Columna de Opinión

El miedo como promesa de campaña

La verdadera seguridad solo puede construirse donde la vida merece ser vivida, y las respuestas colectivas se basan en el cuidado, la dignidad y la justicia, no en el castigo. Imaginar otras formas de seguridad es abrir paso a existencias libres del miedo como única política.

El miedo como promesa de campaña

Autor: El Ciudadano

Por Manuela Gil Valles y Sofía Esther Brito

Como en cada ciclo electoral, reaparece la vieja receta: una oleada de promesas de mano dura que aseguran devolvernos la seguridad perdida. Esta semana, José Antonio Kast presentó su “Plan Implacable”, una batería de medidas que suenan a guerra —contra el narco, contra la delincuencia, contra el miedo—, pero que en realidad reciclan viejas fórmulas que ya han demostrado sus límites en Chile y la región.

No está solo. Evelyn Matthei, carta presidencial de la UDI, aconsejaba el año pasado en un encuentro con candidatos municipales: “Prometan nomás, prometan, porque no hay nada que les vaya a generar mayor adhesión, que la gente entienda que ustedes se van a preocupar de la seguridad de ellos”[1]. Seguridad como eslogan, como promesa vacía, como fórmula mágica. Y si suena fuerte, mejor. Desde el Congreso, Johannes Kaiser —también en campaña— propone subir la apuesta: reinstaurar la pena de muerte para delitos como el secuestro o la violación con resultado de muerte. “Las víctimas —y no el Estado— tienen derecho a exigir una pena equivalente al daño sufrido”[2], sentenció, días después de que la propia Matthei se mostrara abierta a lo mismo.

Pero esta lógica punitiva no es patrimonio exclusivo de la derecha. Hace unos días, Carolina Tohá fue categórica: “No vamos a ofrecer mano dura, hemos practicado mano dura y tenemos que seguir reforzándola”[3]. No se trata solo de retórica: bajo este gobierno se ha profundizado la senda del castigo. Se han endurecido leyes penales, se ha blindado el actuar policial, entregado recursos inéditos a Carabineros, y militarizado el territorio cuando “ha sido necesario”. Si algo ha sido característico de esta administración en materia de seguridad, es la continuidad, profundización —y hasta la reivindicación— del paradigma represivo. La diferencia ya no está en las recetas, sino en quién las administra con más convicción.

Así, la política criminal se convierte en un espectáculo de frases duras, sin evidencia ni horizonte. Y mientras se habla de “combatir el crimen organizado”, se lanzan propuestas que más bien refuerzan un sentido común autoritario, donde el Estado debe “recuperar zonas tomadas”, los cabecillas deben estar aislados “sin visitas, sin contacto con el exterior, sin beneficios”, y la ciudadanía debe aceptar que todo se justifica en nombre del orden.

Y no se trata solo de promesas extremas. El mismo gobierno de Boric anunció en 2024 la construcción de una cárcel de máxima seguridad “para líderes del crimen organizado”, con capacidad para 500 internos. El problema es que Chile no tiene 500 grandes líderes del narco. Lo que sí tiene es una crisis penitenciaria marcada por el hacinamiento y la sobrepoblación carcelaria. Pero al instalar este tipo de anuncios, se refuerza la idea de que hay una amenaza gigantesca y de que más encierro es igual a más seguridad. Este tipo de decisiones no solo alimenta la ficción de control, sino que ha cimentado el camino para debates legislativos que fortalecen la impunidad y el poder de las policías. La reciente discusión sobre las reglas de uso de la fuerza es ilustrativa: se aprueba ley que rebaja exigencias esenciales como el principio de proporcionalidad, y permite protocolos diferenciados según el tipo de funcionario, abriendo espacio para un uso más amplio y menos fiscalizado de la fuerza por parte de las policías.

El discurso del miedo se normaliza. Se instala la idea de que los derechos estorban, que los jueces son blandos, que las policías necesitan más poder y que la única salida es la represión. Se construye la ficción de que el Estado ha sido “expulsado” por el crimen, por lo cual debe librar una guerra para reconquistar el territorio. En ese marco, se reactiva una fantasía de autoridad absoluta: un poder que impone orden a cualquier precio, ya sea bajo la lógica del control total o del gatillo fácil. Pero lo que realmente se expande no es la seguridad, sino los márgenes de lo punible.

Sin embargo, la evidencia en América Latina es contundente: sin prevención, sin inversión social, sin instituciones profesionales y respetadas, las políticas punitivas solo agravan el problema. No es una discusión nueva. Investigadores y técnicos de distintos sectores políticos lo han advertido una y otra vez. Pero el dato importa menos que el efecto. Porque centrarse en las políticas de mano dura —aunque ineficaz— da votos. Y sobre todo, da la ilusión de que alguien tiene el control.

La seguridad es un derecho. Sin embargo, en el escenario actual, más que un derecho garantizado con justicia y dignidad, se ha transformado en una doctrina nacional sostenida transversalmente por la clase política. Una doctrina que no busca proteger, sino administrar un enemigo interno: difuso, cambiante, convenientemente útil. Cuando el debate público se ancla en la idea de que todo está perdido, de que el crimen lo controla todo, de que vivimos en un estado de excepción permanente, ¿qué margen queda para imaginar transformaciones reales? ¿Qué proyecto colectivo puede construirse si el miedo es el punto de partida y el castigo su única promesa?

En vez de habilitar la seguridad como horizonte compartido de cuidado y justicia social, se la instrumentaliza como dispositivo de control. Y en esa lógica, todo lo demás —derechos, garantías, reparación, prevención— pasa a segundo plano. Se impone una política de la desesperanza, donde imaginar alternativas no solo parece ingenuo, sino peligroso.

Ahí es donde entra la verdadera responsabilidad política: no basta con prometer orden, también hay que evitar que la sociedad se paralice por el miedo. Las emociones no solo nos afectan, también nos orientan; el miedo opera como una tecnología política que organiza el mundo social y define a quién se protege y a quién se vigila, quién puede ser considerado como víctima, y quién como victimario sin derecho a una investigación y proceso justo.

En lugar de administrar pánico, las autoridades deberían promover la educación, información y construir una política de seguridad basada en la evidencia, no en percepciones inflamadas ni en cálculos electorales. Eso implica, por ejemplo, invertir en políticas de prevención del maltrato en la primera infancia, en estrategias de salud pública frente al consumo problemático de drogas, y en garantizar los derechos de mujeres que hoy transitan por circuitos de precarización y que, siendo madres, están privadas de libertad. Romper esas trayectorias es también construir seguridad: una seguridad que no se funda en el castigo, sino en los vínculos, en el cuidado y en condiciones dignas de vida.

Pero cuando el dolor se convierte en argumento para intensificar el castigo, se cierra el horizonte de la justicia estructural. Prometer es fácil, y castigar también. El miedo no solo moviliza: ordena, simplifica y promete respuestas inmediatas. En un contexto de incertidumbre, donde las instituciones pierden legitimidad y las desigualdades se profundizan, el miedo ofrece algo que parece más tangible que la justicia: castigo. Y castigar reconforta. Da la ilusión de control, de respuesta, de acción.

Por eso el miedo da votos. Porque convierte problemas complejos en relatos simples. Porque transforma la ansiedad social en certezas autoritarias. Porque desplaza la pregunta por las causas hacia la necesidad de enemigos. Seguimos siendo el país más atemorizado del mundo, no porque seamos el más peligroso, sino porque se ha instalado una forma de hacer política que necesita del miedo para sostenerse. Y quienes aspiran a liderar no lo disuelven: lo explotan, lo rentabilizan. Porque el miedo, a diferencia de la justicia, no exige transformación: exige obediencia.

Pero la verdadera seguridad solo puede construirse donde la vida merece ser vivida, y las respuestas colectivas se basan en el cuidado, la dignidad y la justicia, no en el castigo. Imaginar otras formas de seguridad es abrir paso a existencias libres del miedo como única política.

Sofía Esther Brito, estudiante del Doctorado en Derecho en la Universidad de Chile. Investigadora en derecho constitucional, feminismos críticos y participación ciudadana.

Manuela Gil Valles, socióloga, magíster en Criminología. Investigadora en crimen y políticas de seguridad en América Latina.


[1]  Rosas, P., & Jiménez, L. (2024, julio 5). “Prometan nomás, prometan, porque nada genera mayor adhesión que la seguridad”: el mensaje de Matthei a candidatos de Chile Vamos. La Tercera. https://www.latercera.com/politica/noticia/prometan-nomas-prometan-porque-nada-genera-mayor-adhesion-que-la-seguridad-el-mensaje-de-matthei-a-candidatos-de-chile-vamos/O4TRJMSCK5CTZI6ACLPJDBX4RI/

[2]  Cooperativa.cl (2025, marzo 17). Kaiser y la pena de muerte: Las víctimas tienen derecho a exigir una condena equivalente al daño. https://cooperativa.cl/noticias/pais/politica/kaiser-y-la-pena-de-muerte-las-victimas-tienen-derecho-a-exigir-una/2025-03-17/093527.html

[3] Cambio21 (2025, marzo 19). Carolina Tohá asegura que el gobierno práctica “mano dura” ante delincuencia pero que “ha sido insuficiente”. https://cambio21.cl/politica/carolina-toha-asegura-que-el-gobierno-practica-mano-dura-ante-delincuencia-pero-que-ha-sido-insuficiente-67dab9e87dfec355963ce474


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