Columna de Opinión

Era el año noventa y cuatro

Daniela era bastante madura para sus doce años. Y me hablaba. Mucho. De todo. De sus sueños. Y también de sus pesadillas. Una era que sus padres se separaran. Un día me contó que los había amenazado con suicidarse si ellos se separaban. No se habían separado, y por eso ella iba junto a mí en esa micro.

Era el año noventa y cuatro

Autor: El Ciudadano

Por Mauricio Redolés

Son las tres de la mañana con doce minutos y hace dos grados de temperatura en este frío Santiago de Chile y estoy pensando en Daniela. La tele encendida sorda e indiferente en la habitación contigua da noticias de grandes crímenes y fantásticos goles y yo estoy pensando en Daniela. Llevo dos días pensando en Daniela. Desde el momento en que Kharito entró al dormitorio cuando yo despertaba y me dijo: Hay una mala noticia, murió Daniela Pizarro.

Y nuevamente la veo junto a mí, en una micro por Merced rumbo el centro. Muy ordenada, muy despierta, sentada junto a mí. Me hablaba de su mundo. Era el año noventa y cuatro. Daniela tenía doce años, yo tenía cuarenta y uno. Ambos éramos poetas. Sí, eso éramos. Poetas. Esa era toda nuestra certeza. Eso era lo único que sabíamos.

Todo había comenzado cuando un día su papá me dijo: -Quiero que lleves a Daniela a tu taller de poesía que estás haciendo en el Británico. -No, no, no Marcelo -le respondí bastante azorado- no puedo, es un taller para adultos, ella es una niña. Marcelo con su vozarrón de oso que no acepta negativas me dijo sonriendo -Oye, no te estoy preguntando si quieres o no llevar a Daniela a tu taller de poesía, te estoy diciendo que la lleves. Te voy a pagar lo que cobren en el Británico, no te estoy pidiendo que la lleves gratis. -Pero Marcelo -lo interrumpí- el taller es en la tarde y termina de noche en el centro de Santiago. -Bueno- me dijo Marcelo, con la solución que sacó de la manga como por arte de magia- Tú la pasas a buscar todos los martes de taller, y cuando éste termine, la traes de vuelta a casa sana y salva. Luego agregó -Ya poh no seaí pesado, sí, es cierto que es solo una niña, pero ella es bastante madura para su edad y escribe mucho, le va a hacer bien ir a tu taller ¡Ya poh! ¡No te hagaí de rogar! Durante un año estuve pasando a buscarla y dejarla al departamento de Catedral. Nunca más llegué atrasado al taller, ni tampoco pude irme de carrete al “Siete, Siete, Siete”, al “Jaque Mate”, al “Derby” o a otros bares de la Alameda.

Por eso íbamos en esa micro por Merced rumbo al centro, como les contaba recién. Tal como me había dicho Marcelo, Daniela era bastante madura para sus doce años. Y me hablaba. Mucho. De todo. De sus sueños. Y también de sus pesadillas. Una era que sus padres se separaran. Un día me contó que los había amenazado con suicidarse si ellos se separaban. No se habían separado, y por eso ella iba junto a mí en esa micro.

Se me agolpan muchas Danielas. Me vino una hemorragia incontenible de Danielas, cuando supe de su partida. A sus seis añitos colgando del cuello del “Negro” Wladimir en el verano del ochenta y ocho en la Feria del Libro, cuando ésta se hacía en el Forestal, o a principio de los noventas a sus nueve años, en mi casa, hay otra Daniela junto a su hermanita Tayra cuidando a mi hijo Sebastián, mientras que, con su mamá -la irrepetible Tamara Durán– conversábamos con el músico montevideano Elbio Rodríguez Barilari y Juanito Alfaro (luego de su “canazo” en Copiapó), en el living de Cueto Road. Después aparece otra Daniela, a sus doce años, luego de una jornada en el taller del Británico, diciéndome: -Tengo plata, lo invito a un completo. Fuimos a un local que luego se llamaría “La Picá del Clinton” (ya que a esa Fuente de Soda pasaría años después el Presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, “a servirse una cosita” saliéndose del protocolo de su visita de Estado). Me vuelvo a encontrar con Daniela el noventa y ocho. Cuando grabé en mi casa el disco “Bailables de Cueto Road”, también grabé a algunas y algunos poetas del barrio. La invité, ella llegó puntual, a sus dieciséis años. Había estado en París. En el poema que grabó para el disco nos habla del Barrio Yungay, de la Avenida Ricardo Cumming como un sector “afrancesado”. Daniela nos hacía mirar más allá.

Pasé varios años sin verla, (¿cuatro? ¿seis? ¿quizás más?), y un día la encontré en el departamento de su padre, Marcelo. Yo me iba y había una dificultad con la cerradura de la puerta de la calle, tanto para abrir como para cerrar. Ella se ofreció para acompañarme y abrirme y cerrarme la puerta del primer piso. Bajamos los tres pisos en la penumbra. Ya no era una niña, ni tampoco una adolescente. Era una mujer. Una bella mujer. Pero para mí, aún íbamos por Merced en esa micro rumbo al Británico. Y el tránsito era lento. Eso a ella la impacientaba.

Por Mauricio Redolés


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