. Entonces, cuál es el problema que ese lazo, ese amor no pueda ser entre personas que comparten las mismas características del cuerpo. Lo que pasa es que nos han renegado al sexo, porque cada vez que hablamos de homosexualidad hablamos de sexo, no hablamos de amor, no hablamos de lazos, no hablamos de compañeros ni de intimidad, hablamos de sexo como si el resto no lo tuviera. Como si la heterosexualidad fuera cosa de miradas fugaces y de sonrisas coquetas.

La medida para el sexo de los homosexuales es la misma que para los heterosexuales, no nos hace más o menos especiales. NOS HACE IGUALES. Nos sonrojamos, coqueteamos, disfrutamos, nos comprometemos, hablamos a media luz, reímos de los mismos chistes, cantamos y bailamos la canción favorita, peleamos y nos reconciliamos, tenemos temas de interés en común, y los lazos se van haciendo más fuertes mientras más pasa el tiempo, construimos proyectos en conjunto, viajamos, nos estresamos y cocinamos juntos, pasamos los domingos echados sin ganas de levantarnos y vemos películas que nos emocionan. Nos besamos y nos estremecemos cuando sentimos el cuerpo del otro cerca… igual que una pareja heterosexual. Tenemos la misma base de amor que todos, somos capaces de hacer familia pero nuestras familias no tienen los mismos derechos que otras.

Creo que la familia es el núcleo de soporte de todos los individuos. Donde nos refugiamos, con quienes compartimos nuestra intimidad, quienes están siempre ahí. Un espacio restringido sólo para aquellos privilegiados que fueron invitados a la fiesta. Son nuestros primeros amigos, compañeros, confidentes, maestros, cómplices y siempre el mejor panorama para un domingo en la tarde. Yo quiero formar una familia, lo deseo.

Deseo tener ese pase exclusivo a un espacio donde sólo algunos pueden entrar porque me aman y los amo. Y la verdad es que no soy diferente a un heterosexual. Tengo miedo, y alegrías, me apasiono por lo que hago, trabajo, estudio, soy capaz de seguir normas y de romperlas cuando es necesario. Levanto la voz por los que amo y soy fiel hasta decir basta. No quiero pasar mi vida en casa de amigos, viviendo la vida familiar de otros. Siendo incluido en el matrimonio de mis hermanos como el tío soltero que invitó a su «amigo». No quiero pasear por las calles de mi ciudad sin que se reconozca que quien me acompaña es mi esposo, porque el lugar se lo he dado yo y nadie tiene el derecho a decir lo contrario. No quiero y me niego a sentir que estamos destinados como homosexuales a espacios de diversión donde se nos permite ser «las locas de la noche». No quiero eso.

Quiero que el estado donde nací que me garantizó que tengo los mismos derechos que todos, cumpla con lo que está estipulado y me dé garantías de que mi matrimonio con la persona que yo elija, de forma libre y sin presiones, es legítima, protegida y es igual a todos los otros matrimonios. Porque el lazo que yo puedo construir es fuerte y puede dar grandes frutos. Porque no sólo tengo las ganas sino las capacidades para hacerlo. Vengo de familia de profesores y sé lo que es formar gente, porque sé que lo único que importa a la hora de educar es la dedicación y el amor que le pones. Es el compromiso con quien te necesita para desenvolverse en esta sociedad, lo único necesario para construir individuos fuertes y respetuosos con el prójimo.
Creo que esto que escribo ahora lo he tenido atragantado por años y hoy dejo esta columna, porque espero que cuando la revise en cuatro, cinco o diez años más que era lo que estaba pasando por mi cabeza… pueda leer esto y decir «mira viejo, mira hijo/a, esto era lo que me pasaba, ahora mis letras cambiaron porque los tengo a ustedes».

 

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