Lo que la ‘Independencia’ se llevó:

Los cabildos como forma de autogobierno y las autonomías que sustrajo el chilenismo

Previo a que Chile se alzara con la bautizada ‘Independencia’ -que a efectos funcionales distó mucho de hacer aplauso a su nombre-, en su origen colonial, el país estaba dividido en pueblos que ejercían y garantizaban la soberanía popular y ‘productiva’ mediante la celebración de cabildos con el objetivo de garantizar la seguridad y el […]

Por Arturo Ledezma

28/12/2014

Publicado en

Chile / Política / Portada

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Previo a que Chile se alzara con la bautizada ‘Independencia’ -que a efectos funcionales distó mucho de hacer aplauso a su nombre-, en su origen colonial, el país estaba dividido en pueblos que ejercían y garantizaban la soberanía popular y ‘productiva’ mediante la celebración de cabildos con el objetivo de garantizar la seguridad y el futuro de sus tierras y convecinos.

Históricamente, los cabildos asumieron amplias atribuciones de gobierno y justicia que se fueron perdiendo paulatinamente a favor de una centralización del poder iniciada por los españoles hasta su abolición definitiva tras el proceso independentista, durante el régimen Portaliano.

Durante los años en los que estuvo vigente el autogobierno local, 200 arriba-abajo, la complicidad vecinal en la toma de decisiones se convertía en herramienta democrática durante la celebración de los cabildos locales, fomentando la igualdad en los derechos ciudadanos y la constitución de una identidad comunitaria previa a la identificación nacional chilenizadora posteriormente impuesta sobre ésta.

Señala el historiador Gabriel Salazar que hacia 1810 eran cerca de 50 los pueblos que, alejados entre ellos por la distancia física, florecían localmente en la consolidación de sus ideas. Entre las ‘amenazas’ que asediaban la estabilidad del sistema estaba el incremento de una población mestiza en la condición de niños huachos, a los que no les eran reconocidos los derechos asociados al status de ‘vecino con casa poblada’ y que se fueron concentrando en lo que se denominó como pueblo bajo: una parte de la población establecida en los suburbios que no tuvo ciudad “ni por nacimiento ni por soberanía productiva”1 y que sería tratada como enemigo interno y nunca territorializada, ni durante la época colonial ni tras el ulterior empuje forzado a la identidad nacional.

En 1822, durante la dictadura militar de O’Higgins2 y en contra de los excesos centralistas que éste estaba ejerciendo en el país, los ‘pueblos’ del sur se coordinaron en lo que llamaron la Asamblea de Pueblos Libres de Concepción y anunciaron su desacato al ‘director supremo’ mediante misiva, ejemplo que siguió la Asamblea de Pueblos Libres de Coquimbo, que aglutinaba a las poblaciones norteñas.

El proceso constituyente iniciado en 1823 dio forma a una Asamblea Constituyente que se erigía sobre Asambleas Provinciales y que tenía como objetivo la total transparencia en la redacción de la Carta Fundamental, chocando de lleno con las aspiraciones del patriarcado mercantil de Santiago3, lo que, unido a la reticencia presentada por los diputados provinciales para formar un estado centralista, hizo temer a la casta el fracaso de la anhelada ‘hegemonía nacional’.

Dicho temor se tradujo en una ofensiva dirigida a desvirtuar las acciones constituyentes en el interior de la Asamblea, conduciendo finalmente al fracaso de esta última como proceso representativo y transparente, no solo en 1823, sino que también en 1824 y 1826, en el transcurso de los dos intentos posteriores, capitaneados por el General Freire.

Sin embargo, tras una nueva llamada a Asamblea Constituyente, ésta se instaló en Valparaíso, y, alejados de las presiones del patriarcado, los diputados electos parieron la Constitución de 1828, la única en la que el pueblo chileno estuvo presente.
Pero la alegría dura poco en la casa del pobre. La llegada del ‘garrote portaliano’, entre las numerosas violaciones acometidas contra el pueblo, trajo consigo la abolición definitiva de los cabildos, subordinó a las municipalidades al Gobierno Central y suprimió los “pueblos de indios” para chilenizarlos”, acciones perpetuadas por el gobierno liberal constituido en 1833 tras la derrota del movimiento social en las Batallas de Lircay y Cerro Barón (4).
Las ciudades fueron entonces despojadas de su soberanía y sus poblaciones sometidas involuntariamente al centralismo avasallador orquestado en Santiago, situación mantenida en el tiempo sin que nadie (van ya más de 200 años) les haya devuelto su autonomía.

La ineficacia del modelo centralizado

Actualmente la inexistencia de estructuras locales y regionales, además de violar los derechos de autonomía de los pueblos, impide el desarrollo productivo de estos y atenta flagrantemente contra la igualdad de los ciudadanos nacionalizados en Chile.

Hoy Santiago concentra más del 40% del PIB nacional siendo que su superficie es equivalente a solo un 2% del territorio chileno y sus ciudadanos perciben un sueldo promedio significativamente superior que el correspondiente al promedio nacional, resultando tasas de pobreza inferiores en la Región Metropolitana que en otras zonas, como en la Región de Bio Bio.

Este breve artículo no da para enumerar todas las fallas que el sistema centralista engendra en las regiones que no son la metropolitana. Educación, sanidad, transporte público, representatividad o sueldo son algunos de los ámbitos donde las desigualdades entre poblaciones se acentúan con mayor intensidad en Chile.

¿Un Chile federal?

Desde hace varios años, el descontento ‘periférico’ es patente a lo largo de toda la superficie del país. Desde el norte hasta Punta Arenas, las demandas ciudadanas se han hecho escuchar a lo largo de los últimos años con fuerza, silenciadas eso sí por los medios de comunicación tradicionales, al servicio de la capital (y del capital).

En Chile, actualmente el país más centralizado de América Latina y de la OECD, la tradición federalista con precedentes en la época colonial y concretada en las leyes federales de 1826, impulsadas por el gobierno de Freire5 y aplastadas durante la Guerra Civil (1829-1830), siguen latentes en el sueño sobre el que hoy está dormida la justicia social en Chile, a la espera de que la igualdad y la soberanía ciudadana sea un hecho fehaciente construido desde la descentralización del poder.

De hecho, esta ha sido reivindicada en numerosas ocasiones; la Revolución de 1851, liderada por la Sociedad de la Igualdad; la de 1859 liderada desde Copiapó y San Felipe por Manuel Antonio Matta y Pedro León Gallo y la Asamblea Constituyente de Trabajadores e Intelectuales, celebrada en 1925 son algunas de las fechas memorables en que las demandas regionalistas se han hecho eco entre la ciudadanía.

El historiador Gabriel Salazar sostiene: “Los historiadores tradicionales (Diego Barros Arana a la cabeza) han sido unánimes en afirmar una y otra vez (para que aprendan los niños) que en Chile, con excepción de la ‘aristocracia’ de la capital, no había hacia 1823 ningún otro grupo social capaz de construir Estado y mantener el orden público. Porque la gran masa de la población –explican–, sobre todo la de provincias, era ignorante. Por lo mismo, se requería una autoridad fuerte, centralista, capaz de gobernar con mano de hierro, de modo que la democracia podía y debía esperar hasta que los pueblos de provincia alcanzaran el nivel de Santiago. Los que opinaban lo contrario eran, por tanto, ilusos, idealistas y, por ende, anarquistas”6.

Y es que, las reformas regionalistas ejecutadas desde el poder han sido muy graduales y a efectos pragmáticos no han tenido ninguna consecuencia que pueda ser considerada de relevancia para una descentralización real, si bien los distintos partidos políticos lo han usado como herramienta propagandística durante sus campañas.
La llamada ‘regionalización’ implementada por la dictadura pinochetista a partir de 1974, matiza el periodista Álvaro Ramis 5): “No hizo más que adaptar la estructura administrativa del Estado al modelo de las divisiones del Ejército, bajo la lógica de la doctrina de la seguridad nacional. Las nuevas regiones, reducidas a un número correlativo, se diseñaron como perfectas correas de control e información para La Moneda”.

Chile sigue siendo hoy una nación dependiente. Dependiente del patriarcado mercantil. Mientras el centralismo imperante en Santiago siga avasallando los derechos de millones de ciudadanos del resto de comunas no habrá justicia social. Las necesidades en educación, salud, justicia, vivienda, defensa, cultura y artes que ha generado exigen soluciones urgentes que pasan por una fuerte voluntad política, hasta el momento oculta entre los que manejan los hilos de un país ensombrecido por la dependencia capitalina: #SantiagoNoEsChile

*Artículo publicado en la edición N°157 de El Ciudadano

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