Aborto

El aborto y la cosificación del cuerpo

Durante los próximos meses la cuestión sobre la penalización/despenalización del aborto volverá a suscitar una avalancha de opiniones

Por Marta Ubeda

15/01/2015

Publicado en

Columnas

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Durante los próximos meses la cuestión sobre la penalización/despenalización del aborto volverá a suscitar una avalancha de opiniones. Esta vez, porque durante enero el Gobierno enviará al Congreso un proyecto de ley que busca despenalizar la interrupción del embarazo en caso de violación, inviabilidad fetal y riesgo de la madre. Este proyecto se sumaría al iniciado en junio de 2014 por un grupo de senadores de la Nueva Mayoría que pretende regular esta materia introduciendo importantes modificaciones al Código Penal y al Código Sanitario.

El debate sobre la permisibilidad/prohibición del aborto en Chile tiende a centrarse en el estatus o condición moral del pre-embrión/embrión/feto y, consecuentemente, si es titular del derecho a la vida. En efecto, la discusión sobre si es correcto permitir o prohibir el aborto depende en buena medida del concepto de persona; específicamente, la cuestión de si determinado ser es vivo o no, si tiene o no el estatus ontogenético de “persona” y desde qué momento las personas pueden ser entendidas como sujetos de derechos, en especial del derecho de protección contra el daño y la destrucción. Aunque estas discusiones que hoy se reconocen en el horizonte de la bioética –o mejor, de la biopolítica– se encuentran todavía lejos de terminar, si en algo concuerdan liberales y conservadores es en la primacía de la persona. Ya sea que el feto es persona desde el momento de la concepción o fecundación, como sostienen los conservadores, o que la personalidad moral se adquiere más tarde, como argumentan los liberales. Para ambas tradiciones, la distinción entre persona y no-persona es el principio a partir del cual se proclama la vida como sagrada o, por lo menos, intangible.

Sin embargo, la cuestión sobre el estatus de persona no permite vislumbrar la paradoja de lo que aquí se fragua. Precisamente: cuanto más se pretende atribuir características de persona al ser humano, tanto más se produce un efecto despersonalización y sometimiento del individuo a un poder reificante. Ha sido Roberto Espósito quien a dedicado su itinerario filosófico más reciente a este asunto. Su tesis es que la categoría de persona funcionaría como dispositivo orientado a establecer un corte al interior de la vida, presupone el establecimiento de cesuras entre distintas formas de vida o clases de individuos y al interior del individuo mismo. En otras palabras, en virtud del dispositivo de la persona, la vida estaría incluida en el ordenamiento jurídica en la forma de una exclusión: sólo gozan determinado derecho aquellos sujetos que tienen el estatus de persona, los que no cuentan con dicho estatus, los excluidos, están expuestos a recibir la muerte.

En la historia de la cultura humana, el hombre siempre ha sido pensado como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de una capa natural (o animal) y de una racional, moral y espiritual. En su raíz podemos situar la distinción aristotélica entre vida nutritiva, sensitiva e intelectiva, resumida después en la división que efectuó el fisiólogo francés Xavier Bichat, en el interior de cada viviente, entre una vida vegetativa e inconsciente y otra de tipo cerebral definida por su relación con el mundo exterior. En la tradición cristiana, tanto el dogma trinitario de raíz agustiniana (Dios es comprendido simultáneamente en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) como a partir de la doctrina nicena de la homoousía (consustancialidad entre Dios y Jesús el Cristo) se produce una dislocación entre el alma y el cuerpo, actualizada en la contraposición cartesiana entre el yo y el cuerpo, lo personal y lo animal. En el derecho romano, “persona” no sólo coincide con homo –término que el latín reserva al esclavo– sino que además se presenta como un dispositivo jurídico-político orientado a categorizar a los seres humano y subordinarlos unos con otros, en virtud de la escisión entre la persona y la no-persona.

En el ámbito de la bioética, el filósofo liberal Peter Singer sostiene que son “personas” los seres humanos que cuentan con autoconsciencia y capacidad de razonamiento, en tanto que aquellos que carecen de ella (embriones, fetos, niños, ancianos, dementes, etc.) no tienen este estatus. Esta división del ser humano en diferentes categorías no sólo supone una separación de la vida de sí misma, además implica una sumisión de las personas “defectuosas” a las integrales, libres para disponer sobre la base de consideraciones biomédicas y económicas si aquellas vidas son dignas de ser vividas o, por el contrario, merecen ser abandonadas a la muerte.

Desde este punto de vista, el proceso de personalización pone al descubierto los distintos modos de subjetivación/objetivación formulados por Michel Foucault. Según el filósofo, ningún individuo se vuelve sujeto sin comenzar por ser subordinado o “domesticado” por las relaciones de poder que lo configuran. En este sentido, como puntualiza Judith Butler, el término “subjetivación” denota paradójicamente tanto el devenir sujeto como el proceso de sujeción: se habita la figura de la autonomía sólo al verse sometido a otros o a sí mismo. La sujeción es, por tanto, el hacerse sujeto mediante un poder que no sólo actúa sobre un individuo determinado como forma de dominación, sino que, sobre todo, produce al sujeto, lo imprime, establece fronteras al interior del viviente y, al hacerlo, le da existencia política.

Esta oscilación dialéctica entre subjetivación y sometimiento, personalización y despersonalización se vuelve todavía más patente en la teoría de la soberanía elaborada por Thomas Hobbes. Este autor postula la existencia de un estado de naturaleza donde predomina el miedo a la muerte violeta (“guerra de todos contra todos”) y del que sólo se puede salir mediante un contrato de transferencia y cesión de los derechos entre individuos para dar forma al soberano Leviatán. Sin embargo, en virtud de este pacto, el soberano no sólo transforma a los simple seres humanos en sujetos personales susceptibles derechos y obligaciones, también los priva de cualquier capacidad decisoria, asumiendo los derechos que tenían en el estado de naturaleza a cambio de la protección y conservación de la vida. En efecto, si el soberano es único agente capaz de transformar al individuo en sujeto de derecho, él tiene la capacidad de convertir a las cosas en personas y, a la inversa, el también puede reconducir a las personas a la dimensión cosa.

Lo más sorprendente de todo esto, volviendo al problema del aborto, es que el fuego cruzado entre quienes defienden una postura “pro aborto” y aquellos que esgrimen una postura “pro vida” parecen confundirse en un mismo punto. Tanto quienes utilizan el “derecho de propiedad sobre el propio cuerpo” como argumento de liberalización del aborto, como quienes rechazan esta idea porque es propiedad intangible de Dios, o del Estado, deben presuponer la cosificación del cuerpo. Si no fuera así, si el cuerpo no estuviera convertido en un mero objeto, no tendría sentido discutir de quién es propiedad, pues él mismo seria sujeto de su propia autonomía.

Así pues, la cuestión del aborto no reside en la dificultad lógica y ontológica de si el que está por nacer es “persona” y, por consiguiente, titular de un conjunto de derechos. Más bien debemos interrogarnos sobre la obsesiva e implacable separación de la vida de sí misma, sobre la absurda necesidad apropiarnos de ella –y del cuerpo humano, y de la sexualidad, y del lenguaje, etc.– para acabar siempre fortaleciendo al Estado, a la Iglesia y al capitalismo extremo que estamos viviendo. En este sentido, no se trata simplemente de eliminar las divisiones y jerarquías al interior de la vida, sino desactivar los dispositivos para hacer posible un nuevo uso del cuerpo: uno que no conozca de comparticiones en nuestra finitud singular y plural; un cuerpo impropio, impersonal e impolítico. Un ser-común. De lo contrario, en un futuro que ya es hoy, pegaremos nuestros ojos frente a las vitrinas de los museos para recordar el cuerpo que alguna vez fuimos y que no supimos usar, habitar y hacer de él experiencia.

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