Por Julio Meza Díaz
-Pronto deberemos comprar armas y organizar la resistencia -me dice Raphael, un amigo canadiense con un brillo heroico en su mirada.
-¿Y si mejor compramos más cerveza? -le respondo sonriente, mientras unto queso cremoso sobre una croqueta vegetariana, y miro a mi alrededor. Estoy en una liviana reunión de jóvenes adultos en Montréal– ¿Has disparado alguna vez en tu vida?
-Nunca -dice pensativo.
-¿Al menos una pistola de agua?
Lo imagino arrastrando su cuerpo fofo de casi 50 años por algún bosque de infinitos arces secos por el invierno, con la nieve hasta las rodillas, a menos 20 ó 30 grados Celsius, aferrado a una carabina y lejos, muy lejos de sus libros de administración y marketing, de la diversidad de vinos y quesos multinacionales, de la reserva del viaje de vacaciones de verano con un año de anticipación, de la calefacción en todo recinto y transporte; en suma, de las comodidades que a lo largo de su vida ha disfrutado como parte de la clase media educada de Canadá.
-Pero se aprende rápido- añade severo.
Mi imaginación aletea de nuevo y vuelvo a ver a Raphael enfrentándose con el Canadá profundo: después del frío lo que viene es naturalmente un oso. Como el oso Yogui, con su corbata verde y sus ojos gigantes como huevos de dinosaurio posándose sobre Raphael mientras se lame la lengua en medio del bosque.
Lo cierto es que las amenazas expansionistas de Donald Trump han despertado entre los canadienses un inusual sentimiento nacionalista que ha llegado a superar el tradicional distanciamiento de la zona francesa hacia la anglófona, y que se ha caracterizado en los últimos años por una descabellada defensa contra la supuesta desaparición del francés. Se trata de un debate binario del que no forman parte la multitud de lenguas indígenas de estos lares que han sufrido una discriminación histórica. Sin embargo ahora el Canadá ha dejado de ser dos, y la unidad circula en los eslóganes de los supermercados que llaman a consumir lo patrio, en los comentarios de los noticieros de televisión y radio, en las redes sociales, en las charlas del día a día. Es un profundo sentimiento nacional que los inmigrantes, que somos casi la cuarta parte de la población, vemos con algo de empatía y extrañeza.
Este país tiene buena fama en el sur del mundo. Sus ciudades son por lo general seguras para todos; cosa que especialmente las mujeres no pueden decir de muchos lugares del mismo continente. Aún se respetan los derechos laborales que fueron casi extinguidos por el huracán neoliberal que atravesó el Río Bravo y llegó hasta la Patagonia. Hay políticas inclusivas para todos los grupos identitarios y se respira una amplia diversidad cultural. Cuando eres un inmigrante, sobre todo un recién llegado, se deshacen en mil y un formas de preguntar sobre tu lugar de origen sin que suene molesto. De hecho preguntar a secas “¿de dónde vienes?” es casi una expresión de racismo.
Soy de Lima. He vivido en Canadá de manera intermitente entre 2018 y 2020, y luego con regularidad hasta hoy. Puedo asegurar que hasta las ardillas demuestran su respeto al estado de derecho y aguardan el cambio de luces en los cruceros peatonales. La bandera canadiense además se parece a la peruana, por las franjas blanca y rojas, aunque hay una diferencia. Canadá es feminista y por eso, me asegura mi amiga Lisbeth quien siempre está lista a romper los estigmas asociados al cuerpo de la mujer, su bandera tiene una mancha de menstruación en el centro.
Si fuese un Test de Rorschach, tiendo a ver más bien un matamoscas.
Pero Canadá, la parte conformada por su élite política y económica, es también sus mineras multinacionales que han acometido innumerables delitos de corrupción, contra el medio ambiente y la vida de las personas en África, tal como detalla el libro Negro Canadá de Alain Deneault (y que puedes descargar gratuitamente de la web). Son los mismos actos de Barrick Gold en su proyecto de explotación de oro en la cordillera del Huasco, en Chile; de Yamana Gold en Catamarca en la Argentina; de Solaris Resources en la Cordillera del Cóndor en Ecuador y Perú; de Goldcorp en San Marcos en Guatemala; de Kinross Gold en Minas Gerais al centro de Brasil. Perlas canadienses que incluyen tanto la abierta destrucción de los ríos, los suelos y la selva amazónica, como la violencia contra las comunidades locales e indígenas que se oponen a los proyectos mineros.
Las ganancias de las mineras canadienses esparcidas por América latina y África financian el Estado de bienestar del idílico país de los castores, alces, abetos y el oso Yogui. Esas empresas importan desde Latinoamérica las utilidades de sus inversiones locales a sus casas matrices en Calgary, Toronto y Montréal, pagando un impuesto al Estado cuando ingresan a Canadá. Es un dinero directo al erario nacional sin que el Canadá haya invertido nada, sin que haya pagado ningún costo económico ni social. Este dinero es invertido en la protección de derechos, en infraestructura y educación, servicios médicos y sociales en general, y en actividades gratuitas y públicas de ocio, como los gigantescos conciertos que se organizan en el verano en Montréal, a los que asisto puntualmente con amigos artistas que se niegan a aceptar esta dinámica compleja.
-Eres un cínico -me espeta mi primo Alfonso, que a sus casi 40 años reclama la pureza gracias a que aún es mantenido por sus padres.
-Es imposible escapar del sistema y no tengo el poder para cambiarlo -respondo y guardo silencio por algunos segundos. Añado: -Además soy melómano.
EL PERRO
Un sentimiento sombrío circula a veces latente y a veces explícito en el furor canadiense contra los estadounidenses. Es un sentimiento muy parecido al que experimentó Rodrigo, un amigo santiaguino que vive en Toronto desde hace más de dos décadas y que a sus casi 60 años ha decidido vivir una nueva juventud. Se enamoró de un veinteañero brasilero, al que le compró sus vicios, ropa, un auto de estreno y finalmente se casó con él otorgándole la consiguiente visa.
Canadá le ha dado muestras de lealtad a Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Le ha acompañado a las más impresentables guerras, como la invasión a Irak en 2003, declarada ilegal por Naciones Unidas. Aquella vez el gobierno canadiense mostró su conocida doble cara: mientras desde la formalidad señalaba su posición neutral, enviaba equipo bélico y fuerzas especializadas en apoyo de Estados Unidos.
Recientemente, uno de estos acostumbrados actos de lealtad acompañó a Estados Unidos en su intervención política contra México. En septiembre de 2024 las cámaras de diputados y senadores de México aprobaron la modificación constitucional que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador buscaba para reformar el poder judicial. Esta reforma intenta arrancar el flagelo de la corrupción de la judicatura, haciendo que los magistrados estatales y federales sean elegidos por el voto popular. Podemos estar de acuerdo o no con la medida, pero en lo que no podemos dejar de coincidir es en el rechazo a la injerencia extranjera en asuntos nacionales que han sido decididos legítimamente. Sin embargo, Canadá dejó a un lado su respeto por los principios del derecho internacional público y más pudo su ciega política de sumarse siempre a las incursiones imperialistas de su vecino de abajo. Justin Trudeau, el anterior primer ministro, se la jugó a fondo por su aliado en la reciente guerra de Ucrania y Rusia, el apoyo a Israel en la destrucción de la Franja de Gaza y en el despliegue de la política exterior norteamericana.
Pero llegó Donald Trump II, planteó revisar el Tratado de Libre Comercio, se quejó de que Canadá estaba aprovechándose del paraguas de defensa de Estados Unidos y amenazó de convertir a Canadá en el estado número 51 de Estados Unidos.
Le pasó algo parecido a Rodrigo con su joven marido, quien lo traicionó en el mismísimo auto de estreno y durante la fiesta de su cumpleaños.
Semanas antes de la elección, Trump amenazó con aranceles a Canadá de un 25%, rompiendo acuerdos económicos de décadas, sembrando la discordia entre los candidatos. Justin Trudeau llegó a llorar en una conferencia de prensa en Ottawa y acabó renunciando a seguir siendo el líder político del Partido Liberal.
-Si te comportas como perro -le dijo su mamá a Rodrigo -¿quieres que te traten de otra manera?
Canadá se niega a asentir, retuerce su cuello y hombros con desesperación, sorbe agitadamente sus mocos, como Rodrigo aquel día, y suelta desde su corazón desgarrado: -¡Yo lo amaba!
Su mamá lo abraza mientras los amigos nos apuramos a traer toallitas kleenex, un mate de manzanilla y el celular para que Rodrigo comience a usar de nuevo las aplicaciones de citas.
Canadá abre la aplicación, observa la foto de la Unión Europea, le da like esperanzado en el match de un futuro acuerdo comercial.
LECCIONES DE UNA TELENOVELA
El canal nacional canadiense CBC transmitió en vivo los resultados de las elecciones estadounidenses el 5 de noviembre del año pasado. La periodista no podía creer que los republicanos ganaban cada vez más colegios electorales, y el pánico se hizo palpable cuando la ministra de asuntos internacionales de Canadá apareció en vivo para señalar con voz poco convincente que Donald Trump de ninguna manera iría a romper el tratado de libre comercio que él mismo había promovido en su primer mandato.
Casi dos semanas después, el 26 de noviembre, Trump anunció que apenas asumiera el poder le impondría aranceles a los productos de Canadá, México y China. Una de las respuestas provino de una de las provincias más ricas del país, Ontario, sede de la reconocida ciudad de Toronto, cuyo primer ministro Doug Ford, intentando articular una respuesta al nuevo presidente norteamericano dijo que “lo que me pareció injusto de los comentarios es que nos compara con México. Y les puedo decir que Canadá no es México”.
En seguida casi citó a Trump señalando que el problema de la droga viene de los carteles mexicanos, pero no mencionó ni por asomo que la droga la consumen sobre todo los estadounidenses, que deben de haber carteles dentro del mismísimo Estados Unidos y que la responsabilidad es al menos compartida. Nada de eso entró en la ecuación de Ford, preocupado de subrayar su condición de persona blanca del primer mundo y que era un insulto ser confundido con esas pieles oscuras del sur.
Un amigo, Danny, abogado y con quien intercambio español por francés, me sugirió algo parecido a las ideas de Ford un año antes. Danny es hijo de vietnamitas migrados durante la guerra de las décadas de 1960 y 1970, pero él nació en Canadá y poco vínculo tiene con el país reunificado por el ejército de Ho Chi Minh.
-A diferencia de lo que ocurre en Latinoamérica -me soltó en una conversación que comenzó sobre dónde comprar tacos y terminó sobre los temas más polites, política y religión- nuestra cultura canadiense es de respeto por las instituciones. Por eso aquí la democracia funciona.
Le dije que tal vez era cierto, pero que si Canadá estuviera asediado constantemente por un país hegemónico como Estados Unidos, país que quizás buscaría minar el posicionamiento social demócrata de Canadá, que quizás alimentaría la conflictividad social, quizás pagando por la realización de sabotajes perpetrados por camioneros, quizás colaborando directamente con algún militar miserable dispuesto a destruir la institucionalidad democrática a punta de bombardeos aéreos… quizás la historia de la democracia de Canadá se parecería más a la de Chile, por poner solo un ejemplo.
Danny me miró abriendo lo más que pudo sus ojos rasgados: era la mirada de Ford reclamando su blanquitud.
El mismo 26 de noviembre, cuando Trump hace su anuncio, Danny me llamó preocupado. Me comparte su consternación. En sus oídos resuenan los tambores de guerra. Le digo que tal vez se le ha metido un mosquito a la oreja, pero él me confiesa que está barajando la posibilidad de armarse y organizar la resistencia. Pienso que a Danny le irá mejor que a Raphael. Es joven; ergo vivirá un par de días más entre la nieve. Yogui sonríe alzando su sombrerito verde.
LA BATALLA MÁS CORTA DE LA HISTORIA
La reacción de Raphael y Danny no fueron eventos aislados. De hecho, las fuerzas armadas canadienses tuvieron un incremento exponencial de aplicaciones de nuevos miembros. Para el mes de febrero de este año ya casi habían recibido el número de reclutas que tenían por objetivo anual. Al parecer muchos se tomaron en serio lo de detener el proyecto de Trump de convertir a los Estados Unidos en el gigante del norte, lo que incluiría subsumir no solo a Canadá sino también a su vecino del polo norte, Groenlandia.
La fantasía que se esconde tras esta ansiedad por tomar las armas es el hipotético enfrentamiento bélico entre Estados Unidos y Canadá. Esta confrontación fue imaginada en 2015 en un episodio de South Park. El afán de invasión surge cuando unos padres de familia gringos conservadores, algo así como de las agrupaciones que llevan la bandera de “con mis hijos no te metas”, quieren ejecutar a dos actores canadienses pedorros. Canadá sale en defensa de estos dos ciudadanos suyos y envía su ejército a salvarlos. El enfrentamiento entre ambos países se representa como muy parejo, lo que no corresponde ni en sueños a su desigual capacidad militar. Canadá tiene una dotación de 71.500 soldados regulares y 30 mil reservistas. Estados Unidos tiene 1,33 millones de soldados en servicio activo, portaaviones, armas atómicas, poderío nuclear y un largo etc. South Park no hizo justicia a estos datos fácticos.
¿Cuánto duraría una guerra entre Estados Unidos y Canadá? 15, 20 minutos tal vez desde que la 82ª División Aerotransportada cruce el paralelo 49 y el ejército canadiense queda destruido en la frontera. Yogui, su hijo, su familia entera, su clan, sus descendientes y los descendientes de ellos no pasarían hambre por largo tiempo.
En seguida ocurrirían los siguientes eventos de manera trepidante: Veinte minutos después las tropas llegarían a la capital, Ottawa, y marcharían frente al edificio del parlamento, desde donde se asomaría ni siquiera Trump sino Elon Musk para hacer el respectivo saludo nazi. El orgullo nacional canadiense expresaría su dolor. Estallarían súbitos ataques combinados tanto de adolescentes armados con bastones de hockey como de castores furiosos que saltarían al cuello de los invasores. Los negocios locales se negarían a venderles a los invasores el plato nacional por antonomasia, el poutine. Este plato está hecho de papa fritas (las mismas papas originarias de los Andes y el altiplano), queso derretido, salsa de carne y una multitud de cremas que serán las responsables de tu futuro paro cardíaco. Este potaje tal vez inspire el nombre de la resistencia armada: los putinescos.
LÉEME LA SUERTE, GITANA
¿Qué ocurrirá con Canadá? Depende de Donald Trump y los techno oligarcas que se han encumbrado gracias al neoliberalismo y ahora incluso lo limitan con tal de no perder su hegemonía mundial.
Por lo pronto, tal vez es un buen momento para que, si acaso hay políticos y funcionarios comprometidos con su labor en los países latinoamericanos, se ejerza presión al gobierno canadiense para que limite y sancione a sus mineras. La destrucción que ocasionan no ha podido ser detenida con nada hasta ahora, de modo que provechar el contexto podría ser una opción.
Canadá tendrá además que aprender a hacer buenos aliados y para conseguirlos tal vez puede empezar desinflando sus humos, mirando y aprendiendo de su pasado indígena, y apostando por una relación bilateral verdaderamente igualitaria con los países en desarrollo. Luego le toca esperar tranquilo como a todos nosotros la debacle del Make America Great Again. Todo indica que Trump pronto tendrá un frente interno por su giro económico neo-proteccionista y se le sumarán los malos manejos en la órbita internacional.
Un último frente le surgirá y será más nebuloso, aunque ubicable en el cuerpo. La gente que lo rodea, y los que rodean a estos últimos y así hasta el infinito, son una retahíla de niñatos hipercompetitivos, muy probablemente adictos a las drogas más duras legales e ilegales que el capitalismo tardío te ofrece para aceitar el camino hacia el triunfo, que no es otra cosa que un abismo. Todos ellos ahora están en la subida del trip, pero tarde o temprano el cuerpo les dirá basta. Démosle tiempo al tiempo.
Por Julio Meza Díaz