Por Michelle Ellner
Los primeros misiles estadounidenses que impactaron las embarcaciones en el Caribe a comienzos de septiembre de 2025 fueron descritos por Washington como una “operación contra el narcotráfico”, una frase estéril diseñada para amortiguar la violencia de incinerar seres humanos en un instante.
Luego vino el segundo ataque, esta vez contra sobrevivientes que ya luchaban por mantenerse a flote. Sin embargo, cuando surgieron los detalles, la versión oficial empezó a desmoronarse.
Pescadores locales contradijeron las afirmaciones de Estados Unidos. Familiares de los fallecidos dijeron que los hombres no eran operadores de carteles, sino pescadores, buzos y pequeños mensajeros marítimos.
Parientes en Trinidad, Colombia y Venezuela declararon a reporteros regionales que sus seres queridos estaban desarmados y no tenían vínculo alguno con el Tren de Aragua; los describieron como padres e hijos que trabajaban en el mar para mantener a sus familias.
Algunos calificaron la narrativa estadounidense como “imposible” y “una mentira”, insistiendo en que los hombres estaban siendo demonizados después de muertos. Expertos de la ONU calificaron los asesinatos como “extrajudiciales”. Trabajadores marítimos señalaron lo que todo el mundo en la región ya sabe: la ruta cercana a las aguas venezolanas no es un corredor de fentanilo hacia Estados Unidos.
Aun así, la administración se aferró a su relato, insistiendo en que aquellos hombres eran “narcoterroristas”, mucho después de que los hechos hubieran desmontado esa versión. Porque en el manual estadounidense posterior al 11 de septiembre, el miedo es una herramienta. El miedo es la arquitectura de la guerra moderna en Estados Unidos.
EE.UU. no salió de la guerra de Irak hacia la paz ni la reflexión. Salió hacia la normalización. Las teorías legales inventadas y abusadas después del 11 de septiembre: autodefensa elástica, definiciones ilimitadas de terrorismo, “combatientes enemigos”, autoridad de ataque global, no desaparecieron. Se convirtieron en la columna vertebral de una maquinaria de guerra permanente.
Estas justificaciones sostuvieron las guerras de drones en Pakistán, los bombardeos en Yemen y Somalia, la destrucción de Libia, las operaciones especiales en Siria y otro retorno militar a Irak. Y detrás de cada expansión de este campo de batalla global estaba una industria armamentista estadounidense que se enriquece con cada intervención, presionando por políticas que mantienen al país en un estado constante de conflicto.
Lo que vemos hoy en el Caribe no es una acción aislada: es la extensión de un modelo imperial militarizado que trata regiones enteras como desechables. Las próximas guerras siempre estuvieron ahí porque nunca enfrentamos el sistema político y económico que convirtió las guerras interminables en una piedra angular rentable del poder estadounidense.
Un marco legal posterior al 11 de septiembre diseñado para guerras interminables
La administración Trump ha presentado varios argumentos legales superpuestos para justificar los ataques, y juntos revelan un marco jurídico posterior al 11S que estira el poder ejecutivo mucho más allá de sus límites.
Según un informe detallado de The Washington Post, un memorando clasificado de la Oficina de Asesoría Legal (OLC) del Departamento de Justicia sostiene que Estados Unidos está involucrado en un “conflicto armado no internacional” con supuestas organizaciones narcoterroristas. Bajo esta teoría, los ataques califican como parte de un conflicto armado en curso, en lugar de una nueva “guerra” que requeriría autorización del Congreso. Este planteamiento es inédito: los grupos de narcotráfico son redes criminales, no grupos armados organizados que atacan a Estados Unidos.
Un segundo pilar del memo, descrito por legisladores al Wall Street Journal, afirma que una vez que el Presidente designa un cartel como Organización Extranjera Terrorista (FTO), este se convierte en un objetivo militar legítimo. Pero las designaciones de terrorismo nunca han creado poderes de guerra. Son herramientas financieras y de sanciones, no autorizaciones de fuerza letal. Como dijo el senador Andy Kim, usar una etiqueta FTO como justificación “cinética” es algo “que nunca antes se había hecho”.
El memorando también invoca el Artículo II de la Constitución, alegando que el Presidente puede ordenar ataques bajo su autoridad como Comandante en Jefe. Pero este argumento depende de otra premisa sin sustento: que las embarcaciones representaban una amenaza lo suficientemente significativa como para justificar la autodefensa. Incluso abogados del propio gobierno cuestionaron esto. Como dijo una fuente interna a The Washington Post: “No hay ninguna amenaza real que justifique la autodefensa – no existen grupos armados organizados que busquen matar estadounidenses”.
Al mismo tiempo, la administración insiste públicamente en que estas operaciones no alcanzan el nivel de “hostilidades” que activaría la Ley de Poderes de Guerra, porque ningún personal militar estadounidense estuvo en riesgo. Según la lógica de la propia administración, eso significa que las personas en las embarcaciones no participaban en hostilidades y, por tanto, no eran combatientes bajo ningún estándar legal aceptado, lo que hace imposible reconciliar el ataque como “autodefensa en tiempo de guerra” con el derecho estadounidense o internacional.
Bajo el derecho internacional, ejecutar personas fuera de un conflicto armado genuino es un asesinato extrajudicial. Nada en estos ataques cumple el umbral legal de una guerra. Como las personas en las embarcaciones no eran combatientes legales, la operación corre el riesgo de violar tanto el derecho internacional como el derecho penal estadounidense, incluidas leyes sobre homicidio en alta mar —una preocupación que, según reportes, contribuyó a la temprana renuncia del almirante Alvin Holsey, una renuncia que hoy sabemos no fue tal, sino el resultado de su destitución por parte del Secretario de Guerra, Hegseth.
El memo va aún más lejos, invocando la “autodefensa colectiva” en nombre de socios regionales. Pero socios clave, Colombia, Brasil y México, han criticado públicamente los ataques, socavando la premisa misma de la defensa “colectiva”.
Esta contradicción interna es una de las razones por las que legisladores de ambos partidos han calificado el razonamiento de incoherente. Como dijo el senador Chris Van Hollen: “Este es un memo donde la decisión ya estaba tomada y alguien recibió la orden de inventar una justificación”.
Y bajo todo esto se encuentra el elemento más peligroso: la lógica del memo no tiene límites geográficos. Si la administración afirma estar en un conflicto armado con un grupo “narcoterrorista”, entonces, según su propia teoría, la fuerza letal podría usarse dondequiera que se encuentren sus miembros. El mismo marco que justificó ataques cerca de Venezuela podría, en principio, invocarse dentro de una ciudad estadounidense si el gobierno afirmara que existe allí una “célula” de un cartel.
Si Trump realmente cree dirigir “la administración más transparente de la historia”, entonces liberar el memo debería ser automático. El pueblo estadounidense tiene derecho a saber qué teoría legal se está usando para justificar matar personas en su nombre.
Durante décadas, los memos de la OLC han funcionado no solo como asesoría legal, sino como la arquitectura interna que permite a los presidentes expandir su poder bélico.
Los memos de tortura de Bush trataron la tortura como algo legal simplemente redefiniendo la palabra, llamándola “interrogatorio mejorado”, abriendo así la puerta a años de operaciones clandestinas y abusos.
El memo sobre Libia afirmó que bombardear un país no equivalía a “hostilidades”, permitiendo continuar la intervención sin aprobación del Congreso. Otros memos autorizaron asesinatos selectivos, incluidos ataques con drones contra ciudadanos estadounidenses en el extranjero, construyendo la idea de que la fuerza letal puede usarse fuera de los campos de batalla tradicionales sin juicio alguno, basándose solo en determinaciones ejecutivas.
En cada caso, el memo no solo interpretó la ley: redefinió los límites del poder de guerra presidencial, casi siempre sin debate público ni autorización legislativa.
El pueblo estadounidense tiene derecho a saber qué “teoría legal” se usa para justificar matar personas en su nombre. El Congreso la necesita para ejercer supervisión. Los miembros de las fuerzas armadas la necesitan para entender la legalidad de las órdenes que reciben. Y la comunidad internacional necesita claridad sobre los estándares que Estados Unidos dice seguir. No hay razón legítima para ocultar la base legal de una acción letal, salvo que el argumento no resista el escrutinio. Una opinión secreta no puede sostener una campaña militar abierta en el hemisferio occidental.
La fundación más antigua: Una doctrina de control de 200 años
Si la base legal proviene de la era posterior al 11S, la base geopolítica es más antigua. Casi ancestral. Durante 200 años, la Doctrina Monroe ha servido como permiso para la dominación estadounidense en América Latina.
La administración Trump fue aún más lejos al revivirla abiertamente y expandirla mediante lo que funcionarios llamaron la “Corolario Trump”. Esta reinterpretación convirtió a todo el hemisferio occidental en un “perímetro de defensa” estadounidense y justificó un aumento de operaciones militares bajo el lenguaje de lucha antidrogas, control migratorio y estabilidad regional. En este marco, América Latina deja de ser un vecino diplomático y se convierte en una zona de seguridad donde Washington puede actuar unilateralmente.
Venezuela, con sus vastas reservas petroleras, su proyecto político soberano y su negativa a ceder ante la presión estadounidense, ha sido un objetivo desde hace años. Las sanciones ablandaron el terreno. La desinformación endureció la opinión pública. Y ahora, los ataques cerca de sus aguas prueban hasta dónde puede avanzar Washington sin provocar una revuelta interna. El término “narcoterrorismo” es simplemente la máscara más reciente de una doctrina muy vieja.
Los ataques en el Caribe no son incidentes aislados. Son la intersección predecible de dos fuerzas: un régimen legal posterior al 11S que permite expandir la guerra sin aprobación del Congreso, y una doctrina imperial de 200 años que trata a América Latina como una zona de control y no como una comunidad de naciones soberanas. Juntas, forman la lógica que justifica la violencia de hoy cerca de Venezuela.
La etiqueta que abrió la puerta
Después del 11 de septiembre, cada administración aprendió la misma lección: si etiquetas algo como “terrorismo”, el público te dejará hacer casi cualquier cosa. Hoy, esa lógica se usa en todas partes.
El bloqueo cruel y de décadas contra Cuba se justifica afirmando que la isla es un “estado patrocinador del terrorismo.” La vigilancia masiva, la militarización fronteriza, las sanciones interminables: todo envuelto en el lenguaje de la “lucha antiterrorista.” Y ahora, para autorizar acción militar en el Caribe, basta con tomar la palabra “narco” y pegarla a la palabra “terrorismo”. La etiqueta hace todo el trabajo.
El peligro no se limita a la política exterior: tras el asesinato de Charlie Kirk, la misma definición elástica de “terrorismo” se está usando dentro del país para justificar ataques contra ONGs a las que la administración acusa de incitar “violencia antiestadounidense.”
La única razón por la que Trump no ha lanzado un ataque a gran escala contra Venezuela es porque todavía está probando el terreno: probando la resistencia dentro de Venezuela, probando al Congreso, probando a los medios y probándonos a nosotros. Sabe que casi el 70% de la población estadounidense se opone a una guerra con Venezuela. Sabe que no puede vender otra Irak. Así que tantea, empuja, busca la línea que no le permitiremos cruzar.
Esa línea somos nosotros.
Si no desafiamos la mentira ahora, si no exigimos la publicación del memo, si guardamos silencio, “narcoterrorismo” se convertirá en las nuevas “armas de destrucción masiva”.
Si permitimos que este caso de prueba quede sin respuesta, el próximo ataque será una guerra. Somos los únicos que podemos detenerlo. Y la historia está observando para ver si aprendimos algo de veinte años de miedo, engaño y violencia.
Porque las próximas guerras siempre estuvieron aquí, acechando. Solo necesitamos la claridad para verlas y la fuerza para detenerlas antes de que comiencen.
Por Michelle Ellner.-

