La carta enviada por la presidenta Claudia Sheinbaum al Consejo Nacional de Morena este fin de semana no es una simple misiva institucional. Es, sin lugar a dudas, un documento político con múltiples lecturas. Se trata de una hoja de ruta, un recordatorio de identidad y una advertencia directa a quienes han convertido al partido-movimiento en trampolín personal, feudo familiar o herramienta clientelar.
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En el fondo, la carta es una autocrítica velada, un intento de regresar a la mística fundacional del lopezobradorismo en un momento en que Morena, convertido en partido dominante, empieza a mostrar los síntomas típicos del poder: soberbia, desconexión popular, burocratismo, corrupción, y sí, también, el viejo vicio del nepotismo disfrazado de eficacia política.
La presidenta fue directa: llamó a sus correligionarios a actuar con honestidad, humildad y sencillez; a rechazar los lujos, la frivolidad y la tentación del poder. Pero el solo hecho de que haya sido necesario decirlo en voz alta frente al máximo órgano de deliberación morenista deja entrever que algo se ha desviado en el camino.
El primer punto abordado por Sheinbaum en su misiva tiene que ver con la unidad. Lo hizo con una frase provocadora: “somos el movimiento social y político más fuerte de todo el planeta”. Exageración retórica o no, la afirmación busca infundir orgullo y sentido de responsabilidad. Morena es una fuerza inédita no solo por su tamaño electoral, sino por haber logrado, al menos en su origen, una síntesis entre organización territorial, ideología popular y capacidad de gobierno.
Sin embargo, la unidad no puede ser un fin en sí mismo si con ella se solapan las malas prácticas. La unidad sin principios, decía el propio López Obrador, es complicidad. Por eso el mensaje de Sheinbaum resuena con más fuerza: la unidad que propone no es homogénea ni pasiva, sino una unidad ética. No es un escudo para las camarillas, sino un compromiso moral con los valores de la transformación.
Uno de los pasajes más poderosos del documento presidencial es aquel en que se condena el uso de helicópteros privados, la ostentación de marcas, los séquitos de camionetas y la costumbre de tratar a la gente “de arriba hacia abajo”.
No es retórica vacía. El sexenio de Andrés Manuel López Obrador construyó una narrativa poderosa sobre la austeridad como virtud política. Esa narrativa no es simplemente presupuestal, es ideológica. Y en un país tan desigual como México, importa —y mucho— que los representantes populares y los funcionarios públicos vivan como la mayoría, no como la minoría privilegiada. Es la diferencia entre el poder popular y la oligarquía.
Sheinbaum no solo repite esta idea; la actualiza. Hace una crítica frontal al “consumismo y la ambición por el dinero”, y recupera los valores comunitarios: solidaridad, fraternidad, amor al prójimo. En el contexto de una globalización deshumanizante, la presidenta apuesta por el “humanismo mexicano” como forma de vida política.
En un país donde el acceso a los servicios básicos sigue siendo desigual, ver a diputados y senadores viajando por el mundo en misiones parlamentarias cuyo único saldo es una fotografía para redes sociales, resulta no solo ofensivo sino inmoral.
La presidenta lo dijo sin rodeos: “nuestro deber es estar con la gente, en el territorio”. No es una frase cualquiera. Es una declaración de guerra contra el elitismo político. Y es, también, un recordatorio de que el poder que se ejerce lejos del pueblo, acaba por volverse contra él.
Uno de los párrafos más duros y que más incomodó en el Consejo Nacional fue el que condenó la posibilidad de que familiares directos de funcionarios ocupen cargos de elección popular. Aunque la Constitución ya impide la reelección consecutiva por parentesco hasta 2030, Sheinbaum propone anticiparlo a 2027 para Morena.
Esta sugerencia no es menor. Va directamente dirigida a varios clanes que, desde hace años, han colonizado posiciones clave dentro del partido. Qué duda cabe que las familias Monreal, Gallardo y Salgado —por mencionar solo algunas— han hecho del partido su patrimonio político.
¿Fue casual que la carta llegara al Consejo justo después del proceso electoral más grande de la historia? ¿O es una advertencia previa a la reorganización del gabinete presidencial y la dirigencia partidista? Cualquiera que sea la respuesta, el mensaje es claro: Morena no puede convertirse en una nueva versión del PRI, donde los cargos se heredaban y la lealtad se premiaba por encima de la convicción.
La presidenta propone un divorcio saludable entre partido y gobierno. Un deslinde necesario si no se quiere caer en el viejo modelo de partido hegemónico, autoritario y clientelar. Morena debe mantenerse como un instrumento del pueblo, no como una oficina de colocaciones políticas.
Otro aspecto medular de la carta es el énfasis en la formación ideológica. Sheinbaum no solo pide fortalecer el Instituto de Formación Política, sino también establecer materiales básicos de lectura y estudio para toda la militancia: historia de México, historia del partido, principios del movimiento, logros del obradorismo y de su propio gobierno.
Este punto es crucial. Si Morena aspira a consolidarse como fuerza histórica —no como moda electoral—, necesita cuadros formados, no improvisados. Militantes conscientes, no arribistas sin proyecto. Necesita también una narrativa propia, una pedagogía política, una ética de gobierno.
Sheinbaum entiende que la transformación no solo es administrativa, sino cultural. Que no basta con ganar elecciones, sino que hay que ganar mentes y corazones. Por eso insiste en la “revolución de las conciencias”.
La presidenta reitera algo que para muchos dentro del partido se ha ido desdibujando: que Morena es al mismo tiempo partido político y movimiento social. Esta dualidad implica una tensión constante entre institucionalidad y calle, entre estrategia electoral y movilización popular.
Sheinbaum apuesta por no perder ese equilibrio. Llama a seguir defendiendo las causas del pueblo, a mantener viva la movilización. Porque un partido sin causas es una estructura vacía, y un movimiento sin organización es solo espontaneísmo.
Los puntos ocho y nueve de la carta resumen la ética del poder morenista: austeridad y justicia social. El principio de “primero los pobres” no es un eslogan, es la brújula moral de un proyecto que busca corregir décadas de desigualdad estructural.
En ese sentido, la presidenta es tajante: no puede haber colusión con la delincuencia, ni organizada ni de cuello blanco. Es un mensaje que debería retumbar en cada rincón del país, especialmente en aquellas regiones donde la línea entre política y crimen se ha difuminado peligrosamente.
Finalmente, Sheinbaum toca uno de los temas más polémicos dentro del partido: la selección de candidaturas. Defiende el método de las encuestas como instrumento de consulta popular, y pide rigor metodológico y transparencia.
También defiende la tómbola para las candidaturas plurinominales, en lo que representa una defensa del azar como contrapeso al dedazo. Es, en cierto modo, una forma de abrir la puerta a perfiles ciudadanos, honestos y comprometidos que, de otro modo, jamás tendrían oportunidad en el actual ecosistema partidista.
Pero más allá del método, lo que subyace es la preocupación por la legitimidad de los representantes. Morena no puede darse el lujo de postular a corruptos, farsantes o simuladores. Su capital político se basa en la confianza del pueblo, y esa confianza no es infinita.
Lo dicho en la carta debe convertirse en línea política. Toca a Luisa María Alcalde, presidenta del partido, y a la dirigencia nacional —en la que se encuentra Andrés López Beltrán— hacer que las palabras se traduzcan en hechos. De lo contrario, el documento quedará como un gesto bien intencionado, pero inconsecuente.
La pregunta, entonces, es si Morena tiene la voluntad —y la capacidad— de depurarse desde dentro. Si podrá imponerse la ética por encima de los intereses. Si podrá resistir la tentación del poder absoluto. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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