Los rebrotes de viruela, polio, tuberculosis y otras antiguas dolencias evidencian que ninguna enfermedad ha sido erradicada para siempre; las vacunas y controles apenas han conseguido un control relativo, que termina cuando las condiciones ambientales y sociales deterioran la situación sanitaria.
Lo mismo ocurre con el racismo y el fascismo: en cuanto se abre una rendija, salen del closet los partidarios del genocidio, del esclavismo o del apartheid. La rendija se llama crisis, y esa crisis sistémica es la del capitalismo neoliberal, que afecta actualmente a todo el llamado mundo occidental.
En Estados Unidos, mientras se registra una cacería masiva de inmigrantes de piel morena y se anulan medidas de protección a los refugiados, fue noticia la llegada a ese país de 59 sudafricanos blancos, en calidad de víctimas de un “genocidio” racista en su país.
Esos 59 “refugiados” pertenecen al grupo social de los “Afrikaners” o “Boers” descendientes de protestantes calvinistas holandeses, alemanes y franceses, que se establecieron como colonos en el cono sur de África en el siglo XVII, al amparo de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Son los creadores del Apartheid.
El Apartheid es un sistema de segregación social y racial en que una parte de la población los colonos- tiene plenos derechos y dominio económico, en desmedro de la mayoría originaria. El sistema sudafricano ha sido imitado por el sionismo en Israel.
Los Afrikaners constituyen casi dos tercios de la población blanca -europea- de Sudáfrica. El resto es de origen británico, portugués, griego, italiano, judío y otros.
La herencia del Apartheid sigue plenamente vigente: los blancos -principalmente Afrikaners y británicos- representan menos de ocho por ciento de la población, pero controlan 70 por ciento de la riqueza del país, 31 años después del fin oficial del Apartheid.
Los agricultores blancos (principalmente Afrikaners) son propietarios de entre 70 y 80 por ciento de la tierra productiva, y su porción del producto alcanza a más de 90 por ciento, según datos oficiales.
En una columna publicada este miércoles por el periódico británico The Guardian, el presidente de Ghana, John Dramani Mahana, informa que en Sudáfrica hoy existen comunidades rurales con pleno funcionamiento del Apartheid, en que los ciudadanos negros sólo pueden entrar para trabajar.
En una entrevista reciente, una dirigente de la comunidad racista de Kleinfontein argumentó que los blancos tienen derechos especiales por decisión divina. Según ella, un dios los designó para ser ricos y explotar a los demás. El mismo “argumento” del régimen colonial israelí en Palestina.
Me tocó trabajar en Zimbabwe y Sudáfrica en los años 90, y pude observar de cerca estas herencias que los gobiernos post-liberación mantuvieron. Por ejemplo, en Harare -capital de Zimbabwe- algunos antiguos hoteles, restaurantes o centros recreacionales sólo para blancos, se convirtieron en “clubes”, con restricciones de admisión: para almorzar había que registrarse y pagar una tarifa de incorporación, que para un blanco era de un dólar y para un negro de un millón o más.
Los únicos africanos que frecuentaban esos sitios eran de interés para los blancos: ministros y altos funcionarios, por entonces todos antiguos combatientes guerrilleros anticoloniales y luego obesos tripulantes de automóviles de lujo.
La razón de esto, tanto en Zimbabwe (ex Rhodesia del Sur) como en Sudáfrica, es que la liberación se produjo a través de negociaciones con “mediadores” extranjeros, en que se estipuló claramente que se mantendría intacto el orden económico y la propiedad de la tierra por períodos determinados, que finalmente se eternizaron.
En Sudáfrica, el gobierno del Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela (ANC por sus siglas en inglés), intentó superar la segregación estimulando el nacimiento de una burguesía negra. En este papel, el actual Presidente, Cyril Ramaphosa, que había sido un activista del ala más radical del ANC, rápidamente se recicló como uno de los hombres más ricos del país.
Pero esa burguesía no liberó, sino que se unió a la de los blancos en la repartición de la riqueza. Con 55 por ciento de pobreza, y cerca de 40 por ciento de desempleo entre la población negra, la “liberación” en Sudáfrica es una tarea pendiente. Con una economía estancada, el desempleo entre los blancos alcanza a entre seis y ocho por ciento, la mayoría gente sin formación, pero sólo entre uno y tres por ciento vive bajo la línea de pobreza.
Durante la lucha de liberación, el ANC (una federación de partidos y sindicatos) se distinguió de otros movimientos por su programa revolucionario, basado en la lucha de clases y no exclusivamente étnica, como los grupos panafricanistas. Estos últimos propiciaban la expulsión de la población de origen colonial.
Su consigna era “un Boer, una bala” (Boer en Afrikaner significa agricultor). Como en todas las colonias, la lucha de liberación fue una lucha por la tierra: en Rodhesia, el 95 por ciento de la población tenía acceso a sólo seis por ciento de la tierra cultivable.
Pero los Boers constituyen una gran diferencia en el mapa colonial africano: han estado allí por más de 300 años y no tienen a donde “regresar”, como sí tienen los descendientes de colonialistas ingleses, franceses, portugueses, belgas y alemanes.
Los boers son, en rigor, africanos descendientes de inmigrantes europeos y tienen una sólida representación política en las instituciones sudafricanas.
Tras la ocupación inglesa del cono sur africano, los boers establecieron repúblicas independientes y libraron dos guerras contra las tropas coloniales británicas, a fines del siglo XIX. Los ingleses respondieron abriendo campos de concentración en que murieron más de 25 mil mujeres y niños Afrikaner y un número indeterminado de negros.
Tras negociar la paz, los británicos acapararon entonces las inversiones mineras y financieras, mientras los boers continuaron apropiándose de la tierra. Por supuesto, los pueblos originarios perdieron, y comenzó la larga lucha de liberación que encabezó Nelson Mandela.
Tras la transformación del régimen racista de los Boers, alcanzada en 1994, ninguna de las amenazas contra la integridad de los blancos se cumplió, como tampoco en Zimbabwe (liberado en 1980).
Cuando el líder anticolonial de Rhodesia y luego Presidente de Zimbabwe, Robert Mugabe, intentó hacer cumplir parcialmente los acuerdos firmados bajo presión en Londres a fines de los años 70 (acerca de la redistribución de la tierra) y muchos años después del plazo convenido, fue objeto de sanciones y ataques racistas, disfrazados de “técnicos” (incapacidad de los negros para administrar la producción), a los que el propio Mugabe contribuyó por la corrupción desatada en su régimen.
Se repite la historia hoy cuando el parlamento sudafricano aprueba -recientemente- una ley para expropiar tierras ociosas y entregárselas a campesinos negros: aparece la acusación de “racismo” y “genocidio”, y el argumento “técnico” aunque no se haya aún expropiado una sola hectárea.

La tarea de liberación anticolonial en África sigue pendiente. Hoy la encabeza el joven capitán Ibrahim Traoré, el líder de Burkina Faso, a quien han intentado asesinar ya 19 veces en dos años. Otro joven capitán revolucionario burkinés, Thomas Sánkara, fue asesinado en 1987.
El colonialismo y el fascismo, como la viruela, nunca mueren.
Por Alejandro Kirk
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