Madre pobre, cana al asecho

Yolanda tiene tres hijos, de diez, doce y trece años

Por Arturo Ledezma

27/01/2015

Publicado en

Columnas

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Yolanda tiene tres hijos, de diez, doce y trece años. Es madre soltera y durante un tiempo vendió humitas fuera de la estación del metro Plaza de Puente Alto los fines de semana. Trabajaba como asesora del hogar en una casa de Ñuñoa y era tratada con respeto. El arriendo, la comida y el dinero que gastaba en transporte solo para ir a trabajar le impidieron ahorrar y seguir ocupando sus tarjetas de retail, que ya tenía reventadas de tantas deudas. Al final, el apremio económico la llevó a aceptar, a mediados de 2010, la oferta de Jirón, el narcotraficante de su calle. Durante casi un año vendió lo que se le encargaba. Hizo dinero. No mucho, pero más que suficiente. No pagó sus deudas, pero sí compró un refrigerador y pudo costear los anteojos que necesitaba hace tiempo su hijo mayor. Un par de veces invitó a sus padres a comer donde La Cuca.

No fue necesaria una redada para detenerla ni una gran investigación para condenarla por tráfico ilícito de estupefacientes.

Fue recluida en el Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín. Sus hijos quedaron a cargo de su madre y nunca tuvo una visita íntima. No se convirtió en religiosa al interior de la cárcel; aprendió coa; tuvo una compañera de celda que fue su pareja, a la que no volvió a ver y cuyo nombre no quiso recordar; terminó sin honores la enseñanza media, y, cuando su buena conducta se lo permitió, comenzó con los talleres laborales que ofrecía la cárcel. Tenía facilidades para la artesanía, vendía lo que producía y le daba el dinero a su madre para la manutención de sus tres hijos.

Al cabo de tres años —que le parecieron treinta y tres, la edad que tenía en ese momento— pudo salir en libertad y quiso —de verdad quiso— llevar una vida recta y dejar atrás su experiencia en la cárcel. No le fue fácil volver a cumplir con el rol de madre y le fue realmente difícil encontrar trabajo.

Cuando por fin la contrataron en una shopería, el sueldo mínimo y la jubilación que recibían sus padres no le alcanzaron para mantener a sus hijos. Así que, nuevamente, la necesidad económica, ahora sumada al estigma que significa haber sido condenada y encarcelada, la llevó a acercarse a Jirón. No lo hizo inmediatamente, porque estaba decidida a evitar el encierro, el hacinamiento, el olor a putrefacción, los abusos de los gendarmes, las peleas entre las internas, los allanamientos y la posibilidad de que sus hijos, simplemente, la olvidaran. Tenía la esperanza de encontrar un segundo trabajo que le permitiera vivir con dignidad. Lo buscó durante un año. Pero la capacitación que había recibido en la cárcel resultó inútil, y sus antecedentes delictuales le impidieron conseguirlo.

En febrero del año pasado, volvió a llamar a la puerta del narcotraficante. Ya en abril había sido denunciada a la policía por un vecino y, en octubre, con un orgullo que Yolanda describió como «extraño», fue nuevamente condenada por tráfico de drogas. Con una primera condena encima y comprendiendo el costo de ser reincidente, los siete años de pena efectiva que determinó el tribunal no la sorprendieron.

«Una madre hace lo que una madre tiene que hacer», señaló en una de sus declaraciones. En otra, agregó que si siendo pobre ya le era difícil conseguir dinero, mucho más difícil le había sido siendo pobre y además canera; que con las chauchas que le pagaban no le alcanzaba para nada, y que por eso se había visto obligada a vender drogas. Cuando se le preguntó si acaso no había pensado en sus hijos, respondió con un escueto «¿y en qué más podía pensar?».

El autor es director de Comunicaciones de Leasur (Litigación Estructural para América del Sur)

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