Razones históricas y estructurales para desconfiar de las afirmaciones de la CIA: el asunto de los hackers rusos

Resulta difícil creer que la CIA haya denunciado una operación de inteligencia extranjera cuyo objetivo era atentar contra unas elecciones democráticas justas: este ha sido su negocio en todo el mundo, desde sus inicios, en los que ayudaba a malograr elecciones en la Europa de la posguerra, hasta sus campañas de Guerra Fría en América Central y del Sur. El historial de artimañas electorales de la CIA la convierte en un personaje poco digno de confianza en este drama.

Por Mauricio Becerra

24/12/2016

Publicado en

Mundo / Política / Portada

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The logo of the U.S. Central Intelligence Agency is swept clean prior to remarks there by U.S. President George W. Bush in the lobby of the CIA headquarters in Langley, Virginia March 3, 2005. U.S. President George W. Bush visited the headquarters for briefings Thursday. REUTERS/Jason Reed JIR - RTR3VKR

The logo of the U.S. Central Intelligence Agency is swept clean prior to remarks there by U.S. President George W. Bush in the lobby of the CIA headquarters in Langley, Virginia March 3, 2005. U.S. President George W. Bush visited the headquarters for briefings Thursday. REUTERS/Jason Reed JIR – RTR3VKR

En semanas recientes conocimos por el Washington Post que la Agencia Central de Inteligencia había publicado un informe secreto que responsabilizaba a hackers rusos de la intervención de ordenadores demócratas y filtración de documentos robados en un intento de condicionar los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses. Supimos también que un informe preliminar de la CIA anterior a las elecciones recogía indicios de que Rusia había intervenido las cuentas de correo electrónico del Partido Demócrata, un robo de correos que sería motivo de vergüenza para la candidata Hilary Clinton y algunos miembros de su equipo.

El Washington Post divulgó que la CIA había concluido “en una investigación secreta que Rusia se ha inmiscuido en las elecciones presidenciales de 2016 para contribuir a la victoria de Donald Trump, más que para simplemente menoscabar la confianza de los estadounidenses en su sistema electoral”. Poco después de que se publicara la noticia del Post, el New York Times produjo su propia fuente anónima de la CIA y sostuvo que los hackers rusos también habían entrado ilegalmente en los servidores de correo de Trump, pero que habían preferido no filtrar los archivos porque respaldaban su candidatura.

El consecuente torbellino de reacciones de tertulianos de los noticieros del fin de semana ha llevado a muchos simpatizantes de Hilary Clinton a sugerir en las redes sociales que esta filtración anónima de la CIA podría servir de base para minar la legitimidad de la presidencia de Trump. Ha habido una erupción de esperanzas de que la CIA hubiera encontrado el talismán preciado que nos despertara a todos de la pesadilla de los venideros años de Trump. De repente, una multitud de integrantes de la izquierda estadounidense saluda la idea de que la CIA haya liderado un golpe de estado contra un presidente electo sedicioso; y todo ello sin apenas debate sobre el extenso historial de manipulación electoral de la CIA, que ha perjudicado de forma encubierta y sistemática a los candidatos que no eran de su agrado. Parece que ahora los liberales estadounidenses aplauden un posible golpe de estado de la CIA en su propio país.

Lo cierto es que no sabemos nada acerca de la veracidad de la información filtrada por la CIA. Respecto a la veracidad de los informes, yo sigo siendo escéptico en estos asuntos y recomiendo encarecidamente que los lectores también lo sean. A despecho de no conocer si los informes son auténticos, sí sabemos bastante sobre el mensajero que ha facilitado la información y esto debería hacernos reflexionar antes de aceptar como ciertas las noticias sobre el golpe electoral de Rusia en nuestro país.

En calidad de investigador con más de dos decenios de estudios académicos sobre la CIA a las espaldas, me atrevo a sugerir que muchos estadounidenses de izquierdas están dejándose llevar por el miedo atroz a los daños que seguramente acarreará la presidencia de Trump y no son capaces de ver que la CIA está manipulando los acontecimientos. Muchos de estos estadounidenses izquierdosos tienen una idea errónea de lo que es y lo que no es la CIA. No se trata de una especie de institución de derechas, sino de una agencia repleta de personas brillantes con creencias en todo el espectro político tradicional –muchos de sus golpes de estado han tenido lugar bajo el mandato de presidentes demócratas y los han perpetrado agentes liberales–, pero lo más importante es que forma parte del Estado profundo.

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La CIA ha respaldado siempre la hegemonía de los EE. UU. —lo que el anterior agente de la agencia Philip Agee describía como «policía secreta del capitalismo estadounidense»—: no le gustan ni la inestabilidad ni los furores en el frente interno y, puesto que es una agencia de inteligencia, muchos de sus empleados están naturalmente preocupados por la llegada de un presidente que se jacta de ignorar los informes de inteligencia y se comporta de forma errática. Aunque es cierto que Trump ha mostrado síntomas preocupantes de inestabilidad, algunos de los temores de la CIA están sin duda fuera de lugar. Creo que podemos asumir que, una vez se haya acomodado en la presidencia, el Sr. Trump solicitará a la CIA que elabore el tipo de información de inteligencia que necesita para sus propios fines y, si el historial de la agencia nos ha servido de guía, seguro que esta elaborará los informes en obediencia a su nuevo amo. O, quién sabe, quizás las inclinaciones del gabinete que ha designado el presidente Trump favorezcan un declive de poder de la Agencia Central de Inteligencia, lo que propiciaría un aumento de la confianza del ejecutivo en la Agencia de Inteligencia de Defensa, cuyo rápido aumento de actividades secretas apunta a dicha posibilidad.

Para entender la «filtración» anónima de la CIA, que asegura tener pruebas de que el robo de correos electrónicos a Clinton ha sido cosa de Rusia, uno debe partir de la premisa de que la CIA es un instrumento del poder ejecutivo. Esta conclusión fue el remate del informe del Comité Pike (el Comité Church del Senado, que concluía erróneamente que la agencia era un «lobo solitario») de 1976, que ha seguido vigente desde el 18 de septiembre de 1947 hasta hoy. Si el lector desconoce el concepto noticias falsas (porque, por el motivo que sea, se ha perdido la era de propaganda belicista de Judith Miller en el New York Times), probablemente necesitará ponerse al día respecto del historial de la CIA en manipulación de informes para ajustarlos a las políticas presidenciales.

No cabe duda de que la agencia de inteligencia está descontenta con los resultados de las elecciones, igual que lo está su presidente, igual que lo estoy yo, e igual que lo está la mayor parte del mundo. Sin embargo, seleccionar a la carta filtraciones anónimas sobre un informe de la CIA que supuestamente prueba una intervención de hackers rusos con el fin de reclamar que no se computen los votos de Trump es una actitud arriesgada. Revela una desconfianza esencial en la democracia y aboca a depositar una fe peligrosa en la CIA para que esta defina los resultados electorales. Si la historia nos ha enseñado algo sobre la Agencia Central de Inteligencia, es que no podemos confiar en sus análisis cuando es la única fuente de información y, especialmente, cuando dichos análisis se ajustan a los deseos del presidente al que sirve.

Repito que no tengo la más remota idea de si Rusia está detrás del robo de correos electrónicos a Clinton. Lo que sí tengo claro es que aceptar ciegamente la palabra de la CIA sobre este asunto es una insensatez peligrosa. He leído el excelente artículo de Thomas Rid en el Esquire, en el que esgrime argumentos que incriminan a Rusia por el robo de correos electrónicos, y gran parte de lo que escribe constituye un buen motivo para creer en la intervención rusa. No obstante, habiendo trabajado durante años para desentrañar algunos de los misterios de la CIA, cuando trato de atar los cabos sueltos del robo de correos electrónicos me planteo inevitablemente preguntas sobre qué indicios se han dejado accidentalmente y cuáles se han sembrado con intención. Estas preguntas conducen instantáneamente a un conocido laberinto de espejos que se colapsa en más preguntas que certidumbres.

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Las noticias sobre Mitch McConnell y otras personas afines a él en la jornada de reflexión de las elecciones al senado, tras conocer las afirmaciones de la CIA acerca del robo de correos electrónicos de Rusia, resultan desconcertantes. El silencio de McConell es inquietante, pues su familia y él aparecen en la filtración como beneficiarios de un supuesto favor político. Pero ¿qué ocurre entonces con el de la Casa Blanca y de los demócratas del Comité de Inteligencia del Senado? ¿Por qué se han quedado callados? Esta cuestión solo ha cobrado importancia después de que el director del FBI intentara perjudicar a Clinton en las elecciones. No sabemos por qué el presidente Obama ha guardado silencio en el asunto, pero podemos especular que el informe de la CIA que vio entonces contemplaba todas las posibilidades, incluida la de que el robo lo llevara a cabo una célula independiente de hackers u otros actores no rusos. A posteriori, resulta conveniente culpar a Putin de las numerosas deficiencias de Clinton como candidata. Puede que Rusia filtrara los documentos o puede que no lo hiciera, lo que sí sabemos es quién habría hecho lo propio en unas elecciones rusas, habida cuenta de que ya ha contribuido a levantar y derrocar presidentes en una multitud de elecciones extranjeras para favorecer a los matones de derechas: la Agencia Central de Inteligencia.

Obama debe de estar pensando en lo que queda del devastado Partido Demócrata y quizás esto haya influido en la oportunidad de las filtraciones del viernes. O quizás la CIA tenga pruebas contundentes del robo de correos electrónicos por Rusia. Simplemente no lo sabemos. Lo que de seguro sabemos es que la agencia de inteligencia cuenta con un historial escabroso que la convierte en una fuente muy poco fiable en materia de filtraciones políticas. Evidentemente existen pruebas en relación al robo de correos electrónicos y yo imagino que la Agencia de Seguridad Nacional es la fuente de pruebas más contundentes, pero, dada la magnitud de la investigación, sería mejor que hubiera personal investigador en la Oficina General Contable del Gobierno escudriñando las pruebas y los informes existentes. Dejar que la CIA siga por este camino podría crear verdaderos problemas de confianza.

Necesitamos ver el informe de la CIA; pero también el de su Equipo rojo, que utiliza los mismos datos que el informe principal, pero contradice que los rusos sean los hackers que buscaban menoscabar la campaña de Clinton. Dudo que este informe de minoría salga a la luz bajo el gobierno de Obama, pero quizás sí lo haga bajo el de Trump. De esta guisa discurre el juego de la inteligencia.

Resulta difícil creer que la CIA haya denunciado una operación de inteligencia extranjera cuyo objetivo era atentar contra unas elecciones democráticas justas: este ha sido su negocio en todo el mundo, desde sus inicios, en los que ayudaba a malograr elecciones en la Europa de la posguerra, hasta sus campañas de Guerra Fría en América Central y del Sur. El historial de artimañas electorales de la CIA la convierte en un personaje poco digno de confianza en este drama.

Quizás este autoritario Estado de seguridad nuestro nos ha dejado pocas opciones: o bien aceptamos que el FBI utilice insinuaciones de investigación discrecionales para malograr la elección de Clinton, o dejamos que la CIA, a posteriori, socave la legitimidad de la presidencia de Trump. Aunque si las pruebas clave sobre el robo de correos electrónicos están en posesión de la Agencia Nacional de Seguridad, este será el organismo de inteligencia que tenga en su poder todas las cartas de Trump.

David Price*

Counterpunch

Traducción de Vicente Abella para SinPermiso

* Profesor de antropología en la Universidad Saint Martin en Lacey, Washington. Es autor de Weaponizing Anthropology: Social Science in Service of the Militarized State, publicada por CounterPunch Books.

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