Desde el 15 de mayo, la Ciudad de México ha sido rehén de un grupo que se dice heredero del sindicalismo democrático, pero que ha terminado actuando como una minoría radical insensible al país, a la niñez y al contexto político nacional: la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE). Su plantón permanente en el Zócalo, los bloqueos al Aeropuerto Internacional, la toma de casetas, las irrupciones en embajadas y las protestas frente a la Bolsa Mexicana de Valores, son más que una lista de acciones: son el retrato de un modelo de presión política que ha sustituido al diálogo por la intimidación, y a la propuesta por el chantaje.
Sus exigencias centrales —la abrogación de la Ley del ISSSTE de 2007 y un aumento salarial del 100%— pueden tener una base legítima en términos de justicia social. Nadie niega que las pensiones requieren ajustes ni que los docentes merecen una retribución justa. Pero convertir esas demandas en ultimátums desproporcionados es, en el mejor de los casos, ingenuidad política, y en el peor, una táctica calculada para agudizar el conflicto. El país no puede, ni técnica ni financieramente, abrogar de un plumazo una ley compleja ni duplicar el salario del magisterio federalizado. Especialmente cuando, entre 2018 y 2024, los sueldos de los maestros han aumentado cerca del 80% en términos reales, y un nuevo incremento del 9% fue anunciado por la presidenta apenas el pasado 15 de mayo.
Pero los líderes de la CNTE no están en la calle por cifras o tablas salariales. Lo que está en juego es su lugar en el ajedrez del poder. Con el cierre del sexenio de Andrés Manuel López Obrador y la llegada de Claudia Sheinbaum a la Presidencia, la CNTE busca renegociar su rol político. Presionan para asegurar cuotas de poder en las estructuras educativas de Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Michoacán. Buscan sostener su control sobre plazas, nombramientos y presupuestos. El problema es que su disputa no es con el neoliberalismo ni con la oligarquía, sino con otros actores del poder dentro del mismo movimiento que les abrió las puertas en 2018.
La CNTE sabe que los tiempos cambian y que, para mantener su lugar, necesita reventar la mesa si no la encabeza. Por eso ahora amenaza con algo gravísimo: boicotear la elección judicial del próximo 1 de junio. La jornada en la que, por primera vez, las y los mexicanos podremos votar por quienes integrarán el nuevo Poder Judicial, podría ser víctima de su estrategia de presión. Nada más antidemocrático que sabotear un proceso electoral para exigir beneficios sectoriales. Es una afrenta no solo al Estado, sino al principio de soberanía popular. La protesta es un derecho, pero el sabotaje a las urnas es un delito.
Mientras tanto, el costo lo pagan otros. Ocho millones de estudiantes han quedado sin clases en los estados donde la CNTE tiene mayor presencia. Niñas y niños sin acceso a la educación básica porque sus profesores prefieren acampar en la capital que enseñar en el aula. ¿Dónde está la vocación pedagógica? ¿Qué tipo de ética justifica abandonar a la niñez para exigir privilegios? La CNTE reclama derechos mientras atropella los de los demás. En el nombre de la justicia, cometen injusticias. Enarbolando la defensa del magisterio, pisotean el derecho a aprender.
Además, sus tácticas de protesta rebasan los límites de la tolerancia democrática. Tomar casetas, impedir la llegada al aeropuerto, bloquear avenidas clave y colapsar la movilidad en la ciudad más grande del país no es resistencia civil: es parálisis impuesta. Miles de trabajadores llegan tarde o no pueden llegar; miles de pacientes pierden consultas médicas; madres y padres enfrentan un caos cotidiano. La protesta se ha convertido en castigo colectivo, y la CNTE actúa como si tuviera una licencia para violentar la vida pública.
Frente a esto, la estrategia del gobierno federal ha sido de contención serena. La Presidenta ha optado por la vía del diálogo paciente, del respeto a las libertades, del “Kalimánismo político”: serenidad y paciencia. Pero esa paciencia empieza a parecer permisividad, y esa serenidad, claudicación. El Estado no puede abdicar de su deber de garantizar el orden público ni permitir que una minoría imponga su voluntad sobre la mayoría. El derecho a protestar no puede suplantar el derecho a circular, a trabajar, a vivir en paz.
Es momento de que el gobierno, sin caer en la represión, actúe con la firmeza del Estado democrático. Negociar sí, pero sin conceder el monopolio de la calle ni ceder ante el chantaje. Abrir las puertas del diálogo sí, pero sin cerrar los ojos ante el abuso. La legalidad no puede ser rehén del cálculo político ni la gobernabilidad sacrificada en nombre del pluralismo mal entendido. La CNTE debe ser escuchada, pero también llamada a la responsabilidad.
Porque más allá del ruido, lo que está en juego es algo mayor: el precedente que dejemos sobre el uso legítimo de la protesta en una democracia. Si la CNTE logra sabotear un proceso electoral, si logra conservar privilegios a costa de bloquear a la ciudadanía, si logra mantener cuotas de poder a cambio de caos, el mensaje será devastador: que en México conviene más colapsar que construir, más amenazar que proponer, más chantajear que dialogar.
Y ese es el verdadero riesgo para la convivencia democratica. Con una CNTE empoderada por el desorden. Con una minoría radical dictando condiciones a costa del interés general. Si se permite que impongan condiciones en la elección judicial, ¿qué impediría que más adelante pretendan condicionar políticas educativas, presupuestos o incluso reformas constitucionales?
Lo más grave de todo es que esta narrativa de victimización ha sido eficaz. Hay sectores que ven a la CNTE como mártir, cuando en realidad hoy representa una forma de sindicalismo clientelar que ha perdido el rumbo. La lucha por los derechos laborales no puede seguir asociada al caos ni la protesta a la destrucción. Urge una izquierda que defienda a los maestros sin justificar el atropello, una izquierda que no le tema a la crítica ni se escude en el pasado para justificar errores presentes.
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En suma, el país necesita una transformación educativa, no solo en sus programas y planes de estudio, sino también en sus relaciones laborales y sindicales. Necesitamos maestros comprometidos con sus estudiantes, no activistas de tiempo completo. Necesitamos organizaciones sindicales que defiendan derechos, no franquicias políticas de presión. Y, sobre todo, necesitamos una ciudadanía que no normalice la impunidad en nombre de la protesta.
El próximo 1 de junio, millones de mexicanas y mexicanos queremos votar por un nuevo Poder Judicial, con esperanza y sin miedo. No podemos permitir que ese derecho sea secuestrado por quienes han confundido la disidencia con el desorden, y la lucha social con el chantaje. A la CNTE hay que decirle con claridad: protestar no es lo mismo que imponer, y exigir justicia no autoriza a pisotear la democracia. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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