Una crónica (anti) roja

Entre Kike Morandé y la Virgen del Carmen: El afiebrado carnaval en el fundo piñerista

Del fanfanorreo del salón del Crowne Plaza en donde se pasean "Checho" Hirane y el abogado de Miguel Krassnoff, a la calle repleta de chilenos que sintieron que estuvieron a punto de vivir en Venezuela. Acá el relato de la asfixiante celebración desatada en el comando de Sebastián Piñera.

Por Daniel Labbé Yáñez

18/12/2017

Publicado en

Chile / Política / Portada

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«Ayayaiiii cabros, mañana sí que vamos a tener peguita. ¡Ganó Piñera!», oí que alguien gritó a mi espalda cuando cruzaba por un pasaje desde la Alameda al Parque Forestal. Me di vuelta y vi que un sujeto con un cortaviento fosforescente sucio y unos pantalones igual de añoso sonreía, aplaudía y se sobaba las manos.

Yo acababa de dejar atrás el edificio del Crowne Plaza en donde el comando de Sebastián Piñera había armado un verdadero carnaval tras enterarse de la paliza electoral que le habían propinado a la centro-izquierda en la Segunda Vuelta presidencial.

Una fiesta de las dos derechas, la rica y la pobre, en la que alguien que no comulga en absoluto con los postulados de ese sector no puede sino sentirse huérfano y abrumado, como esos niños que deben ir a los cumpleaños del mismo compañero de curso que durante la semana lo ha humillado delante de todos.

«Es que los comunistas son tan intolerantes po’ hueón», fue lo primero que escuché cuando entré al Crowne Plaza. Un tipo corpulento, «bien vestido», con una credencial de Piñera que decía EQUIPO en el pecho le comentaba eso a otro de los mismos, parados ambos frente al urinario. Hablaban de la performance de José Antonio Kast en el Estadio Nacional.

Fue el aviso de lo que vendría. Eran alrededor de las 18:30 horas y en el salón ocupado por el comando de Piñera la fiesta comenzaba. Cada nueva proyección de Radio Bío Bío que reproducían los canales de televisión se traducía en un estruendo, acompañado de muchas banderas chilenas flameando y del grito de ¡se siente, se siente, Piñera Presidente!

Las pausas en los festejos que crecían a cada minuto permitían observar a los rostros conocidos de la derecha. Sonrientes, eufóricos, como empepados, sudados. No era un buen lugar para los muchachos y muchachas de la Juventud UDI que practican la represión de sus instintos. Estoy seguro que en ese lugar hubo más de un orgasmo.

Abrazos, besos, gritos, carcajadas, chuchadas, corridas en los pasillos entre los hombres y mujeres de Piñera, se mezclaban con esos otros abrazos entre éstos y quienes supuestamente cumplen el rol de cuestionarlos, de interpelarlos, los periodistas. Allí estaba la conductora del noticiario central de MEGA, Catalina Edwards, sacándose fotos con un adherente de Piñera; o Cristina González, de Canal 13, abrazándose afectuosamente con Cecilia Pérez.

Por ese salón y pasillo pululaban -(casi) todos vestidos con camisas celestes, pantalones beige y mocasines- Rodrigo Hinzpeter y el abogado de Miguel Krassnoff, Raúl Meza; los ex futbolistas Coke Contreras, Leonel Herrera y Marcelo Zunino; Sebastián Keitel y Erika Olivera; el «negro» Piñera y su ex esposa Belén Hidalgo; «Checho» Hirane, Kike Morandé y el abogado Luis Hermosilla, defensor de Claudio Spiniak y del sacerdote de los Legionarios de Cristo, John O’Reilly, condenado por abusar sexualmente de una ex alumna del Colegio Cumbres.

Junto a ellos mucha, pero mucha fanfarronería. Me acordé de la caricatura del cuiquerío que acostumbraba a hacer Coco Legrand, cuando caminaba, sacando pecho y levantando el culo, y terminaba todas sus frases con un gutural ¡posom!

«Me parece un poco odiosa tu pregunta»

Veo a Felipe Kast. Me interesa hacerle una pregunta. Espero porque una periodista de otro medio lo está entrevistando. Estoy en eso cuando se acerca un tipo que interrumpe groseramente la conversación entre el miembro de Evópoli y la notera, le golpea la espalda a él y con ese mismo vozarrón emulado por Coco Legrand le dice a ella, como queriendo sorprenderla: «¡Este va a ser el próximo Presidente de Chile!»…

Decido moverme. Veo a uno de los hijos de Piñera afirmado en una muralla. Tiene los mismos tics que el padre. Salgo del salón al pasillo. Encuentro a Jacqueline van Rysselberghe hablando con la prensa. Espero mi turno y pregunto:

¿Es posible garantizarle al país que no ocurrirá lo mismo que en el gobierno pasado y que no habrán ministros y gente vinculada a Sebastián Piñera encausados por la Justicia?

– «Lo que nosotros estamos haciendo… la gente eligió y hay que ser respetuosos de la soberanía, la gente eligió. Y eligió a este Gobierno, a este Presidente y a estas ideas. Eso es lo importante. Y vamos a trabajar duramente para que podamos hacer un gobierno que de verdad le dé satisfacción a la familia chilena», responde la senadora UDI.

– Insisto: ¿Pero cómo se hace para que los ministros no caigan en casos de corrupción como los que ya conocemos?

– «Me parece un poco odiosa tu pregunta», espeta Van Rysselberghe antes de darme la espalda y continuar dialogando con los otros colegas.

«¡Es la Virgen del Carmen!»

El carnaval está desatado. Como un mantra que parece haber sido encargado al «Negro» Piñera y Luis Jara, una y otra vez sale expulsado por los parlantes a todo volumen el jingle de «Agárrense de las manos… y el Presidente Piñera», azuzado por un animador que no extrañaría que haya sido reciclado por el mismo hermano bohemio del electo mandatario desde el Entre Negros.

Lo que ocurre es chabacano. Pienso en qué opinará de esa apología al mal gusto el ex ministro de Cultura, Roberto Ampuero, que también anda dando vueltas por ahí.

Veo movimiento. Me pregunto qué cresta hace en ese lugar el grupo de homosexuales que acaba de pasar apurando el paso a mi lado. La gente comienza a salir del salón y a bajar por la escalera que conduce al primer piso del Crowne Plaza. Hay algo de histeria. De pronto un cántico: «¡Y se va, la guatona! ¡Y se va, la guatona!»…

Llego al primer piso y me encuentro con una imagen surrealista. Dos mujeres con las chaquetas rojas del piñerismo van saludando a los adherentes de Piñera y recibiéndolos con una expresión de epifanía conmovedora. Una de ellas tiene en sus manos una figura de una virgen con dos banderitas chilenas. Les pido sacarles una foto. Acceden festivas. «¡Es la Virgen del Carmen. Gracias a ella ganó Piñera!», me dice la que sostiene la figura.

Salgo a la calle y me encuentro con la realidad.

Lo primero que veo a mi derecha, sentado en una de las murallas pequeñas del exterior del edificio, es a un ciudadano extranjero -asumo que peruano por sus rasgos- con un gorro de Piñera. Le pregunto por qué está allí. «Porque soy un empresario que en su gobierno me fue súper bien, tuve bastante trabajo y, bueno, a medida de eso uno se da cuenta cuando el Presidente hace las cosas bien», me responde.

 

Avanzo un poco y veo a otro extranjero -probablemente un haitiano- entre la multitud que algo espera en la salida del Crowne Plaza. Me llama la atención. Tiene una bandera piñerista colgada en el cuello. Paso por detrás y veo que también lleva puesta una polera del abanderado de la derecha.

El carnaval se ha trasladado a la calle y me acerco a la multitud. Me encuentro de golpe con Chile. Son los rostros que veo en los noticiarios, en el centro de Santiago, en las postas que aparecen en los reportajes de los canales de televisión, en los supermercados, en las ferias, los que abundan en estos días en las notas sobre el Barrio Meiggs, en las playas populares de Lavín, en Mapocho vendiendo sopaipillas.

Pienso en aquella frase que se repetía en las redes sociales de algunos de mis amigos durante los últimos días: «Algunos de los que votaron por la derecha, son como los perros: cuidan la mansión, pero duermen afuera».

Quienes estaban en el exterior no tenían nada que ver con aquellos del interior del edificio. En la Alameda había un vendedor de helados encaramado en los hombros de otro adherente del empresario, que gritaba como loco por «los tiempos mejores». El sujeto que atravesó corriendo eufórico la manifestación con el busto y una polera de Pinochet no podía tener una cara más parecida a los pobladores que los milicos sacaban a patadas a las 3 de la mañana de los sectores más abandonados de Chile para la dictadura. Ese infierno brutal del que fueron parte tantos que brindaban en los pasillos y salones del Crowne Plaza, entre ellos los Kast.

Comienzan a corear el Himno Nacional. Pienso que la periodista que habla a una cámara en un idioma que no conozco está diciendo que la gente que está a su espalda espera la aparición en el escenario de algún redentor. Antes que eso ocurra, decido partir. Me siento contrariado, asfixiado, desorientado.

Me alejo por la Alameda y escucho un último cántico, ensordecedor: «¡Chile se salvó! ¡Chile se salvó!».

Por Daniel Labbé Yáñez

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