Por Verónica Aravena Vega

A lo largo de los últimos años, hemos sido testigos de un fenómeno que parece crecer y extenderse con una intensidad y una fuerza desmesuradas. Un fenómeno que se dibuja como un virus que se esparce con rapidez en la era digital, alimentado por la desafección y la rabia de una generación entera: los jóvenes cabreados. Se les reconoce por su enojo, por su falta de confianza en el futuro y, sobre todo, por su desencanto. En tiempos en los que la promesa de un mundo mejor se ha disuelto como la niebla bajo el peso de la precariedad y la incertidumbre, estos jóvenes se agrupan en comunidades que, a veces, parecen más desesperadas que decididas. La pregunta es, ¿qué está pasando realmente con estos jóvenes?
Este malestar, esta rabia creciente, no es casualidad. Viene de un caldo de cultivo donde el sistema económico, las estructuras patriarcales y la falta de horizontes políticos claros se combinan para formar un cóctel tóxico. Si bien la precariedad laboral y social es el detonante de este enojo, no podemos ignorar la crisis de identidad que atraviesa la masculinidad, esa que ha sido incapaz de reinventarse en el contexto actual. Si los jóvenes de hace décadas, movidos por la promesa de la igualdad y el progreso, creían en un futuro mejor, hoy no saben ni a qué atenerse. Y lo peor de todo: aquellos que deberían ofrecer alternativas, los sectores de izquierda, han fracasado estrepitosamente en dibujar un futuro que entusiasme. En cambio, la extrema derecha ha sabido aprovechar esta rabia, la ha canalizado y dirigido hacia objetivos tan peligrosos como efectivos: feministas, migrantes, el Estado, todo aquello que pueda representar una amenaza a su ideal conservador.
Es aquí donde la figura del «hombre cabreado», según Michael Kimmel, entra en juego. En su libro “Hombres blancos cabreados”, Kimmel nos habla de un modelo de masculinidad que se siente amenazado, despojado de sus privilegios, y que se refugia en la idea de un agravio histórico. Este hombre, al sentirse desplazado, no solo busca venganza, sino también una forma de recuperar lo perdido. Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos, sino que ha traspasado fronteras y se ha infiltrado en las sociedades occidentales, donde los jóvenes, no solo los hombres, pero especialmente ellos, buscan respuestas fáciles y rápidas a un malestar profundo. Un malestar que no se mide solo en términos económicos, sino también existenciales.
Los jóvenes de hoy viven en un escenario económico y social profundamente adverso. La precariedad laboral ha dejado de ser una excepción para convertirse en una norma. Y no hablo solo de los contratos temporales, la inestabilidad o los sueldos bajos; hablo de un mercado que les dice que no importa cuánto se esfuercen, siempre habrá un muro invisible que no podrán atravesar. Los millenials y la Generación Z se han visto atrapados en una telaraña de expectativas rotas y promesas incumplidas. Desde las promesas del acceso a la vivienda, que parecen un espejismo distante, hasta la sensación de que el esfuerzo por formarse y superarse no les garantiza absolutamente nada, el malestar se acumula y se hace palpable.
Y en este escenario, ¿Qué ofrecen las izquierdas a estos jóvenes? En lugar de imaginar un futuro alternativo, parecen haber caído en un estado catatónico, en un lenguaje vacío y en una inacción que resulta tan frustrante como incomprensible. Las izquierdas han estado demasiado ocupadas manteniendo sus propias disputas ideológicas como para ofrecer soluciones tangibles y creíbles. Si las políticas de izquierdas han llegado a un punto muerto, es precisamente porque no han sabido conectar con la vida real de los jóvenes, con sus preocupaciones y, sobre todo, con sus necesidades más inmediatas.
Si las políticas de izquierdas han llegado a un punto muerto, es precisamente porque no han sabido conectar con la vida real de los jóvenes, con sus preocupaciones y, sobre todo, con sus necesidades más inmediatas.
Si la precariedad es uno de los grandes motores de este descontento juvenil, otro de los factores que alimenta esta rabia es la crisis de la masculinidad. La figura del «hombre tradicional», que se construyó a lo largo de siglos de historia, está viendo cómo se desmorona ante una sociedad que comienza a cuestionar sus privilegios. Este hombre, al verse desplazado, al no saber cuál es su rol en un mundo que cambia rápidamente, se ve abocado a un sentimiento de pérdida que explota en rabia. La figura del hombre cabreado no es solo la del joven que no tiene empleo o que no puede comprarse una casa; es la de un hombre que siente que el mundo ya no le debe nada, que la igualdad de género ha terminado por desplazarle, y que el futuro ya no le pertenece.
¿Dónde se canaliza toda esta rabia? Aquí entran en juego fenómenos como la «manosfera», ese territorio digital donde los hombres, principalmente jóvenes, se agrupan en torno a ideas misóginas, antiigualitarias y profundamente conservadoras. Estos espacios han sabido aprovechar el desconcierto y la desilusión de muchos, presentándose como una válvula de escape que no solo valida su rabia, sino que la alimenta. Desde los foros de incels (hombres célibes involuntarios) hasta los «gymbros» y «cryptobros», el denominador común es el mismo: una rabia injustificada, pero que encuentra consuelo en culpables fáciles. Las feministas, el Estado, los migrantes… todos son culpables de su sufrimiento. Es un discurso peligroso, sin duda, pero que ha calado hondo en un sector de la juventud.
En este contexto de frustración, es la extrema derecha la que ha sabido, con asombrosa rapidez, capitalizar este malestar. Han entendido que la rabia es un motor poderoso, y en lugar de ignorarla o tratar de suavizarla, han optado por canalizarla. A través de discursos de odio, victimización y nacionalismo, han construido un relato alternativo, pero igualmente peligroso, que presenta a los inmigrantes, a las feministas y al Estado como enemigos comunes. La extrema derecha no solo se limita a ofrecer una respuesta económica, sino que también ofrece un propósito, un enemigo común, una causa en la que creer.
Este giro hacia la derecha no es un fenómeno aislado ni un capricho de unos pocos: es una tendencia global, desde Estados Unidos hasta Europa. En países como España, hemos visto cómo los partidos de extrema derecha han ganado terreno entre los jóvenes, particularmente aquellos que se sienten atrapados en la precariedad y la falta de oportunidades. La derecha ha logrado transformar la rabia en algo productivo para sus propios fines: un ejército de jóvenes cabreados dispuestos a destruir lo que consideran el sistema corrupto.
La derecha ha logrado transformar la rabia en algo productivo para sus propios fines: un ejército de jóvenes cabreados dispuestos a destruir lo que consideran el sistema corrupto.
Y aquí es donde la izquierda, que en otras épocas fue capaz de movilizar a las masas, fracasa rotundamente. No solo se ha quedado atrás en cuanto a la capacidad de imaginar un futuro alternativo, sino que ha perdido completamente el contacto con las preocupaciones más básicas de los jóvenes. Los discursos vacíos de inclusión, igualdad y justicia social ya no movilizan. Mientras tanto, la derecha, con su discurso simplista y emocional, ha ganado terreno, llenando el vacío que las izquierdas han dejado.
Los jóvenes cabreados no son una anomalía, son el resultado de un sistema que ha dejado de creer en ellos. Los jóvenes no han abandonado la democracia, es la democracia quien ha abandonado a los jóvenes. En este contexto, la extrema derecha ha sabido aprovechar esa rabia y redirigirla hacia causas oscuras y peligrosas, mientras que la izquierda ha caído en la parálisis. La crisis de la masculinidad, la falta de respuestas a las necesidades básicas y la incapacidad de imaginar un futuro mejor han dado lugar a una generación perdida. Una generación que busca, en su cabreo, respuestas fáciles y peligrosas.
Es urgente una reflexión seria y profunda sobre lo que estamos haciendo con nuestra juventud, sobre cómo estamos moldeando su futuro y, quizás lo más importante, sobre cómo podemos ofrecerles algo que les dé esperanza, algo que les devuelva la sensación de que aún pueden cambiar el mundo. Si no lo hacemos, seguiremos alimentando a esos jóvenes cabreados, que pronto dejarán de ser una minoría ruidosa y se convertirán en una fuerza de cambio imparable.
Por Verónica Aravena Vega
Psicóloga. Doctora en Estudios de Género y Política, Universidad de Barcelona. Máster en Masculinidades y Género. Máster en Recursos Humanos. Máster en Psicología Social/Organizacional. En Instagram
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