La culpa de la desigualdad entre hombres y mujeres la tiene la agricultura

Apesar del mito, las mujeres no parecen ser más habladoras que los hombres

Por Arturo Ledezma

08/06/2015

Publicado en

Economí­a / Mundo

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Apesar del mito, las mujeres no parecen ser más habladoras que los hombres. Al menos es que lo sugiere un estudio publicado en Science por parte de James Pennebaker, de la Universidad de Texas, en el que se concluye que los hombres usan unas 16.669 palabras de media en un día. Las mujeres, por su parte, usan 16.215. Es decir, que hablan casi lo mismo.

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¿Entonces? ¿Por qué se ha extendido tanto la idea de que las mujeres hablan o se comunican más que los hombres? Quizá la respuesta resida en los temas de los que versan tales palabras. En el caso de los hombres, se tiende a hablar de objetos concretos, como coches, películas, etc. En el caso de las mujeres, sin embargo, los temas suelen ser otras personas. Pero no por ello podemos aducir que las mujeres son más parlanchinas o que hablan por los codos. O que los hombres son silenciosos o torpes con el uso del lenguaje. No hay bla-bla-bla específicamente femenino y grrr masculino.

Otro tanto ocurre con las competencias matemáticas. Tradicionalmente, las matemáticas han sido una materia más propias del género XY que del XX. Pero aquí estamos ante lo que parece una profecía autocumplida. Las mujeres, en general, tienen tan asumido que no son hábiles con los números (pero sí con las palabras) que finalmente se boicotean a sí mismas. La falta de seguridad y aplomo, la paciencia y el esfuerzo, desaparecen, y gracias a ello los hombres toman ventaja.

Sin embargo, cuando las mujeres deben resolver operaciones matemáticas en las que se ha suprimido el sesgo sexual, entonces se muestran tan competentes como los hombres. Diversos experimentos al respecto ofrecen resultados idénticos, pero uno de ellos es abordado en mayor profundidad porCordelia Fine en su libro Cuestión de sexos. El experimento fue llevado a cabo por Mara Cadinu, de la Universidad de Padua, entregó a hombres y mujeres un test de matemáticas similar al examen de graduación. A un grupo se le indicó que había una clara diferencia en competencias matemáticas según el sexo. Al otro, no.

Las mujeres del grupo de amenaza de estereotipo escribieron más del doble de pensamientos negativos acerca del ejercicio de matemáticas (por ejemplo, frases como «este ejercicio es demasiado difícil para mí»). A medida que esa negatividad se intensifica, incrementa su interferencia en el rendimiento. Aunque en la primera mitad del test ambos grupos obtuvieron una puntuación media del 70 por ciento, en la segunda parte del ejercicio el rendimiento del grupo de control mejoró (hasta un 81 por ciento), mientras que el del grupo de amenaza de estereotipo descendió hasta un 56 por ciento.

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El inicio de las desigualdades

Las desigualdades entre hombres y mujeres son, hasta cierto punto, inherentes a las propias relaciones sociales, como lo son las desigualdades entre calvos y hombres con pelo, entre guapos y feos, o entre negros y blancos. Como explicábamos en No me gusta tu cara pero no sé por qué, si no discrimináramos a los demás quizá no podríamos relacionarnos con otros individuos, y en cuanto eliminamos una discriminación potenciamos otras.

Expresado así pudiera parecer que nuestra forma de relacionarnos con el prójimo es esencialmente ésa, es decir, discriminando (o como reza aquel dicho yiddish, un jorobado solo se sentirá mejor cuando encuentre un hombre con una joroba mayor) y que esta forma de proceder está grabada a fuego en nuestro ADN. Porque los homínidos que más se reprodujeron fueron aquellos que tomaban atajos en forma de prejuicios.

Por ejemplo, los que se reproducían con mujeres de rostros asimétricos y llenos de impurezas que podían evidenciar algún tipo de enfermedad, tenían hijos enfermos. Los que se reproducían con mujeres sin buenas caderas y reservas de grasa en forma de pechos y trasero, tenían hijos más débiles o proclives a la malnutrición. Etcétera.

No obstante, la psicología evolutiva, la disciplina encargada de estudiar estos rasgos heredados en nuestra forma de interactuar en el mundo, es a menudo muy teórica y se basa en supuestos difíciles de demostrar de forma experimental. Entre otras cosas, no disponemos de cerebros de nuestros antepasados para estudiar cómo funcionaban, y apenas quedan pistas de cómo se organizaban socialmente.

Lo que sí sabemos gracias a un nuevo estudio sobre tribus de cazadores-recolectores contemporáneos (pero que viven como lo hacían nuestros ancestros), es que no éramos tan desiguales sexualmente como lo somos ahora. La idea de un hombre prehistórico arrastrando del pelo a una mujer es solo una parodia de lo que realmente fue: hombres y mujeres de los grupos de cazadores-recoletores tienen a menudo la misma influencia social.

Y lo que es más importante: la desigualdad entre hombres y mujeres que hoy padecemos no se produjo hace poco, ni tampoco es producto de religiones o sistemas políticos patriarcales, sino del advenimiento de la agricultura.

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Acumulando recursos para la desigualdad

Lo que propició la desigualdad entre sexos, a juicio de Marcos Dyble, el antropólogo del University College de Londres que ha dirigido este estudio publicado en la revista Science, fue el momento en que la agricultura permitió acumular recursos. Es decir, el momento en que los cazadores-recolectores dejaron de ser tales.

Para demostrar la hipótesis, en el estudio se recogieron datos genealógicos de dos poblaciones de cazadores-recolectores, una del Congo y otra de Filipinas, incluyendo relaciones de parentesco, desplazamiento de los campamentos y patrones de residencia, a través de centenares de entrevistas. Así se reunió información de 191 adultos distribuidos en 11 campamentos del pueblo Palanan Agta, en las islas Filipinas, y de 103 adultos en nueve campamentos de pigmeos de Mbendjele, en África Central.

En ambas poblaciones, los grupos que se forman tienen unos veinte individuos y se desplazan cada diez días de promedio, subsistiendo a través de la caza y la pesca, así como la recolección de fruta, verduras y miel.

Más tarde, los investigadores elaboraron un modelo informático para simular la selección de campamentos basándose en el supuesto de que la gente escoge terrenos vacíos con sus parientes más cercanos: hermanos, padres e hijos. Pero eso no es lo que ocurre.

Al tener ambos sexos capacidad de decisión, eso propiciaba que se llegaran a más arreglos para convivir con personas no emparentadas. Si solo escogiera un sexo, por ejemplo el hombre, éste decidiría que les acompañara exclusivamente los miembros de su familia, no los de su mujer.

«Si todos los individuos tratan de vivir con tantos familiares como sea posible, y todos esos individuos tienen igualdad de voz, nadie termina viviendo con muchos parientes, en absoluto», explica Dyble. Pero esa es una situación ventajosa para ambos sexos, porque maridos y esposas reciben el contacto que necesitan de sus familias cuando resulta más necesario. Por ejemplo, «los Agta normalmente se mueven cerca de la familia de la esposa cuando ella va a dar a luz, pero tienden a trasladarse cerca de los parientes del marido después de que varios niños hayan nacido y los hombres necesiten de la cooperación para cazar».

Los investigadores arguyen que la igualdad sexual pudo haber sido una ventaja evolutiva en las sociedades humanas tempranas, pues habría fomentado un mayor alcance de las redes sociales y una mayor cooperación entre individuos no emparentados. En esta situación, la endogamia será un problema menor. Es decir, las sociedades igualitarias, en ese contexto, se habrían reproducido más y mejor.

Como se observó en las poblaciones de cazadores-recolectores de Filipinas, las mujeres participan en la caza y la recolección de miel. Existe cierta división del trabajo, pero los hombres y las mujeres, de promedio, aportan una cantidad similar de calorías al campamento. En estos grupos sociales, la monogamia es la norma y los hombres participan activamente en el cuidado de los hijos.

Sin embargo, tras la aparición de la agricultura y la posibilidad de acumular recursos, abandonándose así la vida nómada, los hombres tuvieron la posibilidad de tener varias esposas y tener más hijos que las mujeres. La intensificación de la agricultura masculinizó el trabajo. El arado y los animales de carga y tiro requerían de una gran exigencia física. Las mujeres continuaron participando en la agricultura, pero su papel se fue confinando al ámbito doméstico: ahora que podían quedarse en un mismo sitio, las personas empezaron a tener propiedades privadas que demandaban gestión. Y, como explica Alfonso Díez Minguela, en Politikon:

Con el sedentarismo, la agricultura y ganadería, y los cambios tecnológicos e institucionales, se reforzó el vínculo consanguíneo y, por consiguiente, la familia […] En este contexto, se acentuó la faceta reproductiva de la mujer e irrumpió la figura del pater familias como cabeza de familia. Con el paso del tiempo, costumbres y normas sociales se convirtieron en leyes, y la desigualdad de género se formalizó.

Artículo de Sergio Parra en Yorokobu visto en Ssociólogos

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