Por Lois Pérez Leira
El sistema electoral de Honduras vuelve a estar bajo un manto de profunda sospecha. La reciente y contundente denuncia del consejero electoral, Julio López Ochoa, del Consejo Nacional Electoral (CNE), no es solo una queja aislada; es un grito de alarma que expone una presunta orquestación de fraude monumental que amenaza la democracia del país.
La declaración de Ochoa, detallando una «secuencia de irregularidades y maniobras en el sistema TREP», ratifica la veracidad de los audios que circularon previamente y acusa directamente al bipartidismo de continuar con un plan sistemático para manipular los resultados.
La cifra que presentó es escalofriante y demanda una atención inmediata: de 15,297 actas procesadas, 13,246 (el 86.6%) presentan errores e inconsistencias, lo que se traduce en una diferencia abrumadora de 982,142 votos. Esta anomalía estadística despoja de toda credibilidad al proceso electoral.
Uno de los puntos más críticos de la denuncia es el señalado silencio de los observadores internacionales y nacionales. Su misión es salvaguardar la transparencia del proceso, pero al omitir pronunciarse sobre estas irregularidades masivas, contribuyen, por omisión, a la consolidación de un resultado viciado.
Este mutismo es inaceptable, pues la credibilidad de la observación electoral reposa en su capacidad de señalar los fallos, por grandes que sean. A esta compleja situación se añade la «injerencia pública y peligrosa de los Estados Unidos» a través de la figura de Donald Trump.
Históricamente, la intervención de potencias extranjeras, especialmente de la nación militar y económicamente más poderosa del mundo, ha tenido un peso determinante en la política interna hondureña. Cuando esta influencia se ejerce de manera pública en medio de un proceso electoral cuestionado, socava la soberanía nacional y valida, de facto, el resultado que favorece sus intereses geopolíticos, independientemente de la voluntad popular expresada en las urnas.
Lo que está en juego no es simplemente la victoria de un partido, sino la integridad del voto y la confianza del pueblo hondureño en sus instituciones. Una inconsistencia de casi un millón de votos, ligada a fallos biométricos y de transmisión (TREP), sugiere que la tecnología, que debería ser garante de la transparencia, ha sido utilizada como herramienta para disfrazar el fraude.
La democracia se basa en la certeza de que el voto de cada ciudadano cuenta. Cuando el 86% de las actas de un país son consideradas inconsistentes, la conclusión es simple: no ha habido una elección legítima.
Por ello, la comunidad internacional y los organismos de derechos humanos deben dejar de lado las consideraciones políticas y centrarse en los hechos verificables, exigiendo una auditoría forense inmediata de todas las actas señaladas y suspendiendo cualquier declaración de reconocimiento hasta que se resuelva la diferencia de votos. Honduras merece un proceso electoral limpio y transparente.
La denuncia del consejero Ochoa es el punto de inflexión. Si esta advertencia es ignorada, la sombra del fraude se convertirá en la noche perpetua sobre la democracia hondureña.
Lois Pérez Leira.-

