La plenitud contradictoria de la iglesia y el papado

Columna de Sergio Martín Tapia Argüello

La plenitud contradictoria de la iglesia y el papado

Autor: Sergio Tapia

Inicio la presente columna con una declaración: soy ateo. No sólo no creyente, sino combativamente ateo cuando mi postura es confrontada -y en un país fundamentalmente católico, lo es en muchas ocasiones-. Vengo de una familia directa de no creyentes, con una familia amplia de creyentes católicos moderados y en gran parte no practicantes. Fui, contra mi voluntad, bautizado, confirmado, hice mi primera comunión y todo ello antes de los seis años, por voluntad de algunas de las personas de esa familia ampliada. Ni para mis padres, ni para mí, eso significó nada nunca. Mis acciones, pensamiento y formas de actuar, encuadran perfectamente en el marco de la excomunión y como tal, desde siempre, me he considerado fuera de cualquier iglesia existente.

También puedes leer: Exprópiese…

Digo esto no como un intento de mostrarme especial o diferente. Mucho menos para, como muchas personas que comparten mi postura religiosa -porque el ateísmo es, propiamente, una postura religiosa que requiere necesariamente una fe particular para existir: la fe de que no existe nada más allá- asumir una supuesta superioridad inexistente. Es solo una manifestación de punto de partida, como todo mundo debería hacer cuando habla de un tema en donde se encuentra en uno de los extremos. Desde aquellos que defienden al gobierno en turno porque trabajan ahí, hasta los que no obtuvieron con el cambio de gobierno lo que pensaron que recibirían y ahora se volvieron sus odiantes -¿recuerdan cómo hablábamos en el pasado de aquellos que pensaban que “no les había hecho justicia la revolución” pues ahora existe una nueva versión: aquellos a los que no les hizo justicia la transformación.

Ese punto de partida sirve, claro, para que algunos busquen descalificar lo que digo de inicio. Como si el que yo reconozca que tengo una postura parcial significa que mi postura es la única parcial y por lo tanto, que la otra, que no está de acuerdo conmigo es “neutra”. Por ello, afirmo totalmente: no lo es. Ninguna postura es neutra. Ninguna persona es el punto medio. Nadie está “en el centro” de forma “objetiva” y nadie está libre de sesgos y pretensiones individuales que entiende como universales. Empezar a entender eso es la única manera de lograr un diálogo honesto sobre cualquier tema. La llamada vigilancia epistemológica -es decir, aprender que vemos “lo que está ahí” porque nosotros construimos a partir de nuestros propios presupuestos la posibilidad de su existencia- es un requisito, poco desarrollado, en realidad, para un análisis cualquiera, y mas aun, un requisito para buscar comunicarnos adecuadamente con cualquier otro. Porque el otro no verá exactamente eso y comunicarnos con él siempre significará traducir en la medida de nuestras posibilidades, lo que vemos.

Dicho esto, que debería, para mí, ser innecesario, puedo entonces hablar de lo que considero, la estrecha relación de nuestro país con la iglesia católica y como las transformaciones en ella afectan de manera indirecta no sólo a nosotros sino también al mundo. O por lo menos, de forma directa a lo que podría llamarse el mundo occidental. Ese mundo occidental incluye, por un lado al verdadero occidente: los países coloniales de Europa y aquellos en donde esos países lograron el exterminio de la población local en guerras de conquista, para que sus descendientes sean vistos como los “nativos” de esos lugares: Estados Unidos, Canadá, Australia, incluso en cierta medida, África del Sur y unos cuantos más. No México, ni ningún país de América Latina, por ejemplo, que somos parte del mundo occidental pero no países occidentales sino occidentalizados. Obligados y doblegados para comportarnos, creer y pensar como occidentales, sin ser nunca aceptados en ese espacio del todo.

La iglesia católica llegó a nuestro continente a través, como sabemos, de las guerras de exterminio y conquista llevadas a cabo por España y Portugal. Esos países, que se repartieron el mundo como si fuera suyo y que, más importante aún, consideran haber hecho un gran acto por debatir durante años si nuestros ancestros eran realmente seres humanos -como lo afirmaba el “loco” de Bartolomé de las Casas- o simples animales que, como los loros y los monos, podían imitar a las personas -que era el pensamiento dominante de la época, lo que la teología y la filosofía de los reinos de lo que ahora es España planteaba y lo que defendió el más importante religioso de la Corte, Ginés de Sepúlveda-, impusieron a sangre y fuego su religión, asesinando en el camino a cualquiera que se opusiera y haciendo, como lo hacía incluso en su territorio, sacrificios humanos para obligar a dicha creencia; rituales, estructurados, establecidos. No solo procesos de genocidio, como está demostrado, sino sacrificios rituales humanos con la finalidad de ganar el favor de su dios. Inquisición, le llamaron en algún momento.  

A pesar de ello, el mundo moderno no podría entenderse si no fuera por la religión católica/cristiana y sus derivados. Se trata no sólo de la visión religiosa dominante, sino de una fuerza motriz indiscutible para la construcción de occidente. Y occidente es, todavía, recordemos, el centro del mundo. La idea de igualdad formal, de soberanía, de derechos humanos; las investigaciones originales sobre la genética y la estructura de la literatura, la pintura y la escultura modernas, nuestra noción de dignidad e incluso de individualismo, se deben directamente a las visiones o reconstrucciones cristianas sobre la realidad. Las estructuras jurídicas y políticas de la modernidad; el pensamiento económico e incluso la forma concreta de la ciencia moderna, deben su existencia concreta al pensamiento cristiano.  No porque éste sea necesario para que algo de esto exista, sino porque, en la historia del mundo, existen a partir de él.

Decir esto, que el mundo occidental y a partir de su poder, el mundo moderno se funda en el pensamiento cristiano, no significa nunca pensar que el pensamiento cristiano es la fuente de toda posibilidad de existencia de todo lo bueno -o lo malo- del mundo. Significa reconocer necesariamente, que la existencia exacta, concreta, de lo que tenemos ahora, encontró su camino a través de ese pensamiento. Sin él, podríamos tener las mismas cosas, aunque quizá no necesariamente iguales. Serían peores en algunos elementos, de forma indiscutible, pero también con la misma certeza, serían mejores en otros. No hay necesidades históricas absolutas ni causas únicas; hay explicaciones complejas y elementos que sirven para encontrar el camino de lo que existe.

En este sentido, debemos observar también la obra del recientemente fallecido Papa Francisco. El primer jesuita y el primer americano en ser elegido para esa posición, fue sin duda alguna, un dirigente de contrastes. Su estilo fue mucho más popular que el de su antecesor, y algunas de sus posiciones parecían en muchos casos, llevar a la iglesia católica a un proceso de progreso social que había sido rechazado abiertamente por sus antecesores. A pesar de ello, viendo un poco más allá de la retórica de sus discursos, la realidad de los alcances de sus obras es extremadamente limitada. En un tono amable y en muchas ocasiones ambiguo, mantuvo muchas de las doctrinas en materia de familia, reproducción, sexualidad y libertad que presenta la iglesia católica desde el pasado. Reconoció algunos elementos equivocados de sus antecesores, auxilió en la búsqueda de un esclarecimiento de los errores que se han cometido, pero al mismo tiempo mantuvo -más quizá por pragmatismo o necesidad que por gusto o decisión propia- las estructuras que permitieron que esos errores y equivocaciones.

Como ateo y como persona que no tiene ninguna relación con la iglesia católica, resultaría sencillo para mí dirigir una crítica absoluta y aparentemente externa, a la figura del papa, a las acciones de este papa en particular, o a aquello que conocemos y sabemos sobre su historia y acciones en Argentina y el Vaticano. Podría, igualmente, en un desplante de supuesta inocencia, fingir que lo que hizo o dejó de hacer -e incluso su muerte y sucesión- me es indiferente y no tiene ningún impacto en mi vida.

Ninguna de estas posturas sería sin embargo, verdadera o adecuada. El Vaticano es, después de todo, una de las naciones más poderosas de la tierra, al menos en un nivel simbólico. Su dirigente tiene siempre, un peso importantísimo en la discusión política de los países de occidente, e incluso por oposición, en aquellos que no se reconocen como tales a sí mismos. El largo aparato eclesiástico del mundo, incluye una gigantesca red de agentes de dicho estado que funcionan como reproductores de los anuncios legitimados por esa institución, y el apoyo popular de muchos líderes del mundo, se relaciona directamente con la forma en que articula su cercanía con esa figura.

Por ello, la figura de Francisco debe ser entendida en su plenitud contradictoria. Como alguien que luchó, no sabemos muy bien cuánto, en contra de las fuerzas necesariamente conservadoras de la iglesia, y que mantuvo al mismo tiempo, los elementos que permitían su existencia. Podría ser mucho peor que ello. Imagino y pienso lo que podría haber sido sin su voz y su presencia en diversos momentos que habló a favor de las causas justas. Pero lo más difícil, para mi al menos, es que todo parece indicar que en el futuro inmediato, no encontraremos una voz parecida en ese puesto y peor aún, cuando el ascenso de la extrema derecha en el mundo parece indicar que es ahora, cuando más lo necesitamos.

Recuerda suscribirte a nuestro boletín

📲 https://bit.ly/3tgVlS0
💬 https://t.me/ciudadanomx
📰 elciudadano.com


Reels

Ver Más »
Busca en El Ciudadano