Por Daniel Jadue
La información que llega desde Gaza es, día tras día, más desgarradora, más insoportable. En medio del horror sostenido, de la sangre que se derrama en tiempo real mientras el mundo mira a otro lado, un reciente informe atribuido a un equipo vinculado a la Universidad de Harvard ha encendido nuevamente todas las alarmas. Se habla de 377.000 palestinos asesinados por Israel durante la actual ofensiva en Gaza, iniciada en octubre de 2023, la mitad de ellos niños.
Aunque esta cifra aún no ha sido validada por fuentes oficiales internacionales -y probablemente jamás lo será, dadas las limitaciones impuestas por el mismo ocupante- su sola mención representa un punto de inflexión moral. No se trata solo de una estadística más: es la expresión cruda del genocidio en marcha, de la sistemática aniquilación de un pueblo y del naufragio definitivo de la legalidad internacional.
Las cifras de Naciones Unidas y de la autoridad sanitaria de Gaza ya eran escalofriantes: más de 60.000 muertos confirmados, miles de cuerpos aún bajo los escombros, y más de un millón de personas desplazadas en un territorio cercado, sin agua, sin alimentos, sin medicinas. Pero este informe va más allá. Sostiene que los muertos reales podrían ser seis veces más que los oficialmente reportados. ¿Cómo explicar tal discrepancia? Porque en Gaza, muchas muertes no se registran, no se documentan, no se entierran siquiera. Los drones no solo matan cuerpos: borran evidencias, destruyen archivos, evitan el juicio del mundo.
Y sin embargo, esa posibilidad, la de un genocidio a gran escala que supera los marcos históricos conocidos del siglo XXI, no ha generado una reacción global proporcional. Las potencias occidentales -las mismas que se jactan de defender los derechos humanos y la “civilización”- han optado por la justificación cómplice o el silencio vergonzoso. La retórica de la “autodefensa” se ha transformado en un cheque en blanco para la masacre de civiles. Los principios de proporcionalidad, distinción y humanidad -pilares del derecho internacional humanitario- han sido triturados en Gaza, mientras los gobiernos que deberían ser sus garantes prefieren mirar hacia Ucrania o sostener el negocio armamentista.
Pero no solo los gobiernos fallan. La academia liberal occidental, los medios de comunicación, que en otras circunstancias habría alzado la voz, se sumergen en el cálculo burocrático o en el silencio cómodo. Universidades como Harvard, que han sido símbolo del pensamiento crítico global, censuran el término «genocidio» en sus informes oficiales, o reprimen el activismo estudiantil pro palestino en sus campus. ¿Qué sentido tiene la libertad académica si no se puede nombrar una masacre? ¿Qué utilidad tiene una élite intelectual que calla frente al exterminio de miles de niños?
Porque eso es lo que ocurre en Gaza: una aniquilación infantil sistemática. Cada ataque a una escuela de la UNRWA, cada hospital destruido, cada bebé muerto por desnutrición no es un “efecto colateral”. Es parte de un diseño político y militar deliberado, una estrategia de limpieza étnica lenta y cruel. Como lo fue en Sabra y Chatila, como lo fue en Deir Yassin, como lo es ahora en Khan Yunis o Rafah. Es un patrón colonial que se repite, una tecnología del exterminio con rostro democrático.
Desde la izquierda, no podemos limitarnos a denunciar. Es hora de exigir acción directa, coordinada y radicalmente ética: Alto el fuego inmediato y permanente; Entrada irrestricta de ayuda humanitaria; Fin del bloqueo y de la ocupación israelí; suspensión de toda cooperación militar, comercial y tecnológica con Israel; y juicio y castigo a los responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad.
El informe de Harvard puede y debe ser verificado con rigurosidad. Pero incluso si la cifra final fuese menor, la tragedia sigue siendo insoportable. Porque una vida civil perdida a causa de un bombardeo injustificado ya es demasiado. Pero 377.000 muertos, con la mitad niños, es una barbarie sin nombre, una herida indeleble en la conciencia colectiva de la humanidad.
La historia nos juzgará por lo que hicimos -o no hicimos- en estos días. La memoria de las y los asesinados en Gaza no requiere solo lágrimas ni condenas diplomáticas. Requiere justicia, verdad y el fin de la impunidad. Requiere que digamos las cosas por su nombre.
Esto es un genocidio. Y callar ante él es ser cómplice.
Daniel Jadue